Había muerto yo.
El tribunal que debía juzgarme estaba constituido: yo temblaba en el banquillo de los reos, cuando me dijo el presidente:
—Declare las muertes que ha hecho voluntaria o involuntariamente, o las que han hecho otros en provecho de usted.
—A nadie he muerto —respondí sin vacilar.
—Pido —dijo el fiscal, que era un demonio—, pido que desfilen sus víctimas por delante del tribunal.
Oyéronse a lo lejos mugidos, cacareos, relinchos, maullidos y gritos
de toda clase de animales, y vi el desfile más extraño que vio ningún
nacido.
Un ejército interminable de hormigas y toda clase de insectos, con un
tropel alado de mariposas, moscas, cínifes y abejas pasaron ante mí
zumbando furiosamente y mirándome con sus ojillos verdes, azules, negros
y encarnados. Hasta las inofensivas mariposas agitaban sus alas de
colores, demostrando indignación en sus movimientos al mirarme, y me
llamaban asesino en sus idiomas.
—Son los vivientes que has aplastado al andar o has quitado la vida en tus juegos de muchacho —dijo el demonio.
Pasó después otro ejército: las chinches marchaban con pesadez, y sus
cuerpecillos rojos hacían el efecto de un arroyuelo de sangre; trotaban
delante de ellas una partida de pulgas finas y charoladas; las arañas
seguían, dando zancadas descomunales; algunos alacranes agitaban con
furor sus garfios venenosos; los sapos parecían señorones barrigudos;
las curianas y escarabajos iban de luto riguroso; pasaban atropellando a
todos y luciendo sus serruchos los ligeros saltamontes; revoloteaban
dando tropezones los murciélagos; víboras, lagartijas, culebras y otras
alimañas, en número extraordinario, me llamaban asesino.
—Son los que mataste en defensa propia, o por antipatía y repugnancia
—prosiguió el diablo—. Prepárate a ver el desfile de los que te
sirvieron de alimento.
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