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El Fardo

Rubén Darío


Cuento


Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.

Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra, y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.

— Eh, tío Lucas, ¿se descansa?

— Sí, pues, patroncito.

Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entabler con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña.

Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casad, y tuvo un hijo, y…

Y aquí el tío Lucas:

— Sí, patrón; ¡hace dos años que se me murió!

Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises peludas, se humedecieron entonces:

— ¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a todos; a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.


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5 págs. / 8 minutos / 852 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Mil y Una Noches

Anónimo


Cuento


Una palabra del traductor a sus amigos

Yo ofrezco
desnudas, vírgenes, intactas y sencillas,
para mis delicias y el placer de mis amigos,
estas noches árabes vividas, soñadas y traducidas sobre su tierra natal y sobre el agua
Ellas me fueron dulces durante los ocios en remotos mares, bajo un cielo ahora lejano.
Por eso las doy.

Sencillas, sonrientes y llenas de ingenuidad, como la musulmana Schehrazada, su madre suculenta que las dió a luz en el misterio; fermentando con emoción en los brazos de un príncipe sublime —lúbrico y feroz—, bajo la mirada enternecida de Alah, clemente y misericordioso.

Al venir al mundo fueron delicadamente mecidas por las manos de la lustral Doniazada, su buena tía, que grabó sus nombres sobre hojas de oro coloreadas de húmedas pedrerías y las cuidó bajo el terciopelo de sus pupilas hasta la adolescencia dura, para esparcirlas después, voluptuosas y libres, sobre el mundo oriental, eternizado por su sonrisa.

Yo os las entrego tales como son, en su frescor de carne y de rosa. Sólo existe un método honrado y lógico de traducción: la «literalidad», una literalidad impersonal, apenas atenuada por un leve parpadeo y una ligera sonrisa del traductor. Ella crea, sugestiva, la más grande potencia literaria. Ella produce el placer de la evocación. Ella es la garantía de la verdad. Ella es firme e inmutable, en su desnudez de piedra. Ella cautiva el aroma primitivo y lo cristaliza. Ella separa y desata... Ella fija.

La literalidad encadena el espíritu divagador y lo doma, al mismo tiempo que detiene la infernal facilidad de la pluma. Yo me felicito de que así sea; porque ¿dónde encontrar un traductor de genio simple, anónimo, libre de la necia manía de su renombre?...


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3.776 págs. / 4 días, 14 horas, 9 minutos / 36.508 visitas.

Publicado el 24 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.

El Rey Burgués

Rubén Darío


Cuento


¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:

Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.

Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.

Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía improvisar a sus profesores de retórica, canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.


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5 págs. / 9 minutos / 1.133 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Pájaro Azul

Rubén Darío


Cuento


París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos —pintores, escultores, poetas— sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.

En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.

El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.

Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura...

—Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...

* * *

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.

De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.

Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

* * *

Principios de Garcín:

De las flores, las lindas campánulas.


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3 págs. / 6 minutos / 4.124 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Corazón Delator

Edgar Allan Poe


Cuento


¡ES VERDAD! nervioso, muy, muy terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán ustedes que soy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido. Sobre todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el cielo y en la tierra. Yo oí muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo loco? ¡Escuchen! y observen cuan razonablemente, cuan serenamente, puedo contarles toda la historia.

Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero, una vez concebida, me acosó día y noche. Objeto no había ninguno. Pasión no había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho mal. Él no me había insultado.

De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue eso! Uno de sus ojos parecía como el de un buitre — un ojo azul pálido con una nube encima.

Cada vez que caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la vida del viejo, y así librarme del ojo para siempre.

Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no saben nada. Pero ustedes deberían haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuan sabiamente yo procedí —¡con qué cuidado! — ¡con qué previsión, con qué disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba el picaporte de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una apertura suficiente para mi cabeza, ponía una oscura linterna sorda todo

cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y entonces metía mi cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó una hora poner mi cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él yacía sobre su cama.


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6 págs. / 11 minutos / 6.911 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Merienda de Perro

José de la Cuadra


Cuento


Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.

Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.

José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.

Se alejó otra vez Tupinamba.

—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.

El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.

Ese tornó a quejarse por el frío.

—¡Achachay!

Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.

—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.

A corta distancia de su vivienda, se detuvo.


