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La Intolerancia

José María de Pereda


Cuento


Al señor don Sinforoso Quintanilla

Bien saben los que a usted y a mí nos conocen, que de este pecado no tenemos, gracias a Dios, que arrepentirnos.

No van, pues, conmigo ni con usted los presentes Rasguños, aunque mi pluma los trace y a usted se los dedique; ni van tampoco con los que tengan, en el particular, la conciencia menos tranquila que la nuestra, porque los pecadores de este jaez ni se arrepienten ni se enmiendan; además de que a mí no me da el naipe para convertir infieles. Son, por tanto, las presentes líneas, un inofensivo desahogo entre usted y yo, en el seno de la intimidad y bajo la mayor reserva. Vamos, como quien dice, a echar un párrafo, en confianza, en este rinconcito del libro, como pudiéramos echarle dando un paseo por las soledades de Puerto-Chico a las altas horas de la noche. El asunto no es de transcendencia; pero sí de perenne actualidad, como ahora se dice, y se presta, como ningún otro, a la salsa de una murmuración lícita, sin ofensa para nadie, como las que a usted le gustan, y de cuya rayano pasa aunque le desuellen vivo.

Ya sabe usted, por lo que nos cuentan los que de allá vienen, lo que se llama en la Isla de Cuba un ¡ataja! Un quidam toma de una tienda un pañuelo... o una oblea; le sorprende el tendero, huye el delincuente, sale aquél tras éste, plántase en la acera, y grita ¡ataja!, y de la tienda inmediata, y de todas las demás, por cuyos frentes va pasando a escape el fugitivo, le salen al encuentro banquetas, palos, pesas, ladrillos y cuanto Dios o el arte formaron de más duro y contundente. El atajado así, según su estrella, muere, unas veces en el acto, y otras al día siguiente, o sale con vida del apuro; pero, por bien que le vaya en él, no se libra de una tunda que le balda.


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13 págs. / 23 minutos / 36 visitas.

Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Función de Títeres

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Si eran ó no verídicas las voces que corrían en el pueblo de Villabrin á propósito de la conducta de Marcela, la hija del alcalde, sirviendo de sabrosos chichisveos entre mozas y mozos, sábelo Dios; lo que sí se sabía era que tío Juan, el padre, andaba cariacontecido, sin atreverse — á pesar de su autoridad y de las simpatías que gozaba en el pueblo — á meterse, como de costumbre, en la lonja á formar tertulia con los dueños y tres ó cuatro notables del lugarejo que á primera hora de la noche allí se congregaban: si alguien le pedía noticias de su hija, poníasele al hombre torva la faz, y con acento que helaba por lo frío, gruñía un «¡Está buena!», que no alentaba á continuar el interrogatorio. Además de esto, que ya era bastante para fijar la atención de sus convecinos, ni el alcalde ni su hija asistían á la iglesia en los días de precepto. Decíase que Marcela estaba como reclusa en el caserón paternal; algunas tardes, cerca de anochecido, los que cruzaban por delante de la alcaldía veían á la moza asomada á una de las ventanas contemplando tristemente la vega, llena de verdor y susurrante al ser azotadas las cañas de los maizales por el viento ábrego.

Empezábanse á cotejar fechas y á recordar detalles que pasaron inadvertidos: que no hay juez instructor más diligente que una aldea á caza de un misterio. Asegurábase que la reclusión de la moza, el mal humor y el retraimiento del padre, databan desde el día aquel en que regresó á la corte César, un lejano pariente de tío Juan, que vino de Madrid á pasar una temporada en el pueblo: que César y Marcela fueron novios en tal tiempo, podía jurarse, aunque los interesados jamás confiaron á nadie su noviazgo: que tío Juan no veía estas relaciones con malos ojos, era cosa indudable, porque el pariente poseía un bonito caudal y… ¿á quién le amarga un dulce?


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8 págs. / 14 minutos / 36 visitas.

Publicado el 21 de julio de 2023 por Edu Robsy.

El Tonel de Amontillado

Horacio Quiroga


Cuento


Poe dice que, habiendo soportado del mejor modo posible las mil injusticias de Fortunato, juró vengarse cuando éste llegó al terreno de los insultos. Y nos cuenta cómo en una noche de carnaval le emparedó vivo, a pesar del ruido que hacía Fortunato con sus cascabeles.

Frente al gran espejo de vidrio, fijo en la pared, Fortunato me hablaba de su aventura anterior —el traje aún polvoreado de cales— preguntándome si quería verle reír. La verdad de aquella identificación tan exacta con el noble Fortunato me divertía extraordinariamente, tanto como sus cascabeles, algo apagados, es verdad, por el largo enmohecimiento.

