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Sor Aparición

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:


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5 págs. / 10 minutos / 98 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ester Primavera

Roberto Arlt


Cuento


Me domina una emoción invencible al pensar en Ester Primavera.

Es como si de pronto una ráfaga de viento caliente me golpeara el rostro. Y sin embargo, la cresta de las sierras está nevada. Carámbanos blancos aterciopelan las horquetas de un nogal que está al pie de la buhardilla que ocupo en el tercer piso del Pabellón Pasteur en el Sanatorio de Tuberculosos de Santa Mónica.

¡Ester Primavera!


Su nombre amontona pasado en mis ojos. Mis sobresaltos rojos palidecen en sucesivas bellezas de recuerdo. Nombrarla es recibir de pronto el golpe de una ráfaga de viento caliente en mis mejillas frías.

Estirado en la reposera, cubierto hasta el mentón con una manta oscura, pienso de continuo en ella. Hace setecientos días que pienso a toda hora en Ester Primavera, la única criatura que he ofendido atrozmente. No, ésa no es la palabra. No la he ofendido, hice algo peor aún, arranqué de cuajo en ella toda esperanza de la bondad terrestre. No podrá tener nunca más una ilusión, tan groseramente le he retorcido el alma. Y esa infamia dilata en mi carne una tristeza deliciosa. Ahora sé que podré morir. Nunca creí que el remordimiento adquiriera profundidades tan sabrosas. Y que un pecado se convirtiera en una almohada espantosamente muelle, donde para siempre reposaremos con la angustia que fermentamos.

Y sé que ella nunca me podrá olvidar, y la mirada fija de la alta criatura, que camina moviendo ligeramente los hombros, es la única belleza que me atornilla al mundo de los vivos que dejé por este infierno.


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Dominio público
17 págs. / 31 minutos / 97 visitas.

Publicado el 28 de abril de 2023 por Edu Robsy.

¡Lindo Pueblo!

Javier de Viana


Cuento


Ivirapitá es una aldea que se parece a los viejos: cada año que trascurre se achica algo más.

Tiene muchas calles y pocas casas, un par de docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que antes hubo más; pero se fueron secando como los paraísos de la plaza.

Y a medida que disminuye la población humana, aumenta la perruna. Hay en el pueblo una enormidad de perros; pero como todos son perros pobres, le temen a la policía y no se meten con las personas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo que nadie sabe de qué viven las tres cuartas partes de los habitantes del pueblo. Don Macario—a quien interrogamos al respecto—nos ilustró diciendo:

—En verano, de siesta, mate amargo y máiz asao.

—¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de maíz!

—No; pero a media legua, o tres cuartos de legua de aquí, hay estancias que tienen chacras.

—¡Comprendo!... ¿Y en invierno?...

—En invierno, es fácil agenciarse una o dos ovejas por semana.

—¿Cómo?

—Pues... carniando como los zorros, en las noches oscuras.

La siesta era, en efecto, algo así como un vicio en Ivirapitá. Debían dormir durante todo el día, pues aparte de algunos chicos haraposos y de los perros famélicos, rara vez se veía un transeunte por la calle, cuyas pasturas proporcionaban abundante alimento a los matungos de la policía y a las mulas del pulpero, único comerciante del pueblo.

Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería, ni carnicería, ni mucho menos escuela; y en cuanto a la policía, estaba constituída por un cabo y dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban en la trastienda de la pulpería, chupando ginebra y jugando al truco.

—¡Parece mentira que ni gallinas se vean en este pueblo!—exclamamos.

—Antes habían muchas; pero se acabaron.

—¿Alguna peste?


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2 págs. / 3 minutos / 96 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Dos Amigos

Fernán Caballero


Cuento


Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llanura de Andalucía, árida y estéril. No corrían por ella ríos ni arroyos, secas yacían las flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban allí algunos espinos, lentiscos y aloes, cuya dureza resiste el rigor de las estaciones. Un furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como lava de volcán. —El cielo puro y el día claro parecían sonreírse al dar tormentos a la tierra. —Sólo los ganados del país, con su dura piel, y el animoso e impasible español, que desprecia todo padecimiento físico, podían tolerar aquella encendida atmósfera; ellos, durmiendo, y él, cantando!

