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El Cazador de Osos

Rosario de Acuña


Cuento


Estamos en Espinama. El escenario es digno de los personajes. Al norte, la gigantesca cordillera de los Picos de Europa, con sus lastrones de piedra cortados a pico sobre torrentes y ventisqueros coronados por el coloso morrón de Peña Vieja; bloque inmenso, de más de un kilómetro, que, como las antiguas esfinges egipcias, se eleva inmóvil sobre un basamento de granito, dominando con su majestad indescriptible las provincias de Santander, Oviedo, León y Palencia, gracias a sus 2605 metros de estatura, que a tanto alcanza su nevada cabeza sobre el nivel del Océano.

A derecha e izquierda del gigante, y en gradería monstruosa, escalonados hasta hundirse en los bosques, toda aquella familia de picos, conocidos por Las Granzas, Puerto Remoña, pico Riel, Peña Ándara, Alto de las Montañas, etcétera, cerrándose en anfiteatro sobre la verde y tersa pradera de Fuente De, en uno de cuyos repliegues burbujea y brota, filtrada desde las neveras inmediatas, el agua del Deva, cristalino arroyo sobre aquella meseta alpina y más tarde torrente espumoso que atraviesa todo el abrupto valle de La Liébana, para convertirse en ancho y profundo río en Buelles y Molleda, y formar en Unquera su abrazo con el mar, denominado ría de Tina Mayor.

Al sur, bosques inmensos y espesísimos revistiendo montañas que serían elevadísimas sobre otra cordillera que no fuese aquella espantosa mole de piedra.

Sobre los bosques, alzando sus crestones estriados de nieve, la masa conocida por Torre Cerrado, émula y rival de Peña Vieja, que, contando algunos metros menos de elevación que aquella reina de los Picos, se levanta enfrente de ella como provocándola a eterno desafío con sus pedrizas verticales y sus despeñaderos revestidos de finísimo heno, para hacer más peligrosos y más atractivos sus abismos inmedibles.


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8 págs. / 14 minutos / 135 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2019 por Edu Robsy.

El Marqués de Lumbria

Miguel de Unamuno


Cuento


La casona solariega de los marqueses de Lumbría, el palacio, que es como se le llamaba en la adusta ciudad de Lorenza, parecía un arca de silenciosos recuerdos de misterio. A pesar de hallarse habitada, casi siempre permanecía con las ventanas y los balcones que daban al mundo cerrados. Su fachada, en la que se destacaba el gran escudo de armas del linaje de Lumbría, daba al Mediodía, a la gran plaza de la Catedral, y frente a la ponderosa y barroca fábrica de ésta; pero como el sol la bañaba casi todo el día, y en Lorenza apenas hay días nublados, todos sus huecos permanecían cerrados. Y ello porque el excelentísimo señor marqués de Lumbría, don Rodrigo Suárez de Teje da, tenía horror a la luz del Sol y al aire libre. «El polvo de la calle y la luz del Sol —solía decir— no hacen más que deslustrar los muebles y echar a perder las habitaciones, y luego, las moscas…» El marqués tenía verdadero horror a las moscas, que podían venir de un andrajoso mendigo, acaso de un tiñoso. El marqués temblaba ante posibles contagios de enfermedades plebeyas. Eran tan sucios los de Lorenza y su comarca…

Por la trasera daba la casona al enorme tajo escarpado que dominaba al río. Una manta de yedra cubría por aquella parte grandes lienzos del palacio. Y aunque la yedra era abrigo de ratones y otras alimañas, el marqués la respetaba. Era una tradición de familia. Y en un balcón puesto allí, a la umbría, libre del sol y de sus moscas, solía el marqués ponerse a leer mientras le arrullaba el rumor del río, que gruñía en el congosto de su cauce, forcejando con espumarajos por abrirse paso entre las rocas del tajo.


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15 págs. / 27 minutos / 134 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Canto de las Aguas Eternas

Miguel de Unamuno


Cuento


El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones.

Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que corre invisible en el fondo de la sima.

Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama.

—Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha.

—No puedo, muchacha —le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes que el sol se ponga tras sus torreones.

—Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado?

—Sí que lo estoy, muchacha.

—Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate.

Y le abrió sus brazos ofreciéndole el seno.


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5 págs. / 9 minutos / 134 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alma de Sirena

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya los cipreses del campo santo no resaltaban sobre fondo de púrpura, sino sobre el lánguido matiz de agua marina que precede a la obscuridad. Leonelo, llevando en un cestillo su cosecha de flores de muerte, salió del recinto, y por el sendero, apenas abierto entre la hierba húmeda, se dirigió a la quinta, en cuyas vidrieras aún espejeaba el último rayo del sol poniente.

Llenaban y acentuaban la soledad ruidos extraños, cadencias amortiguadas, suaves, que sugerían algo no perceptible para los sentidos. Eran quizás susurros de follaje estremecido por los dedos de sombra de la noche; revueltos de aves acomodándose en el nidal, para dormir erizando sus plumas; quejas flébiles del agua, que en las horas nocturnas solloza libremente, sin tener que reprimirse ante la alegre y burlona mirada del sol; resonancias del mar en la no lejana playa, propagadas en el aire tranquilo, con fúnebre solemnidad de hondo canto gregoriano, y, transmitidas de eco en eco, estrofas de cantares pastoriles, allá en el monte, donde se recogían al establo los lentos bueyes y las vacas de temblantes ubres. Leonelo se detuvo un instante, acortado de aliento, y se sentó en una piedra vieja, toda mullida de musgo, a escuchar aquel concierto vagamente difundido por los ámbitos del aire sosegado ya. De la cestilla ascendía aroma: Leonelo, al aspirarlo, sintió una embriaguez de recuerdos. Se levantó y continuó su camino.


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3 págs. / 6 minutos / 133 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Amor y la Muerte

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Con gran frecuencia ocurren los llamados crímenes de amor. Relatan los periódicos casi a diario sucesos dramáticos, en los que hiere la mano a impulso de los celos; describen suicidios, en los cuales una vida se suprime fríamente, abandonando las filas humanas por miedo a la soledad, después de las dulzuras del idilio, por el desesperado convencimiento de que ya no podrá marchar sintiendo el contacto de la carne amada, roce embriagador que mantiene lo que algunos filósofos llaman estado de ilusión y ayuda a soportar la monotonía de la existencia.

¡El Amor y la Muerte!… Nada tan antitético, tan opuesto, y, sin embargo, los dos caminan juntos, en estrecho maridaje, desde los primeros siglos de la Humanidad, tirando uno del otro, cual inseparables cónyuges, como marchan a través del tiempo la noche y el día, el invierno y la primavera, el dolor y el placer, no pudiendo existir el uno sin el otro.

«Te amo más que a mi vida», dice el jovenzuelo, despreciando su existencia, apenas formula los primeros juramentos de amor.. «¡Morir!, ¡morir por tí!», murmura el hombre junto a una oreja sonrosada, cuando, agotadas las frases de adoración, se esfuerza por concentrar en una definitiva y suprema frase todo su apasionamiento. «¡No volver a la vida! ¡Quedar así por siempre!», suspiran los enamorados, mirándose en el fondo de los ojos, mientras corre por sus nervios el estremecimiento del más dulce de los calofríos; y este deseo de anularse, de no despertar jamás del grato nirvana, surge inevitablemente, como si el amor sólo pudiera crecer y esparcirse a costa de la vida.

Tal vez reconoce su fragilidad, y adivinando que puede desvanecerse antes que acabe la existencia de los enamorados, implora, por instinto de conservación, el auxilio de la muerte.


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5 págs. / 10 minutos / 132 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Calabozo Número 5

Baldomero Lillo


Cuento


—¡Bah! ¡Un carcelero!

—Que tiene un corazón de oro.

La irónica mirada que me dirigió Rafael picó vivamente mi amor propio.

—¿De modo —insistí— que niegas que don Serafín, por el puesto que desempeña, sea un hombre bueno, de sentimientos nobles y humanitarios? Pues yo te aseguro que es la persona más culta, agradable y afectuosa que he conocido.

La incredulidad y el escepticismo de mi interlocutor para apreciar las acciones de los demás me ponía nervioso, y generalmente nuestras polémicas sobre este tópico terminaban en disputa.

