Servía yo, hace ocho años, el curato de Lurin, y fui llamado para
administrar los sacramentos a una joven que se moría de tisis.
Trajéronla de Lima en la esperanza de curarla; pero aquella enfermedad
inexorable seguía su fatal curso, y se la llevaba.
¡Un ángel de candor, bondad y resignación! Alejábase de la vida con
ánimo sereno, deplorando únicamente el dolor de los que lloran en torno
suyo.
Mas en aquella alma inmaculada había un punto negro: un resentimiento.
—Pero, hija mía, es necesario arrojar del corazón todo lo que pueda
desagradar al Dios que va a recibiros en su seno: es preciso perdonar
—la dije.
—Padre, lo he perdonado ya— respondió la moribunda—, es mi hermano y
mi amor fraternal nunca se ha desmentido. ¡Mas, en nombre del cielo, no
me impongáis su presencia, porque me daría la muerte!
—Ese mal efecto se llama rencor —la dije, con severidad— y yo, que
recibo vuestra confesión, yo, ministro de Dios, os ordeno en su nombre
que llaméis a vuestro hermano y le deis el ósculo de perdón.
—Hágase la voluntad de Dios —murmuró la joven, inclinando su pálida
frente. Y yo, haciendo montar a caballo a un hombre de la familia lo
envié inmediatamente a Lima.
La enferma fue una brillante joya del gran mundo; codiciada por su
belleza y sus virtudes. Mas, ella, que recibió siempre indiferente los
homenajes de los numerosos pretendientes que aspiraban a su mano,
fijóse, al fin, en un joven militar, valiente, buen mozo y estimable;
pero que por desgracia se concitara la enemistad del hermano de su novia
en una cuestión política. Nada hay tan acerbo como un odio de partido; y
si el oficial sacrificó el suyo al cariño de la hermana de su enemigo,
este prohibió a aquella recibir al militar, sublevó contra él a la
familia, y rompió la unión deseada.
Leer / Descargar texto 'El Fantasma de un Rencor'