Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento disponibles | pág. 39

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Lobo en Cepo

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

A una ilustre ciudad española, donde los hombres trabajadores y valientes nacen de mujeres virtuosas y bellas, llegaron hace años dos viajeros, cuyos trajes negros ni eran enteramente seglares ni del todo eclesiásticos. Uno de ellos hablaba, aunque dulcemente, como superior; otro escuchaba con humildad y respondía con respeto. Eran ambos de continente severo, rostro lampiño y mirada que apareciera humilde si no fuese por lo tenaz, reveladora de una voluntad poderosísima. Tenían mansedumbre en la voz, daban a sus palabras el acento de una afabilidad melosa y persuasiva, pero a veces sus pupilas parecían incendiarse en el rápido e involuntario fulgurar de una energía indomable.

Pocas horas después de su llegada celebraron varias entrevistas misteriosas con gentes adineradas de la población, y a los tres días firmaron, ante notario y como subditos de potencia extranjera, la escritura de compra de un caserón antiguo convertido en fábrica por un industrial que, arruinado durante la guerra civil, tuvo que malvender su hacienda. De esta suerte la paz vino a ser provechosa, quizá, para los mismos que atizaron la lucha.


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7 págs. / 13 minutos / 55 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En Automóvil

Gabriel Miró


Cuento


Audaz, raudo y glorioso hendía un automóvil la soledad y el silencio de los campos. Ibamos en él amigos buenos a un pueblo montañoso. Y decíamos con encendido entusiasmo y regocijo: “No debe ser justo ni lícito mirar esta máquina tan someramente que sólo veamos en ella riquezas, viaje, placer, expansión de su dueño; porque estos automóviles fuertes y viajeros llegan a ser como una vida palpitadora con poderío, voluntad y arrogancia suyos.”

Pasados los campos y lugares cercanos y sabidos, penetramos gozosamente en el paisaje nuevo, hosco, que parecía venir enemigo hacia nosotros, y ya a nuestro lado, se apartaba y tendía sumiso y amoroso entregándonos el olor de su vida y fortaleza.

Cielo, montañas, ríos, arboleda, casales, yuntas, piedras, hierbas que orillan los caminos, puentes, cruces, labriegos, humos y senderos... Todo nos "miraba” y dejaba alegría, dicha y ansias dominadoras.


... ¡Alma mía!
No aspires más allá de lo posible,
cual si fueras deidad...


Nos avisábamos con palabras de Píndaro. ¡Oh, el Tebano divino, cantor de púgiles y vencedores con el carro y cuadriga, qué ardiente loor no hubiera dicho sintiéndose arrebatado en el regazo de un automóvil, monstruo sin bridas, altivo, llevado por manos mozas y fáciles que lo dejan precipitar anhelosamente, y las ruedas corren, vuelan sin obediencia a vías ni relejes!...

El horizonte de serranía, que antes veíamos suave y esfumado en azul, llegaba a nuestro ojos alumbrado, desnudo, enseñando heridas, abismos, verdores de pastura, rojas torrenteras, gayas altitudes soberanas de silencio, ungidas de cielo...

Considerábamos ya el automóvil carne, ave, alma delirante, ebria de alegría. No hablábamos; creíamos ser nosotros los que desgarrábamos espacio y distancias arrojándolo todo a nuestra espalda...


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3 págs. / 5 minutos / 51 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Dos Crepúsculos

Emilio Bobadilla


Cuento


Aquella puesta del sol otoñal, tan triste que parecía quejarse, se le antojaba como un símbolo de su vida. El paisaje se esfumaba en la agonía de la luz crepuscular que iba difundiéndose por el horizonte como una niebla rubicunda. El mar, arrugado y sombrío, espejeaba como una piel enorme muy lustrosa. A lo lejos se veía el velamen de un barco, que semejaba la capucha de un fraile, y más acá, á un lado de la costa, la arboleda, inmóvil y muda.

¡Cómo se había desvanecido aquel amor! Al alejarse de ella se figuró que daba para siempre el adiós de los moribundos á todas las cosas. Sintió algo así como si asistiera á su propio entierro. Pero ¿á qué lamentarse? El quietismo resignado, la soledad interior, saturada de un desconsuelo pudoroso, en que sólo se escucha la rumia del pensamiento entregado á sí propio, armonizaban más con su temperamento contemplativo que el quejarse y dar suelta á las lágrimas.

—Después de todo, seguía pensando, ¿qué importa á nadie el pesar ajeno? Sobradas cavilaciones tiene cada cual con las propias. Por otra parte, hay dolores que no tienen consuelo...