Esta vez la controversia me excitaba más que de costumbre, pues se trataba de una persona a quien yo conocía muy de cerca. Era mi vecino y nos unían relaciones estrechas y cordiales.

—Amable, sí, no lo niego. Demasiado amable y además tiene la mirada falsa.

Esto ya era demasiado y deteniéndome bruscamente sujeté por un brazo al doctor que caminaba silencioso a mi derecha y dije a Rafael, con el tono seguro y convencido del que se encuentra en terreno sólido.

—Esta vez, maldiciente incorregible, tendrás que confesar, mal que te pese, que te has equivocado.

Los tres nos hallábamos en ese instante a cien metros escasos de la entrada principal de la cárcel penitenciaria. La pesada y sombría fachada del edificio se destacaba entre los altos olmos de la avenida y bajo el cielo gris plomizo de aquella mañana de otoño, con tonos lúgubres que despertaban en el espíritu las ideas melancólicas q1ue evocan las tumbas y los cementerios.

Ahí, detrás de aquellos muros, reinaba también la muerte, pero una muerte más fría, más callada, más pavorosa que la pálida moradora del campo santo.


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 129 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

El Doble Sacrificio

Juan Valera


Cuento


EL PADRE GUTIÉRREZ A DON PEPITO

Málaga, 4 de abril de 1842.

Mi querido discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar, vive hace dos en mi casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones, recibe con frecuencia cartas de ahí y está al corriente de todo. Por ella sé cosas que me inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible, me digo, que un joven tan honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien la metafísica y la moral, cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario, se conduzca ahora de un modo tan pecaminoso? Me horrorizo de pensar en el peligro a que te expones de incurrir en los más espantosos pecados, de amargar la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus canas, y de ser ocasión, si no causa, de irremediables infortunios. Sé que frenéticamente enamorado de doña Juana, legítima esposa del rico labrador don Gregorio, la persigues con audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que ella se te resiste. Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando a preparar los vinos y a enjertar las cepas en mejor vidueño; pero lo que tú enjertas es tu viciosa travesura, y lo que tú preparas es la desolación vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de haberse casado, ya viejo, con una muchacha bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por amor de Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal empresa y vuélvete a Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve, y si no quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.

DE DON PEPITO AL PADRE GUTIÉRREZ

Villalegre, 7 de abril.


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8 págs. / 14 minutos / 128 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Alcalde de Orbajosa

Miguel de Unamuno


Cuento


(Etopeya)

Nos llevó a Orbajosa el ansia de conocer a su famoso alcalde que se decía ser el primer tocador de ocarina, el primer criador de gansos y el primer jugador de tángano de la muy esforzada, muy hazañosa y muy rendida ciudad real. Pretendía ser, desde luego, el primer orbajosano, y era profesional del optimismo, por lo menos de pico. Al hablar de él, los orbajosanos se guiñaban el ojo. Y esto porque la primacía histriónica del famoso alcalde era un valor entendido, y todos querían estar a bien con él, pues era quien condonaba las multas.

De vez en cuando el alcalde se iba a la plaza pública de Orbajosa con sus compinches y amigotes —los que le reían las gracias y le celebraban los chistes— a jugar allí a! tángano, delante de los papanatas de la ciudad para que éstos le aplaudiesen las jugadas. Que es, por ejemplo, como si un soberano que se cree ágil de piernas se pone a saltar en público para que sus súbditos le admiren como saltarín y aun haya quienes le aplaudan por ello.

Habíamos sido previamente presentados al singular alcalde, y éste, al vernos que nos detuvimos un momento a verle jugar al tángano, se dirigió hacia nosotros y con su característica llaneza —el alcalde se precia de campechano— nos dijo:

—Eh, ¿qué tal?

—Que esto de ponerse a jugar así al tángano, en público, nos parece neroniano, señor —le dijimos.

—¿Neroniano? ¿Pero me cree usted un Nerón?

—Lo característico de Nerón, señor, no fue la crueldad. A sus actos de crueldad le llevó el histrionismo, su manía teatral, el empeño de ser el primero en una porción de cosas, entre ellas el cantar, que no era de su oficio. Nerón debió contentarse con ser un buen emperador de Roma, cumplidor de las leyes, y vuestra ilustrísima...