Veíanse sobre esta llanura el 20 de Agosto de 1782 las muestras de un reciente combate; caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y teñidas de sangre. —A lo lejos desfilaba en buen orden un destacamento inglés. — A otro lado, el comandante de un escuadrón español ocupábase en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para perseguir a los ingleses, que, inferiores en número, se retiraban con la calma de vencedores.

En el que había sido campo de batalla, un joven, sentado en una piedra al pie de un acebuche, apoyaba en el tronco su pálido rostro; mientras que otro joven, en cuya fisonomía se manifestaba la más violenta desesperación, arrodillado a sus pies, procuraba detener con un pañuelo la sangre que le corría del pecho por una ancha herida.

—¡Ah, Félix, Félix! —exclamaba con la mayor angustia—. ¡Vas a morir, y por mi causa! Has recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba destinado. ¿Por qué, generoso amigo, me libraste de una gloriosa muerte, para entregarme a una vida de desesperación y de dolor?


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9 págs. / 16 minutos / 93 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bécquer

Ángel de Estrada


Cuento


Yo he asistido á una evocación que se hizo en mi espíritu casi carne y alma, en una antigua posesión jesuítica.

Acabábamos de cruzar la única nave de la iglesia para ver su atrio. Los viejos ladrillos agrietados, se erizaban de musgos, dentro de un parapeto en semi-círculo. A veinte metros, una ranchería ruinosa, vivienda de antiguos esclavos, envejecía á la sombra de algarrobos seculares. Nos detuvimos al pie del templo. Los techos de teja remedaban calados góticos de firme y burdo dibujo, en el aire sutilizado de la tarde.

Las ojivas con láminas de cera, cubiertas del polvo empedernido de los años; las torres unidas por anguloso puente descascarado; los esquilones sin lengua, rotos y verdeantes, acrecían la soledad desamparada del paisaje. Desde el atrio se veía el valle, cerrado por sierras de violento perfil al oeste, y al este empenachadas de fraguas de oro, con humos, chispas y rayos que se perdían en las sombras arboladas de las bases. El espíritu, angustiado por la tristeza llena de pensamientos que exhalaba el templo meditabundo, quería fundirse como una nube en la sublime serenidad del ambiente.

Una acequia de diáfano raudal, con voz acariciadora, corría serpeante, y como voz de la tarde evocaba el Angelus de los antiguos indígenas.

Nos deslizamos después al cementerio, que tenía uno de sus lados en la pared del templo.

Dos ángeles de tosca madera presidían la vegetación espontánea del recinto, y varias tumbas, como cilindros truncos, asomaban á flor de tierra.

El aire parecía inmovilizado en el misterio del silencio, y la paz descendía del color del cielo, resbalando sobre los árboles que asomaban por las tapias.


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1 pág. / 2 minutos / 92 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Recuerdos de un Pintor

Ángel de Estrada


Cuento


¡Cómo sufrí en aquel primer año de prueba! Yo predicaba la concordia que engendra la fuerza, comprendiendo que en un medio poco propicio es necesaria. Y decía: — combatid si queréis las manifestaciones de tal talento, pero no neguéis el talento; desdeñad los frutos, pero no hiráis de muerte el tronco; no desarméis un caballero frente á la grosería triunfante.

Se trataba de un cuadro del más fuerte realismo, y allí estaba yo para admirar lo bueno y saltar con generosidad sobre lo malo ó mediocre. Se discutía á un refinado, á un pintor esencialmente intelectual, y mi visión del arte cambiaba para defenderle con brío. Y así yo que había encomiado excelencias de obras realistas llegué á exclamar ante fantasías de ensueño, de dibujo indeciso y concepción vaga:

— Saludemos con amor á estas mujeres pensativas, ya negras como el luto, ya blancas como corderos pascuales, entre calles de árboles silenciosos, reflejadas sobre cielos de pesadilla, bogando en mares desolados, que traen por vida, una luz de más allá de los ojos.

Aplaudía, pués, con el entusiasmo de mis veinte años, lo más diverso, si adivinaba en las tintas la vibración de un alma de elegido. Para mí se usó la forma contraria, y me retiré amargado, sin más recuerdo cariñoso, que el del maestro que enterré un día, sin pensar que enterraba con sus consejos y lecciones, el regocijo de mis años juveniles.


