En el desierto absoluto, una choza empequeñecida por su soledad.
Como solo ser viviente a la vista, un chancho. Alrededor de la
estaca, a la cual una soga lo retiene, el suelo, endurecido por
traqueteo de pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del círculo,
como agujero en una moneda, hay un charco mal oliente.
Intenso calor pesa en la atmósfera; bajo el matiz ceniciento de un
cielo tormentoso, nubes de plomo se arrastran con pereza, y una quietud
silente abruma el mundo.
El chancho, inquieto, trota en su área hasta que el cansancio le echa
en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos apetitos, se
sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.
Eructa de contento, y su nariz adquiere la movilidad de un ojo.
En el interior de la choza, sobre tarima cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.
Por entre el embotamiento de sus sentidos percibe la vida exterior.
Sabe que sueña, sin que su voluntad sea capaz de arrancarle al mundo
aluciente que le obceca.
Gruesas gotas de sudor corren por su cuerpo, produciendo cosquilleo
desagradable. A veces, con impaciencia, se rasca, y la piel ostenta
largas estrías rojas.
El grosero tejido, sobre el cual su cuerpo sufre, irrita su
epidermis; las moscas revolotean en torno, posándose luego sobre su
rostro, para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya tenuidad
exaspera el cutis; y cuando la mueca refleja las espanta, retornan a su
volido, cuya nota untuosa es aún tortura.
En un rincón del cuarto, las dos piedras con que el ermitaño muele su trigo sudan presagiando agua.
En la inconsciencia de su letargo, el monje persigue imágenes lascivas, y un episodio juvenil revive en él idénticamente.
Su sueño escalona recuerdos en orden sucesivo, y el acto que había de
fijar su vida en el camino de la santidad perdura en su sexo con toda
la intensidad, suavísima, del contacto femenil.
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