Las parejas que cruzaban bailando no nos conocían: es decir, conocían a Fortunato, pero éste fingía tan bien las risas de Fortunato y, además, estaba tan alegre, que nuestra estación frente al espejo de vidrio fue completamente inadvertida. Y del brazo, recordándome sus anteriores injusticias, pasamos al bufet, donde bebimos sin medida.

—Esto es champaña —me decía Fortunato—; reaviva las ofensas.

¡Pobre Fortunato!

—Esto es oporto. Para darle aroma lo tienen largos años encerrado en las cuevas.

Grandemente me divertían las disertaciones de Fortunato. Fortunato estaba borracho.

—Esto es vino de España. Le atribuyen la virtud de apresurar las venganzas.

¡La venganza, la venganza! le apoyaba yo a grandes gritos. Estas extravagancias de Fortunato, tan características en él, me eran muy conocidas.

—Vamos —me dijo. Y descendiendo juntos la escalera, a pesar del trabajo que me motivaba su pesadez, llegamos a la cueva. En el fondo había un barril de vino y Fortunato gritó—: ¡Amontillado, amontillado! Fue de este modo.

Y cogiendo una vieja pala de albañil —las cadenas fijas en la pared— me miró tan tristemente, que, para no soltar la risa, fingí tener miedo.


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1 pág. / 1 minuto / 36 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Primer Sombrero

José María de Pereda


Cuento


I

Un conocido mío que estuvo en Santander quince años ha y volvió a esta ciudad el último verano, me decía, después de recorrer sus barrios y admirar los atrevidos muelles de Maliaño, desde el monumental de Calderón:

—Decididamente es Santander una de las poblaciones que más han adelantado en menos tiempo.

Y después de hablar así del paisaje, echóse a estudiar el paisanaje, es decir, la masa popular, en la cual reside siempre, y en todas partes, el sello típico del país, el verdadero color de localidad: pero tanto y tanto resabio censurable encontró en él, tanta y tanta inconveniencia admitida y respetada por el uso; tanto y tanto defecto condenable ante el más rudimentario código de policía y buen gobierno, que, olvidado de que semejantes contrastes son moneda corriente aun en las capitales más importantes de España, exclamó con desaliento:

—¡Qué lástima que las costumbres populares de Santander no hayan sufrido una reforma tan radical como la ciudad misma!

Y el observador, al hablar así, estaba muy lejos de lo cierto; porque precisamente es más notable el cambio operado aquí en las costumbres públicas, que el que aquél admiraba tanto en la parte material de la ciudad.

Considérese, por de pronto, que los vicios de que adolecen actualmente las costumbres de este pueblo, no sólo han disminuido en número, con respecto a ayer, sino en intensidad, como diría un gacetillero hablando de las invasiones de una epidemia que se acaba; y téngase luego muy en cuenta que en todas las escenas en que hoy toma parte el llamado pueblo bajo, y en otras muchas más, figuraba antes en primer término la juventud perteneciente a las clases sociales más encopetadas.

Y no acoto con muertos, como vulgarmente se dice, pues aún no peinan canas muchos de los personajes que llevaban la mejor parte en empresas que más de dos veces degeneraron en trágicas.


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11 págs. / 19 minutos / 35 visitas.

Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Noche

Gabriel Miró


Cuento


Aunque lo leyó en libros muy antiguos, y lo escuchó hasta de gentes humildes, sólo después de muchos meses de postración y de padecimiento supo Sigüenza que en la salud estaba el más grande bien y alegría del hombre.

Si otra ansia sentía, quizá se derivaba de lo mismo: de la codicia de la fortaleza. Ser fuerte, sano, ágil como los marineros que pasaban bajo sus ventanas. Y viéndolos, imaginaba la vida de inmensidad, la de los puertos remotos, la vida ancha, gustosa, descuidada y andariega por países desconocidos y lueñes.

Y decidió viajar.

Los médicos le avisaron que había de prepararse para la resistencia y fatiga de las futuras jornadas; había de salir y andar. Y salió y anduvo.

Casi siempre iba por los muelles. Parábase delante de los barcos de vela, de los viejos vapores, y toda su ánima quedaba colgada de las palabras de los hombres extranjeros.

