Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es
decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las
flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo
tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol
calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía
que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas,
y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta
de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así
se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando
para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las
abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el
proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay
siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no
entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con
gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido
todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
—Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
—¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
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