Textos más populares este mes etiquetados como Cuento publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 5

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etiqueta: Cuento fecha: 01-08-2024


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El Diablo en un Bolsillo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Felipe IV era rey nuevo, y la monarquía se había remozado; empezó aboliendo los cuellos encañonados, cortando el cuello a un ministro y prendiendo y desterrando cardenales y virreyes; las revoluciones se hacían entonces desde arriba, porque en España nunca prosperaron las de abajo.

En la Semana Santa de 1623 hacía siete años que pudría Cervantes bajo la tierra; Lope de Vega y Góngora eran dos vigorosos sesentones; Tirso y Quevedo estaban en la plenitud de su edad y su talento, y Calderón era un principiante de veintitrés años, ya famoso. España, llena de esperanzas, se disponía a progresar y caminaba con júbilo hacia el porvenir; pero el progreso, tan útil cuando se marcha hacia la cima, es áspero y cruel cuando se rueda cuesta abajo.

II

—¿Conque es cierto eso de la procesión penitencial? —preguntaba un caballero cincuentón y acicalado a un cortesano que le había detenido en la puerta de la iglesia de San Gil.

—Ciertísimo, don Luis, como que llevé las órdenes yo mismo; sólo se han excusado los carmelitas descalzos de San José.

—¿Y a qué otras religiones se ha invitado?

—A todas las reformadas; asistirán los franciscanos de San Bernardino, y estos gilitos que tenemos al lado; los mercenarios de Santa Bárbara, los agustinos del Prado de Recoletos, los capuchinos del palacio de Lerma y los trinitarios descalzos de la plazuela de Jesús.

—¿Visteis en este convento a fray Tomás de la Virgen?

—No pude ver a ese bendito varón que lleva más de diez años en la cama, y le visitan reyes y señores y dicen que adivina pensamientos.

—Doy fe de ello; figuraos que cuando entré en su celda me dijo con severidad sin conocerme: «Sacad pronto ese demonio que os bulle en la cabeza». Y acertó.

—Pero, don Luis, ¿sois energúmeno?

—¡Psc! Soy poeta y abogado; continuad.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Terror Sanitario

José Fernández Bremón


Cuento


La revolución higiénica se había hecho al grito de «¡mueran los enfermos y abajo el arte de curar!». El descubrimiento de la salutina, desinfectante tan enérgico que había expulsado de España las moscas, los ratones y los gatos; la pública certidumbre de que cada enfermedad está representada por un microbio malévolo de fácil evasión e introducción en los cuerpos, que poros tienen agujereados como cribas; el miedo a la muerte, tan natural en el hombre como su conformidad con que mueran los demás; y, por último, el grandioso pretexto de la regeneración de nuestra raza, sólo confiable a las personas sanas y a la destrucción de todo ser doliente, determinaron la explosión. Cada pueblo construyó su lazareto y se prohibieron todas las enfermedades, tolerándose únicamente las jaquecas a las damas, y a los hombres los simples constipados; y se exceptuaron de la ley la calvicie y las verrugas, por haberse establecido que correspondían, como elementos de ornamentación, a las Bellas Artes.

I

De un periódico ministerial.


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El Último Pregón

José Fernández Bremón


Cuento


¡Qué tiempos aquéllos! ¡Qué hombres! A los quinientos años de edad digerían un becerro y requebraban a las mozas. No se había inventado la tijera, y cada dedo suyo era un puñal con uñas de cuatro o cinco siglos. Mandaban los Patriarcas, que no habiendo realizado aún la conquista del caballo, montaban a hombros de infelices que tenían a orgullo trotar bajo el jinete. Estaban en embrión las instituciones y adelantos de las futuras sociedades: el feminismo se contentaba con la conquista o caza del varón; la galantería de éste con las hembras no pasaba del pescozón antediluviano, en señal de preferencia; la Geometría se estudiaba en el escarabajo, inventor de la esfera; del Derecho de propiedad no se conocía lo tuyo, sino lo mío; de la Justicia, la vara, luego tan frondosa, y, enfin, no se habían inventado todavía los amigos.

Al caer las primeras gotas, como puños, de los cuarenta días del Diluvio, el género humano estaba indefenso: no había paraguas ni impermeables en el mundo. ¿En qué parte del globo ocurrió lo que voy a referir? Las aguas antediluvianas, pasando una esponja sobre el mapamundi primitivo, han borrado el sitio.


* * *


—Buen barrizal habrá mañana —decía un hombre de carga a su jinete.

—Eso es cuenta tuya —respondía el otro—, que yo no he de embarrarme los talones.