En los costados de aquellas naves se leían nombres que evocaban lo lejano y legendario. Un bergantín se llamaba Alba; había venido de Génova cargado de macizos de mármol; los tocó; parecía que temblaban en lo más profundo de su blancura guardando ya el latido de la vida y de la forma. Otro, llamado Castor, traía tablones, y aun troncos enteros de pinos, de robles, de caobas; todo el barco exhalaba un olor generoso de bosque. Una polacra de Malta llevaba un rótulo azul que decía: Siracusa. Después estaban los vapores, negros, grises, remendados de rojo; de chimeneas flacas, rollizas, rectas austeras, o inclinadas altivamente hacia atrás; las chimeneas daban a todo el buque la nota, la expresión fisonómica, como la nariz a nosotros.


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5 págs. / 9 minutos / 35 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Aglutinante de los Matrimonios

José María de Acosta


Cuento


I

Saloncito confortable y lujoso.

Rafael (treinta años, mediana estatura, cuerpo fornido, rostro afeitado por completo, mirada imperiosa y labios generalmente plegados en un gesto desdeñoso) fuma un pitillo para matar el tiempo y ve distraídamente cómo se elevan las espirales del humo.

Juanita, su mujer (veintiséis años, alta, delgada, arrogante, con las facciones correctas y agraciadas y el semblante un poco pálido), contempla melancólicamente y en silencio a su marido.

El, poniéndose en pie, incapaz de soportar más tiempo el aburrimiento, rompió el pesado silencio exclamando:

—¡Me voy!

—¿Ya?

—Ya!

—¿No comes conmigo?

—No; me es imposible. Comeré en el Círculo con Raimundo Herrero; quedamos ayer citados para tratar de un asunto importante, y durante la comida hemos de hablar.

—Bien—pronunció ella resignadamente.

—No me esperes; volveré tarde, y me contraría encontrarte aún levantada esperándome... Parece como si hicieras centinela para espiar la hora a que regreso.

—Ya ves; yo creía que te sería agradable: por eso lo hacía, no por lo que malignamente supones. Y también porque el sueño huye de mis párpados sabiendo que no te encuentras en casa.

—Ñoñerías—dijo él con impaciencia.

—Bien, descuida; si te molesta, no te esperaré más.

Y Juanita, no pudiendo reprimir más tiempo las lágrimas, comenzó a llorar en silencio.

—¡Eres insoportable con ese llanto continuo! Cuando una persona siente verdadero dolor no hace de él ostentación. Les grandes douleurs sont muelles.

—¿También te molesta que llore?

—¡También!


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15 págs. / 27 minutos / 35 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Estampas de un León y una Leona

Gabriel Miró


Cuento


I. El desierto

La leona venía despacio, dulce, tibia, encarnada de sol poniente, un sol redondo, de hierro vivo de fragua, que humeaba al entrarse en el arenal. Caminaba sintiendo el ritmo de todo su cuerpo, la sensación resbaladiza de sus ijares sudados, la condescendencia de su cola, que le pesaba blandamente de anca en anca. Le parecía que iba abriendo el silencio como una hierba tierna.

A media tarde, por el arco del horizonte, pasó una caravana, una larga hilera de camellos flacos, que, al recoger el olor de leona, se precipitaron a grandes zancadas, estampando rápidos triángulos en el azul. Y después, ni una nube, ni un ave, ni una ola de aire había removido la soledad del desierto y del cielo. Todo crispándose, tan seco, tan metálico, que la leona lo sentía vibrar como si tuviese un finísimo abejorro de plata en sus rapadas orejas.

La inmensidad de pliegues, de abolladuras, de aristas, de lomas y planicies, se moraba y enrojecía de crepúsculo. Semejaba que la leona estuviese siempre en medio del mismo ruedo, de un escudo abrasante de arena y de vaho, y en el borde comenzaban a subir unas palmeras diminutas, donde se quedó el león postrado frente al pozo, con los brazos tendidos, rectos, juntos; las garras, cerradas; todo en una actitud arquitectónica de capitel; pero un capitel que fuese lo único del monumento a que perteneció, y ha de seguir resistiendo un conjunto y participando de una armonía que han desaparecido.

La leona le pasó la hoja de lis de su lengua, quitándole la pulverización del desierto que se cristalizaba en su ceño sublime, y le enjugó dos lágrimas envejecidas; pero el león seguía mirando el filo del sol de las dunas, y ella se apartó del oasis sin decirle nada.

Ahora volvía hundiéndose hasta el vientre en lo esponjoso de las hoyadas, resbalándole las garfas con un ardiente crujido en los suelos apretados.