* * *


De vuelta del campo, expuse un cuadro. Declaró la crítica que no era pintor, ni lo sería jamás y que aquel paisaje era un epitafio.


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9 págs. / 16 minutos / 88 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Invitado

Horacio Quiroga


Cuento


Tras aquel accidente de automóvil que me costó el uso de dos dedos, sufrí en el curso de la infección una carga de toxinas tan extrahumanas, por decirlo así, que las alucinaciones a que dieron lugar no tienen parangón con las de no importa qué delirio terrenal.

Por fuera, era la calma perfecta; pero en el fondo del ser humano yacente y tranquilo, la psiquis envenenada batía tan convulsivamente las alas, que los inauditos tumbos que hemos dado juntos, la psiquis y yo, sólo mi médico pudo valorarlos cuando a la mañana siguiente le expresé mi angustia.

—No es nada —me dijo el galeno, hombre más inteligente que yo—. Eso se paga.

—¿Qué «eso»?

—Su facultad de entrever regiones anormales cuando escribe. Esa facultad no la posee usted gratis, y tiene que pagarla.

¡Al diablo con el médico!

Puede que tenga razón, a pesar de todo. Si la tiene, acaso sea él el único que comprenda lo que contaré dentro de un instante. Si ha errado, en cambio, una vez más, cargaré el relato en cuenta de las no aún bien estudiadas toxinas A, B, C, Y y Z, que a modo de las vitaminas en otro orden, rigen, exaltan, confunden o aniquilan las secreciones mentales.

La situación en que nos hallamos hoy mi mujer y yo tiene su origen en un incidente trivial, el más nimio de los que cercan día y noche a un hombre que escribe para el público: el pedido de un libro suyo.

Por naturaleza soy reacio a ofrecer libros míos. Creo entender que es la vanidad, más que el deseo de leernos, la determinante de tales petitorios. Por esto presté oído de mercader a la hija de un amigo mío la vez que me pidió un libro para un señor Fersen, capaz como pocos, según afirmó, de comprender mis historietas más «anormales».


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5 págs. / 9 minutos / 86 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¿Quién Teme al Lobo Feroz?

Isabel Petrus


Cuento


Es un jueves cualquiera, o podría serlo. Pero no. Es jueves, siete de enero, y son las diez y media de la noche. Mi amiga Laly lleva ocho horas en el quirófano, y yo estoy sentada al lado del teléfono, esperando una llamada que me diga, simplemente:

—Todo ha ido bien. No hay peligro, y Laly se recupera.

Pero no. No llega esta llamada, que me haría reconciliarme hoy con el mundo. Elisa, amiga mutua y cuñada de Laly, ha prometido llamarme apenas su marido, Paco, la llame desde la clínica Quirón. Y yo mato las horas y la angustia escribiendo, mientras este maldito teléfono se empeña en permanecer mudo.

Porque Laly es mucha Laly, incluso dormida, incluso bajo los efectos de la anestesia. Incluso luchando, como hace ahora, por volver a la vida normal, esta vida que nos gusta a todos, y que suele despertarse cualquier viernes, cuando me llama.

—¿Bel? ¿Terminarás hoy muy tarde?

Y yo ya sé, entonces, que es una buena noche para dar una vuelta, para despejar fantasmas, para enfrentamos juntas a este vivir de cada día que se asoma sin remedio, sin solución, y que sólo estos buenos ratos nos ayudan a sobrellevar.

Y a Laly y a mí, entonces, nos encanta tomar una pizza en el puerto, cuando el buen tiempo nos lo permite, o cualquier cosa en La Jarrita. La noche, aunque sea larga, resulta corta para estas amigas que, de vez en cuando, juegan a recuperar unos tiempos que, de ningún modo, pueden morir en el recuerdo. Luego, por supuesto, Es Cau, es nuestro mejor sitio. Allí mueren muchas angustias, entre las canciones de Biel, la dulce guitarra de Curro, y los comentarios que bordean la broma:

—Manitas de plata, eres un manitas de plata —repite Biel, entre canción y canción.

Y yo les pido, como siempre, que canten «Si tu me dices ven», esta canción que hace soñar, imaginar un mundo imposible.


