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La Cueva Secreta

H. P. Lovecraft


Cuento


—Pórtense bien, chicos, mientras estoy fuera —dijo la señora Lee— y no hagan travesuras.

Porque los señores Lee iban a salir de casa, dejando solos a John, de diez años de edad, y Alice, de dos.

—Claro —contestó John.

Tan pronto como los Lee mayores se hubieron marchado, los jóvenes Lee bajaron al sótano y comenzaron a revolver entre los trastos. La pequeña Alice estaba apoyada en el muro, mirando a John. Mientras John fabricaba un bote con duelas de barril, la chica lanzó un grito penetrante y los ladrillos, a su espalda, cedieron. Él se precipitó hacia ella y la sacó oyendo sus gritos. Tan pronto como sus chillidos se apaciguaron, ella le dijo.

—La pared se ha caído.

John se acercó y descubrió que había un pasadizo. Le dijo a la niña.

—Voy a entrar y ver qué es esto.

—Bien —aceptó ella.

Entraron en el pasaje; cabían de pie, pero iba hasta más lejos de lo que podían ver. John subió arriba, al aparador de la cocina, cogió dos velas, algunos cerillos y luego regreso al túnel del sótano. Los dos entraron de nuevo. Había yeso en las paredes y el techo raso, y en el suelo no se veía nada, excepto una caja. Servía para sentarse y, aunque la examinaron, no encontraron nada dentro. Siguieron adelante y, de pronto, desapareció el enyesado y descubrieron que estaban en una cueva. La pequeña Alice estaba espantada al principio, y solo las afirmaciones de su hermano, acerca de que todo estaba bien, consiguieron calmar sus temores.

Pronto se toparon con una pequeña caja, que John cogió y llevó consigo.


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1 pág. / 2 minutos / 1.826 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Rogelio

Tomás Carrasquilla


Cuento


El lugarón abrupto de Santa Rita del Barcino, minero y rescatante cuando Dios quería es célebre en Antioquia por sus tres iglesias, por sus funciones religiosas y más todavía por la balumba de santos que colman altares y sacristías, amén de los que guardan en sus casas varios magnates de mucho predicamento en lo eclesiástico.

El mamarracho ostenta no pocas variedades en esta corte celestial, quiteña o no. ¡Pero vaya un forastero a ponerle reparos ante un santarritense y verá lo que le pasa! Todo un señor juez de aquel circuito, oriundo de Palmares, se permitió decir en cierta ocasión que el San Juan Evangelista de su cabecera tenía carita de muchacha boba, y tal fué la inquina que le cogieron, tales las acusaciones que le urdieron, que hubo de perder la tierra y el destino por escapar el pellejo del acero aleve.

Como todas estas imágenes son de vestir y como cada una corre por cuenta de algún vecino o de una familia, se ha formado en la parroquia levítica, desde tiempos inmemoriales, una rivalidad harto progresista y emuladora en esto de indumentaria, sastrería y arrequives religiosos. ¡Qué de galones y sederías, qué de tisúes y de brocados, qué de mantos estrellados, qué de potencias y de resplandores!

Ni los de escasa fortuna se dejan echar las roncas del ricachón más pintado en esta competencia que es timbre y prenda segura de salvación de todo el vecindario. A bien que puede hacerlo: nacido y criado en la cicatería y el trabajo, sólo a la mayor honra y gloria de Dios pellizca sus caudales medio ocultos.


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21 págs. / 37 minutos / 782 visitas.

Publicado el 19 de junio de 2018 por Edu Robsy.

A la Plata

Tomás Carrasquilla


Cuento


Aquel enjambre humano debía presentar a vuelo de pájaro el aspecto de un basurero. Los sombreros mugrientos, los forros encarnados de las ruanas, los pañolones oscuros y sebosos, los paraguas apabullados, tantos pañuelos y trapajos retumbantes, eran el guardarropa de un Arlequín. Animadísima estaba la feria: era primer domingo de mes y el vecindario todo había acudido a renovación. Destellaba un sol de justicia; en las tasajeras de carne, de esa carne que se acarroñaba al resistero, buscaban las moscas donde incubar sus larvas; en los tendidos de cachivaches se agrupaban las muchachas campesinas, sudorosas y sofocadas, atraídas por la baratija, mientras las magnatas sudaban el quilo, a regateo limpio, entre los puestos de granos, legumbres y panela. Ese olor de despensa, de carnicería, de transpiración de gentes, de guiñapos sucios mezclado al olor del polvo y al de tanta plebe y negrería, formaban sumados, la hediondez genuina, paladinamente manifestada, de la humanidad. Los altercados, los diálogos, las carcajadas, el chillido, la rebatiña vertiginosa de la venduta, componían, sumados también, el balandro de la bestia. Llenaba todo el ámbito del lugarón.


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Publicado el 20 de junio de 2018 por Edu Robsy.

El Alacrán de Fray Gómez

Ricardo Palma


Cuento


I

Éste era un lego contemporáneo de don Juan de la Pipirindica, el de la valiente pica, y de San Francisco Solano, el cual lego desempeñaba en Lima, en el convento de los padres seráficos, las funciones de refitolero en la enfermería u hospital de los devotos frailes. El pueblo lo llamaba fray Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas conventuales, y la tradición lo conoce por fray Gómez. Creo que hasta en el expediente que para su beatificación y canonización existe en Roma, no se le da otro nombre.