—¿Y si me atascara? Que también la suerte de los de abajo alcanza a los de arriba.

—Calla y corre, que me mojo.

—Ya lo siento, por el agua que chorreas; me parece que llevo un río a cuestas.

—¿Río dijiste? En él estamos, y creí traerte hacia el arroyo.

—Es el arroyo que ha crecido; no hay arroyos ya.

—¿Y mi casa de abajo, la que dejé abierta y vacía?

—¿Vacía? —dijo un transeúnte—. Está llena de peces; he visto colear encima de tu cama una merluza.


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Un Sermón Contra el Baile

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Con qué aire bailaban las muchachas y los mozos en un pueblo de la Mancha, a fines del siglo pasado, en una hermosa noche de verano de un día de labor! ¡Con qué gusto se aprovechaban de la ausencia del ecónomo don Gabriel Peñazo, cura rígido y setentón, que ejercía sobre ellos una dictadura moral, imponiéndoles el mayor recogimiento! El párroco había salido a cumplimentar al nuevo obispo de la diócesis a una población situada a unas diez leguas; y el sacristán organista señor López había sacado sillas y templado la guitarra para cantar algunas canciones alegres que se le pudrían en el cuerpo por respeto y temor al señor cura. A los primeros rasgueos de la vihuela, mozas y mozos acudieron como mariposas a la luz; luego se aproximaron con sus sillas las personas más formales, y de copla en copla y de tonadilla en tonadilla, se pasó de lleno a las manchegas; salieron las castañuelas al aire, y el baile rompió con toda la furia de la privación y el placer de lo prohibido. Sólo un grupo de viejos formaban círculo aparte murmurando de la fiesta, proponiéndose delatarla a don Gabriel, cuando regresase. El sacristán rasgueaba con entusiasmo, cantando seguidillas picantes; las bailadoras castañeteaban que era un gusto, y los mozos saltaban a compás, cuando una voz terrible dijo:

—¡Don Gabriel!

Se oyó un chillido de mujeres, contenido al instante; el baile se deshizo, dispersándose y desapareciendo bailarines y espectadores, tan deprisa, que en un momento quedó dueño de la plaza, casi desierta, un sacerdote alto, de figura imponente, cuyas negras vestiduras destacaba la luna sobre una tapia blanca.

Mientras el sacristán procuraba en vano ocultar con disimulo la guitarra, los viejos murmuradores se acercaron al señor cura, haciendo ceremoniosos saludos, y dijo el más locuaz:


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La Sombra de Cervantes

José Fernández Bremón


Cuento


I

Paseaba melancólicamente junto al solar extenso y rodeado de tablones a que ha quedado reducido el histórico palacio de Medinaceli, cuando un hombre de aspecto grave salía de la cerca, saltando la empalizada como un ladrón, con un bulto en la mano. Sin duda se asustó al verme, creyéndose sorprendido, porque, perdiendo el equilibrio, dio consigo en tierra, lanzando al caer un gemido. Acudí a socorrerle, y cuál sería mi asombro al reconocer en aquel supuesto merodeador nada menos que a mi amigo el sabio anticuario don Lesmes de los Fósiles, gran investigador de historias viejas, a quien hube de dar la mano y ayudar a levantarse.

—¿Se ha hecho usted daño? —le dije.

—¿Qué importa un porrazo más o menos? —respondió—, si he perdido el fruto de la trasnochada. ¡Sí! —añadió alzando del suelo un aparato parecido a los cazamariposas de los chicos—. ¡Se me ha escapado!

—¿Quién?

—El venerable fray Tomás de la Virgen. Tres noches hace que le estaba acechando, y le había ya cazado.

—¿Pero usted caza frailes?

—Cazo sombras.

—Permita usted que me asombre.

—No lo extraño, porque no está usted en el secreto, y debo revelárselo para que no me tome por un ladrón nocturno. Todos los eruditos poseemos una red de cazar sombras, como esta que usted ve, y salimos a las altas horas de la noche a caza de personajes de otros tiempos para interrogarlos.

—¿Y se dejan atrapar?

—¿Qué han de hacer? Ven tan poco que casi andan a tientas y huyendo de la luz.

—Y ustedes ¿cómo las ven en la obscuridad?

—Tenemos acostumbrada la vista a las tinieblas.

—Buena broma me da usted, don Lesmes.


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Sacrilegio

José Fernández Bremón


Cuento


—Ya abre los ojos; trasladadle a la pollera —dijo un médico.