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2 págs. / 4 minutos / 862 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Gato Negro

Edgar Allan Poe


Cuento


NO espero ni solicito fe para la narración tan sencilla como extravagante que está a punto de brotar de mi pluma. Locura sería en verdad el esperarlo, pues que mis propios sentidos rechazan su evidencia. Sin embargo, no estoy loco, ni estoy soñando, de seguro. Mas debo morir mañana y quiero hoy aligerar el peso de mi alma. Mi propósito inmediato es presentar llana y sucintamente a los ojos del lector, sin comentario de ninguna clase, una serie de simples acontecimientos domésticos. En sus consecuencias, estos acontecimientos me han aterrorizado, me han torturado, me han deshecho. A pesar de todo, no trataré de interpretarlos. Para mí sólo han representado el Horror; para muchos otros serán quizá no tanto terribles como baroques. Es posible que se encuentre después algún entendimiento que reduzca mi fantasma a los límites de lo vulgar; algún entendimiento más sereno, más lógico y mucho menos excitable que el mío, capaz de percibir en las circunstancias que expreso lleno de pavor, simplemente la sucesión ordinaria de las causas y efectos más naturales.


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11 págs. / 20 minutos / 14.412 visitas.

Publicado el 24 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Vampiro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo —distante tres leguas de Vilamorta— bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.


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4 págs. / 8 minutos / 914 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Flor de Brezo

Carmen de Burgos


Cuento


Cerca de Alcira, apartada de la carretera, aprovechando un rincón delicioso del terreno para esconderse, se levanta entre una espesa arboleda, la casita blanca que de lejos hace suspirar al viajero, la pequeña masía valenciana, con su alegre emparrado, donde se entremezclan las hojas de enredadera con los sarmientos de la vid.

Los rayos del sol de fuego envolvían á la tierra en esa abrasadora caricia que engendra la vida.

El campo presentaba todos los tonos de las mieses doradas; las viñas dejaban asomar entre sus verdes pámpanos apretados racimos; las palmeras mecían gallardamente los maduros ramos de dátiles y en la atmósfera flotaba un perfume de vitalidad acre y embriagador. Aquél hálito fecundante de la Naturaleza penetraba en el débil y cansado or ganismo de Mercedes, oxigenando su sangre y dándole una nueva vida.

Mercedes era la dueña del cortijo, una encantadora huérfana de diez y ocho años, de cuerpo anémico y es píritu cansado por la contínua agitación de las fiestas de la corte.

Ahora, toda su vida sufria un extraño cambio; el ambiente de amor y fecundidad en que se sentía envuelta, al mismo tiempo que le hacia recuperar la salud, exaltaba su imaginación, y la joven, obligada a permanecer allí por prescripción facultativa, soñaba con un enamorado

doncel, muy distinto de los campesinos que la rodeaban.

La imaginación hace milagros en las cabecitas de las jóvenes románticas.

Mercedes no había amado nunca, y, como todas las mujeres hermosas yaduladas, rendía sólo culto á su propia belleza. Un día encontró un ramo de flores de brezo sujeto á los hierros de la ventana. Las frescas florecillas ostentaban su lindo color encarnado, y las gotas de rocío brillaban entre los pétalos como un polvillo de diamantes.


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Publicado el 21 de enero de 2025 por Edu Robsy.

Mis Primeros Versos

Rubén Darío


Cuento


Tenía yo catorce años y estudiaba humanidades.

Un día sentí unos deseos rabiosos de hacer versos, y de enviárselos a una muchacha muy linda, que se había permitido darme calabazas.

Me encerré en mi cuarto, y allí en la soledad, después de inauditos esfuerzos, condensé como pude, en unas cuantas estrofas, todas las amarguras de mi alma.

Cuando vi, en una cuartilla de papel, aquellos rengloncitos cortos tan simpáticos, cuando los leí en alta voz y consideré que mi cacumen los había producido, se apoderó de mí una sensación deliciosa de vanidad y orgullo.

Inmediatamente pensé en publicarlos en La Calavera, único periódico que entonces había, y se los envié al redactor, bajo una cubierta y sin firma.

Mi objeto era saborear las muchas alabanzas de que sin duda serían objeto, y decir modestamente quién era el autor, cuando mi amor propio se hallara satisfecho.

Eso fue mi salvación.

Pocos días después sale el número 5 de La Calavera, y mis versos no aparecen en sus columnas.

Los publicarán inmediatamente en el número 6, dije para mi capote, y me resigné a esperar porque no había otro remedio.

Pero ni en el número 6, ni en el 7, ni en el 8, ni en los que siguieron había nada que tuviera aparencias de versos.

Casi desesperaba ya de que mi primera poesía saliera en letra de molde, cuando caten ustedes que el número 13 de La Calavera puso colmo a mis deseos.

Los que no creen en Dios, creen a puño cerrado en cualquier barbaridad, por ejemplo, en que el número 13 es fatídico, precursor de desgracias y mensajero de muerte.

Apenas llegó a mis manos La Calavera, me puse de veinticinco alfileres, y me lancé a la calle, con el objeto de recoger elogios, llevando conmigo el famoso número 13.

A los pocos pasos encuentro a un amigo, con quien entablé el diálogo siguiente:

—¿Qué tal, Pepe?

—Bien, ¿y tú?


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3 págs. / 5 minutos / 3.618 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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