Sí; somos unos enfermos, y en balde que se forjen teorías éticas y se den consejos. Cada cual nace con su locura, y cada cual la bautiza á su antojo. ¿Qué es, en gran parte, la historia, sino un archivo inmenso de psiquiatría? ¿Qué es la vida moral sino la exudación de la vida fisiológica? Ser bueno ó malo no depende de la voluntad, como suponen muchos, sino del mecanismo orgánico. La inteligencia es un freno engañoso que la pasión tasca cuando quiere. ¿Y cómo no, si la inteligencia está á merced de las alteraciones del cerebro, de la sangre, del estómago?


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7 págs. / 13 minutos / 49 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

La Verbena de San Juan

Silverio Lanza


Cuento


—¡Olé! ¡Viva la alegría! señor Rafael, tráigase usted la fuente de la plaza, echando vino.

—Ojo con emborracharse, que luego, á la noche, hay alguno que rompe tres primas sin haber templado.

—Aquí nadie se emborracha; el que lo hace, paga la convidada por todos.

—Mucho, mucho; muy bien dicho.

—¡Que se escriban esas palabras!

—Oye. ¿A quién le has oído tú eso?

—Al diputado.

—¡Bravo! ¡Bravo! Que haga el diputado.

—Figúrate que estás en las Cortes.

—Que se suba encima de la mesa.

—Escucha. Zurdo. ¿Cómo van vestidos los ministros?

—Si no me dejáis, no digo nada.—

—¡Silencio!

—Antes necesito beber un poco.

—Oye. ¿Los diputados beben vino?

—Estultus, como dice el sacristán. En Madrid, la gente gorda, bebe agua de Colonia.

—Menuda chispa tendrán los señoritos.

—Ca, hombre. Ahí tienes ese chistera con el color de restrojo lo mismo que un difunto. Parece un hombre porque lleva patillas y va muy tieso; el otro día le dieron aguardiente del bajo en casa del escribano; y, apenas lo cato, lloraba cada lagrimón más grande que el chico de mi hermana.

—Dicen que sabe mucho.

—No digo que no; pero ayer no sabía cuantos celemines tiene una fanega.

—Pues eso lo sabe todo el mundo.

EL maestro le dijo á mi madre que el tal señorito es mala persona, y que hay que vigilar á las mozas.,

—Leandro, eso va contigo. Desde que vino al pueblo anda detrás de Rosica.

—Ya sabe ella lo que tiene que hacer.

—Si no dices otra cosa... Rosa es una chica honrada, y si tu lo haces mal con ella, ni las piedras te van á querer en el pueblo; pero ya sabes que donde hay gallinas es adonde van las zorras.

—Vosotros sabéis algo y no queréis decírmelo.


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4 págs. / 7 minutos / 49 visitas.

Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

La Unidad de Conciencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Mi padre acostumbraba a decir que las conciencias de los hombres eran tan diferentes como sus fisonomías. Yo tenía pocos años entonces, y no era capaz de discutir tal opinión. Ahora tengo muchos, y tampoco sé bien a qué atenerme.

Porque esta sencilla proposición arrastra consigo nada menos que el gran problema del bien y del mal. ¡Un grano de anís!

Si no existe la unidad de la conciencia en el género humano, dicho se está que la justicia, el honor, la caridad, son cosas convencionales que se hallan a merced de la opinión, que cambian con el transcurso de los años como cambian las mangas de las señoras, unas veces estrechas, otras, anchas. En otro tiempo era de moda el asesinato. Ahora ya no lo es. Quizás mañana vuelvan otra vez las mangas anchas.

Estoy seguro de que mi padre no se daba cuenta de las graves consecuencias metafísicas que sus palabras engendraban. De todos modos, no era hombre que emitiese sus opiniones en abstracto como un profesor de filosofía, sino que, invariablemente, las apoyaba en algún ejemplo bien concreto. Para sostener la proposición enunciada, tenía siempre a mano varios casos interesantes. Pero el que usaba más a menudo era el caso de don Robustiano.

Don Robustiano era un notario que vivía en la casa contigua a la nuestra; un hombre alto, anguloso, blanco ya como un carnero. A mi hermano y a mí nos inspiraba un terror loco. Jamás le habíamos visto sonreir. Tenía tres hijos de la misma edad, poco más o menos, que la nuestra, a los cuales trataba con despiadada severidad. Se decía que los azotaba con unas correas hasta hacerles saltar la sangre. En efecto, raro era el día en que no oíamos lamentos al través de la pared. Y una vez en que, por casualidad, me llevó uno de sus hijos hasta el cuarto de su padre, vi colgadas de un clavo las fatales disciplinas, que me hicieron dar un vuelco al corazón.