Y me sacaron de la tina donde había estado en remojo un mes, según luego supe, para hacerme recobrar los jugos, y perder el polvo y telarañas acumulados en mi cuerpo en el espacio de tres siglos, que había durado mi sueño magnético. Estaba finalizando el año 2200 de nuestra era. Por entonces eran muy frecuentes los casos de quedar dormidas las personas por sugestión, y había hospitales donde cada durmiente tenía inscripta la fecha de su despertar, que se efectuaba con las precauciones necesarias.

Como esto no tiene relación con mi propósito, baste consignar que salí a la calle sano y ágil, después de un sueño de trescientos años, compañado por un guía, judío de nación, a principios del año 2201.


* * *


Lo primero que hice al dejar el hospital, que me parecía conocido, fue volverme para examinar la fachada.

—¡Calle! —dije en voz alta—, éste es el monasterio de San Lorenzo. ¿Conque estoy en El Escorial?

El guía se sonrió, señalándome el edificio situado enfrente.

—¡Cómo! —repuse—, ese otro es la catedral de Colonia. ¿Cuál es el auténtico y cuál el imitado?

—Uno y otro son los verdaderos, comprados a los Gobiernos respectivos. Y no cavile usted, que no puede saber las transformaciones de las cosas en tres siglos; hay ahora empresas de mudanzas que transportan edificios como antes los muebles de las casas. Esto es un museo de arquitectura que hemos reunido comprando monumentos baratos en las quiebras de todas las naciones. ¿Quiere usted ver catedrales? En esta misma calle podrá usted contemplar la abadía de Westminster, Nuestra Señora de París, las de Córdoba, Burgos, Toledo, León, las dos de Salamanca, las de Estrasburgo, Reims, Milán, Ulm y Ratisbona.

—Son muchas catedrales para un día. Pero no ha mencionado usted la de Sevilla.


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Vestir al Desnudo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Los periódicos madrileños publicaron una noticia de París que produjo gran satisfacción entre los calvos.


La industria de las pelucas y añadidos está herida de muerte: el químico Mr. De la Peausserie ha descubierto una pasta infalible para hacer crecer el pelo. La Memoria que presentó a la Academia de Ciencias es lacónica. «El fracaso —dice— de todos los ingredientes para remediar la calvicie tiene por causa principal el ser para uso externo, sin fijarse en que el cabello crece de dentro afuera: es como si un labrador cubriese de pieles la tierra y sembrara el trigo encima de la piel. Yo siembro el pelo dentro del cuerpo de que brota, introduciéndole con mis pastillas los elementos que componen el plasma cabelludo: una vez asimiladas las sustancias convenientes el plasma se produce y nace el pelo. Como entre los señores académicos abundan los que pueden comprobarlo, adjuntas varias cajas de pastillas y a la prueba me remito».


Ahora bien: hace siete días que empezaron los ensayos y en todas las calvas académicas ha empezado a nacer un vello sedoso que de día en día se va fortaleciendo.

II

Un mes después añadían nuestros corresponsales de París estos detalles:


El banquete dado por los académicos experimentadores a Mr. De la Posserí ha sido suntuoso. Aquellos hombres doctos ostentaban, en vez de sus antiguas pelucas, largas melenas propias. Cuando apareció el primero de los postres, que era un pastel cubierto de cabello de ángel, los sabios, conmovidos ante aquel símbolo, abrazaron y vitorearon a Mr. De la Posserí.

III

Treinta días más tarde todo había cambiado: extractemos un artículo francés:


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El Uso y la Academia

José Fernández Bremón


Cuento


I

Aquel día don Lesmes se había despertado académico de la Lengua; es decir, deseoso de lucir debajo de su barba la medalla, apto para definir en lo gramático y con ánimo de colocar en el Diccionario unos vocablos que le habían recomendado sus parientes.

Andaba al caer una vacante por estarse muriendo un académico y ser el médico de toda confianza.

La tardanza de muchos académicos en tomar posesión de su cargo le convenció de que la primera necesidad de un candidato era tener hecho el discurso. ¿Qué podía suceder? ¿No ser electo? El discurso sería aprovechable como folleto o para hacer una zarzuela.

Y tomando la pluma, se decidió a empezarlo, y escribió:

«Señores académicos: No sé cómo explicarme el honor de estar sentado en esta silla; si lo he solicitado, no es porque me creyera digno de ello, sino por tomar vuestras lecciones, oh maestros del idioma, y oír la dulce prosodia con que suenan en vuestros labios las palabras, que tejéis y destrenzáis en la oración correctamente, como figuras de una danza; y aun he de aprender cuando calláis, pues de tal modo encarno en vosotros las Gramática, que vuestros ojos, bocas, narices, gafas y bigotes me parecen signos ortográficos.

