El Coquimbo
Juan José Morosoli
Cuento
Un hombre que llega a un lugar como aquél a entenderse con quince montaraces, tiene que andar con mucho tino. Más si el hombre es como Ibarra, medio universitario y acostumbrado a la vida muelle. ¿Por qué fue allí? Eso lo sabrá él. La cuestión es que el hombre al poco tiempo estaba allí como nacido.
* * *
Cuando llegó al monte, —medio día de enero— la gente sesteaba bajo los árboles cerca de las playas de los quemaderos de carbón. Un negro y un perro lo recibieron. Un perro tan indiferente como el negro. Ambos lo vieron acercarse y llegar, sin moverse de donde estaban. Ibarra le tendió la mano al negro y aludió al perro bromeando:
—¿Y éste?... ¿No ladra?
—De día no... De noche es otra cosa.
Ibarra le informó que era el nuevo administrador. Después pidió agua para lavarse y dijo:
—¿No se anima a ayudarme a hacer un asado?
—¿Ahora? Mientras terminamos son las dos...
El había almorzado ya. Allí estaba la olla, mediada de guiso de fideos, porotos y boniatos. Por decir algo —¡qué iba a comer aquel guiso el hombre!— la señaló y preguntó:
—¿No se le anima?
Ibarra contestó:
—¡Comonó! Tengo un estómago de fierro y un hambre bárbara...
—Menos mal. El sueño y el estómago es lo principal...
—Eso es.
— Como yo. Lo mismo duermo en una otomana que en un cardal...
Lavó un plato de lata y sirvió el guiso.
—¿Pan? —preguntó Ibarra.
—Aquí no. Galleta.
Ibarra intentó "abrir" la galleta introduciendo el cuchillo entre las lajas.
—No, no, así —dijo el negro, y la golpeó fuerte contra la punta de la parrilla.
Ibarra probó el guiso.
—Lindo —dijo.
El negro vio con alegría cómo Ibarra comía con gusto. Se quedó un rato callado con un asombro feliz al ver al hombre comer con fruición el guiso grueso. Luego se levantó lentamente.
Dominio público
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Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.