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3 págs. / 6 minutos / 47 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Flor del Matutero

Silverio Lanza


Cuento


—Serrana, ponte el pañuelo,
que está la espiga de trigo
envidiosa de tu pelo.


—Miente, miente, pa jaserte de querer.


Si hubiera el mentir condena,
ya estaría en un presidio
el gachó que me camela.


—La jonjana pa el campo y jaz mutis, que te saco las cinco cuerdas.

—Pues si tu no cantas ni miquis; como no cante la agüela.

—Agüela, saque osté argo, asín que sean los posos.

—¡Ay, hijo, ni pa acompañar al grillo!

—Pues venga un pasito.

—Jamugas que me pusieran en la borrica y no levantaba yo los pies del suelo.

—Canta tú, pelmaso.

—Le voy á despavilar el insómnico á tu madre.

—Si no me duermo.

—Don Insónico lo ha mentao.

—Don Insónico es un bruto, mejorándote á ti.

—Vaya unos términos que te traes.

—Yo he dicho insómnico.

—¡Ay! si paese que te da hipo.

—¿Quién?

—Ese.

—Lo que tu buscas son dos gofetás.

—El Cid matando mujeres.


El Cid con tanto valor.


Pero ¿acompañas ó no acompañas?

—Si paeces un reuma que tan pronto da en un lao como en otro.

—Pues ya ves que salgo por jaleo.

—Pa la jorca debías de salir.


—No me quites la mirada.


—Y ahora por solea.

—Pues sígueme, hombre, que detrás del coche van los perros.

—Adiós, carretela.


—No me quites la mirada,
mira que me estás poniendo
como una cueva cerrada.


—Agüela, tápese usted la visión pa que no vea usted lo que va á pasar.

—¡Bah! La intensión no ha perdió á ninguna mujer.

—Pues por la intensión se condena.


—Por la intensión se condena,
yo me condeno al quererte,
porque mi intensión no es güena.


—La mía como er agua bendita.


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3 págs. / 6 minutos / 46 visitas.

Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Tiempo de Ánimas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No cuento ni conseja, sino historia.

La costa de L*** es temible para los navegantes. No hay abra, no hay ensenada en que puedan guarecerse. Ásperos acantilados, fieros escollos, traidoras sirtes, bajíos que apenas cubre el agua, es cuanto allí encuentran los buques si tuercen poco o mucho el derrotero. Y no bien se acerca diciembre y las tempestades del equinoccio, retrasadas, se desatan furiosas, no pasa día en que aquellas salvajes playas no se vean sembradas de mil despojos de naufragio.

Favorable para la caza la estación en que el otoño cede el paso al invierno, con frecuencia la pasábamos en L***, y más de una vez sucedió que Simón Monje —alias el Tío Gaviota— nos trajese a vender barricas de coñac o cajas de botellas pescadas por él sin anzuelo ni redes. El apodo de Simón dice bien claro a qué oficio se dedicaba desde tiempo inmemorial el viejo ribereño.

Las gaviotas, como todos saben, no abaten el vuelo sobre la playa sino al acercarse la tormenta y alborotarse el mar. Cuando la bandada de gaviotas se para graznando cavernosamente y se ven sobre la arena húmeda millares de huellas de patitas que forman complicado arabesco, ya pueden los marineros encomendarse a la Virgen, cuya ermita domina el cabo: mal tiempo seguro. A la primera racha huracanada, al primer bandazo que azota el velamen de la lancha sardinera, Simón Monje salía de su casa, y así que la mar se atufaba por lo serio en las largas noches del mes de Difuntos, solía verse vagar por los escollos una lucecica. El farol de Gaviota, que pescaba.


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4 págs. / 7 minutos / 45 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Mujeres Miran las Estrellas

Pablo Palacio


Cuento


Juan Gual, dado a la historia como a una querida, ha sufrido que ella le arranque los pelos y le arañe la cara.

Los historiadores, los literatos, los futbolistas, ¡psh!, todos son maniáticos, y el maniático es hombre muerto. Van por una línea, haciendo equilibrios como el que va sobre la cuerda, y se aprisionan al aire con el quitasol de la razón.

Sólo los locos exprimen hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales.

Los historiadores son ciegos que tactean; los literatos dicen que sienten; los futbolistas son policéfalos, guiados por los cuádriceps, gemelos y soleus.