»Ahora, señores, cúmpleme enderezar un recuerdo al hombre ilustre que vengo a reemplazar.»

Aquí hubo de interrumpir su discurso para enterarse del estado del enfermo. El parte facultativo quitaba toda esperanza... al candidato; habían desaparecido la calentura y el peligro.


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El Diablo de la Guarda

José Fernández Bremón


Cuento


Para brujas, la tía Lechuzona: desde el riñón de Castilla hacía mal de ojo a una criatura de París, por el telégrafo sin hilos; si entraba en la botica, resucitaba las moscas de cantárida hechas polvo; por las noches pelaba la pava con un escarabajo, y se comunicaba por la soga del pozo con los seres subterráneos, y por el humo de la chimenea, siempre activa, subía y bajaba a los nubarrones más obscuros. En Botánica, podía dar lecciones a Linneo, el que empadronó las plantas, porque la bruja conocía las propiedades de los perfumes, de los jugos, y hasta de las buenas o malas sombras que proyectan.

¿Su edad? Estaba en blanco, como la de los títulos que, de puro viejo, no tienen fecha en la Guía; había visto pasar el carro de Tespis, y fue la araña que tapó con su tela la caverna donde se refugió Mahoma, perseguido; su piel era tan fuerte, que no se podía pinchar con el puñal ni rayar con el diamante, y había mudado los colmillos treinta veces.

Era poderosa. Las gallinas de la vecindad ponían de tapadillo los huevos en su cesta; el viento arrojaba en su jardín la mejor fruta de los huertos inmediatos; las hormigas trasladaban grano a grano a la despensa de la bruja lo mejor de las cosechas, y un buitre le llevaba todas las mañanas una ración de carne cruda: sabía cuanto pasaba en la vecindad, porque todos los gatos del pueblo, animales entremetidos y curiosos, iban a confesarse con ella, y por ellos supo que la señora Mónica le había llamado bruja sinvergüenza.

—Y aunque una lo sea —decía para sí—, no debe aguantar que nadie se lo diga.

Y llena de coraje, salió al patio, llegó al brocal del pozo, aplicó la soga a los labios y dijo con energía:

—¡Cuernecín!

—¡Quién llama?

—Soy tu madre.

—No subo por el pozo, que está el agua muy fría.

—Ven, que he preparado una fogata, para que te des en las llamas un baño de placer.


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Un Cuento de Niños

José Fernández Bremón


Cuento


I

Nunca podré olvidar los destartalados buhardillones donde pasé parte de mi infancia: pocos pisos de Madrid conservan en su interior esos desahogos de las casas viejas. Subíase a ellos por una estrecha escalera, pero una vez dentro, ¡qué anchuras para correr, qué encrucijadas y rincones para jugar al escondite y qué pintoresco desnivel en las habitaciones y pasillos! El ama seca era la soberana en aquellas alturas, adonde rara vez llegaban las riñas de los abuelos, ni los rumores del mundo: era la libertad dentro de la clausura. Allí estaba la desahogada y blanca alcoba, de anchas ventanas y techo de bovedilla, donde dormíamos cuatro criaturas y las encargadas de cuidarnos: allí, obedeciendo a un plano que parecía trazado por un loco, había piezas de paso, escaleras ascendentes o descendentes, altas ventanas con rejas, otras de caballete, y boquetes redondos por donde alguna vez nos visitaban los murciélagos; desvanes y nichos para luces: por todas partes cuartitos abuhardillados: en el uno cacareaban las gallinas y sorprendíamos con admiración el secreto de la postura del huevo: en otro espiábamos el arrullar de las palomas que comían por turno, metiendo sus cabecitas blancas o cenicientas por las ventanillas del comedero para atracarse de algarrobas. Éramos felices en aquel paraíso de muchachos y de vez en cuando hacíamos descubrimientos importantes: ya desclavando un baúl viejo encontrábamos un sombrero de tres picos o una silla de montar; ya una cría de ratones en la caja, sin cuerdas, de un violín. Cuando empezaba a anochecer, nos replegábamos poco a poco huyendo de las sombras; cesaban las cabriolas y los gritos y sentados en un ruedo de la alcoba, formábamos un corro, y pedíamos un cuento, de aparecidos y gigantes, hadas con sus varitas de virtudes, lobos, brujas, hechiceros y diablos.


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