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El Ánima Sola

Tomás Carrasquilla


Cuento


Personajes

—la tercera esposa
—las trece hijas
—timbre de gloria
—flor de lis
—licenciado
—peregrino
—monjita

I

En aquel tiempo, como dicen los Santos Evangelios, hubo una estirpe que llenó el universo con su fama. Su nobleza fue la más alta y esclarecida; sus hombres todos, héroes y conquistadores; riquísimos sus feudos y regalías. Mas la muerte, envidiosa de esta raza, sólo dejó un vástago para propagarla. Con los títulos y privilegios que en él recayeron, vino a ser el castellano más poderoso de su época. Los reyes mismos le agasajaban, porque le temían.

En su ansia de perpetuarse, de restaurar la grandeza del apellido, pedía a Dios hijos varones por decenas, Como no se los diese bajó a dígitos y, por último, a la unidad. Pero Dios, o no estaba por excelsitudes de la tierra o quería mortificarle: a cada espera enviábale una hembra, cuando no dos.

Entre la ilusión y el desengaña llegó el caballero a la vejez; y su tercera esposa, sus trece hijas y la muchedumbre de vasallos le pagaban el desaire. Sus crueldades aterraban la comarca; en los calabozos gemía toda una multitud de desgraciados; de las horcas del castillo colgaban los siervos en racimos. Al clamor de tantas almas, fue Dios servido de otorgarle al magnate un heredero. Pagado, resarcido de todos se consideró con el regalo: parecía hijo de gigantes, y era tan hermoso y perfecto que a nada en el mundo podía compararse. Pesóse el recién nacido, y diez veces su peso fue mandado, en oro, a varios templos y santuarios. Su Sacra real Majestad vino en persona a sacarle de pila; repartiéronse ducados entre el pueblo, cual si fuese jura de soberano; celebráronse fiestas por ocho días, y numerosos mensajeros llevaron la nueva a ciudades y castillos. |Timbre de Gloria se nombró al heredero.


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Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 2.512 visitas.

Publicado el 19 de junio de 2018 por Edu Robsy.

El Velo de la Reina Mab

Rubén Darío


Cuento


La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados.

Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro encendido; y a quiénes talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas caballerías que se beben el viento y que tienen las crines en la carrera.

Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.

* * *

La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero:


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 2.829 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

A la Deriva

Horacio Quiroga


Cuento


El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vió una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea!—alcanzó a lanzar en un estertor.—¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua!—rugió de nuevo.—¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino!—protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 3.365 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Cruz del Diablo

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo te lo cuento ahora, siquiera no sea más que por pasar el rato. El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando, después de una fatigosa jornada, llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.

Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.

Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sabana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.

Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.

A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosas márgenes, se encuentra una cruz.

El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.

La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina la sirve de dosel.


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19 págs. / 33 minutos / 1.284 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Merienda de Perro

José de la Cuadra


Cuento


Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.

Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.

José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.

Se alejó otra vez Tupinamba.

—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.

El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.

Ese tornó a quejarse por el frío.

—¡Achachay!

Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.

—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.

A corta distancia de su vivienda, se detuvo.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 797 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Cuentos de Canterbury

Geoffrey Chaucer


Cuento


SECCIÓN PRIMERA

1. PRÓLOGO GENERAL

Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor; el delicado aliento de Céfiro ha avivado en los bosques y campos los tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mi­tad de su camino en el signo de Aries; las avecillas, que duer­men toda la noche con los ojos abiertos, han comenzado a trinar, pues la Naturaleza les despierta los instintos. En esta época la gente siente el ansia de peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar tierras y distantes santuarios en países extranjeros; especialmente desde los lugares más recónditos de los condados ingleses llegan a Canterbury para visitar al bienaventurado y santo mártir que les ayudó cuando esta­ban enfermos.

Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Ta­bardo», de Southwark, en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota peregrinación a Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas. Pertenecían a diversos esta­mentos, se habían reunido por casualidad, e iban de camino hacia Canterbury.

Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibi­mos el cuidado más esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y me habían acepta­do en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para empren­der el viaje como les voy a contar.

Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la his­toria, describir, mientras tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes eran, de qué cla­se social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero.