El historiador Juan Gual. Del gran trapecio de la frente le cuelgan la pirámide de la nariz y el gesto triangular de la boca, comprendido en el cuadrilátero de la barbilla.

Mide 1 m. 63 ctms. y pesa 120 lbs. Este es un dato más interesante que el que podría dar un novelista. María Augusta, abandonando el tibio baño, secóse cuidadosamente con una amplia y suave toalla y colocóse luego la fina camisa de batista, no sin antes haberse recreado, con delectación morbosa, en la contemplación de sus redondas y voluptuosas formas.

Juan Gual, sorbiendo el rapé de los papeles viejos, descifra lentamente la pálida escritura antigua.

«Sor. Capitán Gral.: Enterado de que los Abitantes del pequeño Pueblo de Callayruc…»

El Copista, después de un momento contesta: «… de Callayruc»

«estavan mal impresionados con especies que su rusticidad…»

«… que su rusticidad»

Bueno, ¿y qué le importan al señor Gual los habitantes del pequeño pueblo de Callayruc? Lo que a mí el mismo señor Gual.

El cuentista es otro maniático. Todos somos maniáticos; los que no, son animales raros.


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4 págs. / 7 minutos / 45 visitas.

Publicado el 29 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Estampas del Faro

Gabriel Miró


Cuento


I. La aparición

El fanal rueda muy despacio, tendiendo sus aspas de polvo de lumbre, y alguna vez las traspasa un buho, un autillo, que rebota loco y cegado por el relámpago de su cuerpo.

Bajo, truena la mar, quebrándose en los filos y socavones de la costa, y se canta y se duerme ella misma, madre y niña, acostándose en la inocencia de las calas.

Todo el cielo como una salina de luces, que en el horizonte se bañan desnudas y asustadas. Y la vía láctea parece recién molida en la tahona de la claridad del faro.

Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome.

Yo he venido de una masía de montaña. Costra, el pastor, y los dos labradores viejos, me han mostrado con la cayada y con sus manos, rudas y grandes de apóstoles de pórtico, las aldeas y veredas del firmamento. Esa estrella roja no se veía. Pero es que esa estrella está más baja que la ventanita de mi dormitorio.

—Eso no es una estrella; es el faro de la isla.

—¡Otro faro! —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos!

—¡Casi juntos, no! Hay seis millas del uno al otro.

—Bueno: ¡y qué son seis millas!

Porque yo no lo sabía. Seis millas entre dos estrellas me hubiese parecido una distancia fabulosa de siglos; entre dos faros era tenerlos en mis manos como dos antorchas.


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14 págs. / 24 minutos / 42 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Amor y Muerte

Pablo Palacio


Cuento


A la vera del camino, tras un recodo de la loma, junto a los grandes ventisqueros y frente a los grandes pajonales que hace crecer el frío, estaba la choza de un viejo montañés de barbas patriarcales y canas, pronta a desvencijarse bajo el peso asolador del viento que ruge, la nieve que cae y el tiempo que pasa.

Fue en los estertores de un crepúsculo invernal, que en el límite visible del camino, se dibujó la silueta temblona de una Vieja, con el bordón a la mano y la espalda doblada bajo un fardo de penas. Fue acercándose lentamente por el camino intransitable y, su voz cansada, sonó extraña a los oídos del Viejo.

—Hermano: Habréis visto pasar por esta ruta a un peregrino joven, de mirar encendido, negra la cabellera, como el corazón de sus perseguidores; rojos sus cantos, con el rojo de los combates.

Sintió el Viejo un rebullir interno de Pasado y sus ojos quisieron ir más allá de los de aquella, cuyas palabras evocaban tiempos idos. Pasó por su boca rugosa una sonrisa amarga y por sus ojos apagados, un brillar de triunfo.

—Hacen veinte años —dijo— que llegué a esta choza, testigo tal vez de qué ignorados infortunios, de qué ignorados dolores, y sólo he visto pasar a labriegos de lejanas alquerías, en busca de ganado perdido y a las fieras de las montañas, en busca de presa que hacer.

—¡Veinte años! Veinte años justos hacen que partió ¡Cuánto he sufrido!

—Ven, hermana, ven, y bajo mi choza mal cubierta, junto a la lumbre débil, me contarás tus penas; y yo las mías, que no han salido nunca de estos labios viejos y sólo saben de ellas, las noches interminables, y los días solos, cuando no hay pan para las carnes exhaustas ni fuego para el cuerpo desvalido.

Y se sentaron juntos, y la llama dio un tinte rojizo a los rostros y las cosas todas…


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3 págs. / 6 minutos / 38 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

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