Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la
calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se
siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón
a la naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las
observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de
cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y
parte.
Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día,
feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la
precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué.
Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener
menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa
infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la
mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del
abra de espartillo.
Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que
su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo
costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes
o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días
anteriores.
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