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Licencia limitada
3 págs. / 6 minutos / 86 visitas.

Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Lo Que Hace el Diablo

Silverio Lanza


Cuento


Salía yo de una casa de la calle del Prado, donde había pasado la velada viendo cuadros disolventes, y salí, como es mi costumbre, renegando de la perversidad humana que aficiona á los hombres y a las mujeres á permanecer juntitos y á oscuras.

Y marchaba renegando del sensualismo ajeno y del frío de aquella noche, cuando observé que por la acera opuesta bajaba una real moza. Me paré en la esquina de la calle del Baño y me puse á contemplar aquellos andares. Al llegar enfrente de mi


La donna tutta á me si torse,


pero siguió andando.

Se me fueron los ojos detrás de aquel prodigio de gentileza, y por igual camino se me fueron los pies.

Paróse mi perseguida en la entrada de la calle de Cervantes, y yo pasé delante de la buena moza. El sitio era oscuro, y mi vista es corta; conque sólo pude asegurarme de que la flamenca llevaba la cara oculta por la toquilla y un paquete escondido debajo del mantón.

Anduve como seis pasos, y me paré, suponiendo que mi conquistada me seguiría, pero no la ví.

Esa huye —me dije—, me ha dado mico, y se marcha por la calle del León; pero en esta calle tampoco hallé á la taimada.

Y estaba tragándome aquel camelo cuando me ocurrió la idea de que la barbiana hubiera subido á la casa de préstamos, é inmediatamente subí, abrí la mampara, y allí estaba arrimada al mostrador.

Pregunté si había de venta algún alfiler de corbata; me contestaron que tenían muchos: prometí volver al día siguiente, y me marché, después de haber visto que el objeto empeñado era una manta, y que, sobre ésta, habían prestado cincuenta reales.

La desconocida corría como una liebre, pero la alcancé, y la dije:

—Señora, permítame usted que...

—Hágame usted el favor de retirarse.

—Después, señora, pero antes ruego á usted de nuevo que me escuche.

Yo me acercaba, y la mujer huía casi á saltos.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 86 visitas.

Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Una Tarde de Domingo

Roberto Arlt


Cuento


Eugenio Karl salió aquella tarde de domingo a la calle, diciéndose: “Es casi seguro que hoy me va a ocurrir un suceso extraño”.

El origen de semejantes presagios lo basaba Eugenio en las anómalas palpitaciones de su corazón, y éstas las atribuía a la acción de un pensamiento distante sobre su sensiblidad. No era raro que atenaceado por un presentimiento vago tomara precauciones concretas o procediera de forma poco normal.

Su táctica en este sentido dependía de su estado psíquico. Si estaba contento admitía que el presagio era de naturaleza benigna. En cambio, si su humor era sombrío evitaba incluso salir a la calle por temor a que se le cayera encima de la cabeza la cornisa de un rascacielos o un cable de corriente eléctrica.

Pero, generalmente, le agradaba abandonarse al presagio, ese incierto deseo de aventura que subsiste en el hombre de temple más agrio y pesimista.

Durante más de media hora siguió Eugenio al azar por las veredas, cuando de pronto observó a una mujer envuelta en un tapado negro. Avanzaba hacia él sonriendo con naturalidad. Eugenio la reconsideró con el ceño enfoscado, sin poder reconocerla, y pensando simultáneamente:

“Las costumbres de las mujeres afortunadamente son cada vez más libres.”

De pronto ella exclamó:

–¿Cómo le va, Eugenio?

Karl despegó instantáneamente de la neblina que envolvía curiosidad:

–¡Ah! ¿Es usted, señora? ¿Cómo le va?

Durante una fracción de segundo Leonilda lo reconsideró con sonrisa lacia, equívoca, mientras que Eugenio se informaba:

–¿Y Juan?...

–Salió, como de costumbre. Ya ve, me dejó solita. ¿Quiere venir a tomar el té conmigo?

Leonilda hablaba despacio, indecisa, con su sonrisa relajada por una fatiga lasciva que inclinándole la cabeza sobre un hombro la obligaba a mirar al hombre entre los párpados semicerrados, como si tuviera ante los ojos un sol centelleante.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 84 visitas.

Publicado el 19 de abril de 2023 por Edu Robsy.

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