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14 págs. / 26 minutos / 35 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Dos Sistemas

José María de Pereda


Cuento


I

Se fue a la Habana en 1801, en el sollado de un bergantín, entre otros cien muchachos, también montañeses, también pobres y también aspirantes a capitalistas. Unos de la fiebre amarilla, en cuanto llegaron; otros de hambre, otros de pena y otros de fatigas y trabajos más tarde, todos fueron muriendo poco a poco. Él solo, más robusto, más animoso o más afortunado, logró sobreponerse a cuantos obstáculos se atravesaban delante de sus designios.

Treinta años pasó en la oscuridad de un roñoso tugurio, sin aire, sin descanso, sin libertad y mal alimentado, con el pensamiento fijo constantemente en el norte de sus anhelos. Una sola idea extraña a la que le preocupaba, que con ésta se hubiese albergado en su cerebro, le hubiera quizá separado de su camino.

Creo que fue Balmes quien dijo que el talento es un estorbo cuando se trata de ganar dinero. Nada más cierto. La práctica enseña todos los días que, sin ser un monstruo de fortuna, nadie la conquista luchando a brazo partido con ella, si le distrae de su empeño la más leve preocupación de opuesto género. De aquí que no inspiren compasión los sufrimientos del hombre que aspira a ser rico por el único afán de serlo. En el placer que le causa cada moneda que halla de más en su caja, ¿no está bien remunerado el trabajo que le costó adquirirla? ¡Ay del desdichado que busca el oro como medio de realizar empresas de su ingenio!

No le tenía muy pronunciado el mozo en cuestión, por dicha suya. Así fue que, dándosele una higa porque a sus oídos jamás llegara una palabra de cariño ni a su pecho una pasión generosa, echó un día una raya por debajo de la columna de sus haberes, y se halló dueño absoluto de un caudal limpio, mondo y lirondo, de cincuenta mil duros; sumó después los años que él contaba, y resultaron cuarenta y cinco.

—¡Alto! —se dijo entonces—; reflexionemos ahora.

Y reflexionó.


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19 págs. / 34 minutos / 34 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Tipo Más

José María de Pereda


Cuento


Corría el mes de noviembre: hacía poco más de una hora que había amanecido, y llovía a cántaros. Excusado creo decir que aún me hallaba yo en la cama, tan abrigadito y campante, gozando de ese dulce sopor que está a dos dedos del sueno y a otros tantos del desvelo, pero que, sin embargo, dista millares de leguas de los dolores, amarguras y contrariedades de la vida; estado feliz de inocente abandono en que la imaginación camina menos que una carreta cuesta arriba, y no procura más luz que la estrictamente necesaria para que la perezosa razón comprenda la bienaventuranza envidiable que disfrutan en esta tierra escabrosa los tontos de la cabeza. Punto y seguido. Abrieron de pronto la puerta de mi cuarto, y avisáronme la llegada de una persona que deseaba hablarme con mucha urgencia.


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22 págs. / 39 minutos / 34 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las del Año Pasado

José María de Pereda


Cuento


¿Conoce el lector a las de doña Calixta? En un libro que anda por ahí con el rótulo de Tipos y Paisajes, se habla de ellas y de otras muchas cosas más. Si no las conoce, compre el libro. Si las conoce, con decirle que no se separan de ellas en todo el verano las aludidas en el título de este croquis, debe hallarlas en su memoria a poco que la registre.

A mayor abundamiento, le daré algunas señas particulares. Son dos, madre e hija. La madre es achaparrada, con el pescuezo más bien embutido que colocado entre los hombros, y la cabeza ensartada en el pescuezo, como una calabaza en la punta de una estaca; tiene ancha y risueña la boca, fruncido el entrecejo, grises los ojos, poca frente, mucho pelo, mala dentadura y peor el cutis de la cara. La hija, por uno de esos caprichos inconcebibles de la naturaleza es todo lo contrario de su madre: de bizarras líneas, de hermosas y correctísimas proporciones; modelo del arte clásico, mármol griego, y, como de tal sustancia, fría e inanimada. Se llama Ofelia. Su madre no responde más que al nombre de Carmelita, aunque otra cosa se le grite al oído.

Los que lo entienden, dicen que Ofelia podría ser irresistible por la sola fuerza de su propia hermosura, con expresión en la fisonomía, flexibilidad en el talle y gusto en el vestir; pues además de rígida e inanimada, parece que es sumamente cursi. En cuanto a Carmelita, basta verla en la calle una vez para que el menos autorizado en la materia pueda decidir de plano que es un espantapájaros.

Táchese en las dos, como resabio de su mal gusto, un afán inmoderado de hacer ver a todo el mundo que siempre llevan zapatos nuevos, de los más relumbrantes o de los más historiados.


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8 págs. / 14 minutos / 34 visitas.

Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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