—¡Excelencia, amigo excelencia!


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2 págs. / 4 minutos / 125 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Brasileño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando nos reuníamos en el café los nacidos en una misma tierra (por entonces no había centros regionales ni cosa que lo valiese), acostumbraba sentarse a nuestro lado un viejo curtido como cordobán, albardillado, recocido al sol, muy mal hablado, y que en sus ojos, todavía claros y de mirada fija, conservaba la vivacidad de la juventud. Sabíamos de él que se llamaba don Jacobo Vieira, y que había sido marino y corrido mucho. Sobre esta base podíamos fantasear a gusto; pero no nos ocupábamos en tal cosa. Allí se discutía asaz, sobre todo de política, pero nadie preguntaba a nadie su vida pasada.

Cierto día noté que don Jacobo lucía una presea que me llamó la atención. Sobre su chaleco de blanco piqué, tieso y mal planchado, ostentaba pesado medallón de oro, en cuyo centro fulguraba gruesa piedra amarilla.

—¡Vaya un topacio que se trae don Jacobo hoy! —dijeron varios.

Sólo yo, más inteligente en pedrería, comprendí que no se trataba de topacio, sino de un espléndido brillante.

La piedra, rara por su color y tamaño, hizo que mi curiosidad se fijase más aguda en don Jacobo. Le esperé a la salida, emparejé con él, y bajamos la calle de Alcalá platicando. Él vivía en el barrio de Salamanca.

—Ese brillante —le dije—, ¿es brasileño? ¡Sabe usted que vale algo el directo!

—¡Ya lo creo! —respondió—. ¡Cómo que me lo ha dado una reina que se enamoró de mí!

—¿Una reina?

—Vamos al decir... reina... de salvajes.

Me eché a reír, mostrando gran alborozo e interés, para arrancar al viejo el relato de la aventura de la lejana mocedad.


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5 págs. / 9 minutos / 124 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Error de las Hadas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se encontraron las dos hadas a orillas de una presa de molino, la más encantadora que puede soñarse. El agua era fina, pura, bajo el espumarajeo que levantaba la rueda, y en la superficie, en los momentos de calma, las efímeras, en un rayo de sol, tejían sus contradanzas, y las argironetas o arañas acuáticas jugaban, con sus luengas patitas, a ver quién rasaba el agua con más agilidad y presteza. Espadañas lanceoladas y poas de velludo marrón revestían las márgenes. Flores no había, porque era invierno; caía la tarde del 31 de diciembre.

Al verse, las hadas se sonrieron como buenas amigas. Representaban, sin embargo, dos cosas en apariencia inconciliables: la una era el hada de la vida, y la otra el hada de la muerte.

—Hemos llegado al mismo tiempo —dijo la rosada a la pálida—. ¡Y cuidado que tenemos quehaceres las dos! Crece tanto el género humano, que no se sabe cómo hacer para atender a todo. Yo he solicitado del Ser Supremo unas hadas auxiliares...

—¡Qué casualidad! —exclamó la descolorida—. Yo lo mismo. Pero, a pesar de eso, no puedo descansar ¡buenas cosas harían si me descuidase! He de andar siempre vigilando, y a ti, hermana, te sucederá dos cuartos de lo mismo.

—¡Vaya! ¡Cualquiera se fía! Hay que ocuparse en persona, sobre todo en caso como éste. Ahí, detrás de esta puerta carcomida, en el molino antiquísimo de la Eternidad, va a expirar el año viejo y a nacer el nuevo. La pobre, caduca Eternidad (entre nosotros sea dicho, hermana), creo que ya no está para estos trotes. ¡Muchos años dura la faena de la infeliz! Nadie ha podido contar el número de sus hijos: mejor se contarían las arenas del mar y el polvillo cósmico del firmamento...

—Pues el caso es que parece una muchachita, declaró alegremente el hada de la vida.

—¡Sí, fíate de apariencias!, marmoteó la fúnebre.


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3 págs. / 5 minutos / 123 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

4647484950