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Dominio público
564 págs. / 16 horas, 28 minutos / 1.227 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Ojos de Lina

Clemente Palma


Cuento


El teniente Jym de la armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Cristianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 1.761 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Mata

Tomás Carrasquilla


Cuento


Vivía sola, completamente sola, en un cuarto estrecho y sombrío de cabo de barrio. Sus nexos sociales no pasaban de la compra, no siempre cotidiana, de pan y combustible, en algún ventorrillo cercano; del trato con su escasa clientela, y de sus entrevistas con el terrible dueño del tugurio. Este hombre implacable la amenazaba con arrojarla a la calle, cada vez que le faltase un ochavo siquiera del semanal arrendamiento. Y, como pocas veces completaba la suma, vivía pendiente de la amenaza.

Después de ensayar con varios oficios, vino a parar en planchadora de parroquianos pobres; que para ricos no alcanzaban sus habilidades. Faltábale trabajo con frecuencia, y entonces eran los ayunos al traspaso. El hambre, con todo, no pudo lanzarla a la mendicidad.

Era uno de esos seres a quienes la rueda de la vida va empujando al rodadero, sin alcanzar a despeñarlos. Más que vieja, estaba maltrecha, averiada por la miseria y las borrascas juveniles. De aquella hermosura soberana, que vio a sus plantas tantos adoradores, no le quedaba ni un celaje. De sus haberes y preseas de los tiempos prósperos, sólo guardaba el recuerdo doloroso. De aquel naufragio no había salvado más que el cargamento de los desengaños.

Su historia, la de tantas infelices: de cualquier suburbio vino, desde niña, a servir a la ciudad; pronto se abrió al sol de la mañana aquella rosa incomparable, y… lo de siempre. ¡Pobre flor!

Dos hijos tuvo y fueron su tormento. El varón huyó de ella y se fué lejos, no bien se sintió hombrecito. Su hija, un ángel del cielo, la recogió el padre, a los primeros balbuceos, donde nunca supiese de su madre.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 3.713 visitas.

Publicado el 26 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Las Moscas

Horacio Quiroga


Cuento


(Réplica de «El hombre muerto»)


Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado —quebrado, mejor dicho— contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo —el zumbido de la lesión medular— que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.

Ésta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.

¿Pero cuándo? ¿Qué segundo y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 673 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Luz Lateral

Pablo Palacio


Cuento


Se ha producido ya en mí aquel elegante fenómeno de alargamiento de los párpados sobre los ojos como manos curvadas sobre naranjas y que caen con idéntica nebulosidad dulce que el tiempo sobre los recuerdos.

Este elegante fenómeno que, generalmente, corresponde a una época, me ha asaltado bien pronto debido a ciertas circunstancias.

No soy viejo: tengo treinta años. Me veo como esos hombres que agotan sus músculos en una hora, frente a otros que trabajan ocho, con sabia y económica calmosidad.

También se me han caído un poco las cejas y estoy bastante calvo.

Se trata… ¡ah! Se trata de aquella muchacha, Amelia, que me traía claramente la imagen de la heroína de un señor novelista, a quien sus padres (¿o ella misma?) le ordenaban (¿o se ordenaba?) conservar sus trenzas largas, ya porque le sentaran bien o por mantener su fresco aspecto infantil.

¡Hombre! Y era bastante pálida. Ahora la veo. Bajo cada ceja debió tener una media luna de tinta azul, lo que le hacía interesantísima. Y como los labios también eran muy pálidos, me enamoré de ella. Creo que esta es una razón poderosa; las mujeres que tienen los labios colorados por fuerza nos ponen nerviosos; dan la idea de haberse comido media libra de carne de cerdo recién degollado.

Bueno, pues. Como era una muchacha me estuve esperando que madurara y apenas la vi con las piernas un poco gruesas, me casé.

¡Hola, María!

¡Caramba! Me acaban de decir que está servido el almuerzo y tengo que irme. No pierda usted su buen humor. Espere usted un momento. Yo me pongo nervioso cuando me dicen que está servido el almuerzo.

Decía que me casé con Amelia. Bien: estoy seguro de haber vivido con ella durante un año casi en la más completa cordialidad, casi, porque había un feroz motivo de entenebrecimiento de mi vida.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 125 visitas.

Publicado el 29 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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