Fray Gómez hizo en mi tierra milagros a mantas, sin darse cuenta de ellos y como quien no quiere la cosa. Era de suyo milagrero, como aquel que hablaba en prosa sin sospecharlo.

Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un caballo desbocado arrojó sobre las losas al jinete. El infeliz quedó patitieso, con la cabeza hecha una criba y arrojando sangre por boca y narices.

—¡Se descalabró! ¡Se descalabró! —gritaba la gente—. ¡Qué vayan a San Lorenzo por el santo óleo! —Y todo era bullicio y alharaca.

Fray Gómez acercóse pausadamente al que yacía en tierra, púsole sobre la boca el cordón de su hábito, echóle tres bendiciones, y sin más médico ni más botica el descalabrado se levantó tan fresco, como si el golpe no hubiera recibido.

—¡Milagro, milagro! ¡Viva fray Gómez! —exclamaron los infinitos espectadores.

Y en su entusiasmo intentaron llevar en triunfo al lego. Éste, para sustraerse a la popular ovación, echó a correr cansino de su convento y se encerró en su celda.

La crónica franciscana cuenta esto último de manera distinta. Dice que fray Gómez, para escapar de sus aplaudidores, se elevó en los aires y voló desde el puente hasta la torre de su convento. Yo ni lo niego ni lo afirmo. Puede que sí y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto tinta en defenderlas ni en refutarlas.


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4 págs. / 7 minutos / 1.987 visitas.

Publicado el 27 de junio de 2018 por Edu Robsy.

La Gota de Agua

Julia de Asensi


Cuento


I

Jamás se vio un matrimonio más dichoso que el de D. Juan de Dios Cordero —médico cirujano de un pueblo demasiado grande para pasar por aldea, y demasiado pequeño para ser considerado como ciudad—; y doña Fermina Alamillos, ex-profesora de bordados en un colegio de la corte, y en la actualidad rica propietaria y labradora. Hacía veinte años que se habían casado, no llevando ella más dote que su excelente corazón, ni él más dinero en su bolsillo que 60 reales; y a pesar de esta pobreza, conocida su proverbial honradez, sin recibir ninguna herencia inesperada, al cabo de cinco lustros, el señor y la señora de Cordero eran los primeros contribuyentes del lugar. ¡Pero qué miserias habían pasado durante esos cinco lustros! En aquella casa apenas se comía, se dormía en un humilde lecho, y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado cualquier campesino.

Cuando alguien preguntaba a doña Fermina por qué no teniendo hijos a quienes legar su fortuna había ahorrado tanto dinero a costa de su bienestar y acaso de su salud, la buena señora respondía: «Hice como la hormiga, trabajé durante el verano de mi vida, para tener alimento, paz y albergue en mi invierno. He cumplido cincuenta años; si vivo veintitantos o treinta más —que bien puede esperarlo, la que como yo, sólo encuentra en su casa gratos placeres—, daré por bien empleada mi antigua pobreza, que hoy me brinda una existencia serena y desahogada».


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Dominio público
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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

La Noche-Buena

Julia de Asensi


Cuento


I

Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.

En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes sexos, pálidos y andrajosos, vendían cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.

Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su prima, que contaba escasamente nueve.

Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía. Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 916 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

El Alfarero

Abraham Valdelomar


Cuento


Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.

Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.

–¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!


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Dominio público
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Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Cuentos Completos

Abraham Valdelomar


Cuento


Cuentos criollos

El caballero Carmelo

I

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.

Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:

–¡Roberto, Roberto!

Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.

–¿Y la higuerilla? –dijo.

Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:

–¡Bajo la higuerilla estás!…


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Dominio público
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Publicado el 13 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El León

Horacio Quiroga


Cuento


Había una vez una ciudad levantada en pleno desierto, donde todo el mundo era feliz. La ciencia, la industria y las artes habían culminado al servicio de aquella ciudad maravillosa que realizaba el ideal de los hombres. Gozábase allí de todos los refinamientos del progreso humano, pues aquella ciudad encarnaba la civilización misma.

Pero sus habitantes no eran del todo felices, aunque lo hayamos dicho, porque en su vecindad vivían los leones.

Por el desierto lindante corrían, saltaban, mataban y se caían los leones salvajes. Las melenas al viento, la nariz husmeante y los ojos entrecerrados, los leones pasaban a la vista de los hombres con su largo paso desdeñoso. Detenidos al sesgo, con la cabeza vuelta, tendían inmóviles el hocico a las puertas de la ciudad, y luego trotaban de costado, rugiendo.

El desierto les pertenecía. En balde y desde tiempo inmemorial, los habitantes de la ciudad habían tratado de reducir a los leones. Entre la capital de la civilización y las demás ciudades que pugnaban por alcanzar ésta, se interponía el desierto y su bárbara libertad. Idéntico ardor animaba a ambos enemigos en la lucha; la misma pasión que ponían los hombres en crear aquella gozosa vida sin esfuerzos, alimentaba en los leones su salvaje violencia. No había fuerza, ni trampa, ni engaño que no hubieran ensayado los hombres para sojuzgarlos; los leones resistían, y continuaban cruzando el horizonte a saltos.

Tales eran los seres que desde tiempo inmemorial obstaculizaban el avance de la civilización.

Pero un día los habitantes decidieron concluir con aquel estado de cosas, y la ciudad entera se reunió a deliberar. Pasaron los días en vano. Hasta que por fin un hombre habló así:


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 560 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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