Textos más populares este mes etiquetados como Cuento publicados el 4 de junio de 2016 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 04-06-2016


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El Mundo Tal Como Va

Voltaire


Cuento


Entre los genios que á los imperios del mundo presiden, ocupa Ituriel uno de los primeros puestos, y tiene á su cargo el departamento de la alta Asia. Baxó una mañana á la mansion del Escita Babuco, á orillas del Oxô, y le dixo así: Babuco, los Persas han incurrido en nuestro enojo por sus excesos y sus desvaríos, y ayer se celebró una junta de genios de la alta Asia para decidir si habian de castigar ó destruir á Persepolis. Vete á este pueblo, examínalo todo; me darás cuenta, y por tu informe determinaré si he de castigar ó exterminar la ciudad. Yo, señor, respondió humildemente Babuco, ni he estado nunca en Persia, ni conozco en todo aquel imperio á ninguno. Mas vale así, dixo el ángel, que no serás parcial. Del cielo recibiste sagacidad, y yo añado el don de inspirar confianza: ve, mira, escucha, observa, y nada temas, que en todas partes serás bien visto.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de un Buen Brahmín

Voltaire


Cuento


En mis viages encontré un brama anciano, sugeto muy cuerdo, instruido y discreto, y con esto rico, cosa que le hacia mas cuerdo; porque, como no le faltaba nada, no necesitaba engañar á nadie. Gobernaban su familia tres mugeres muy hermosas, cuyo esposo era; y quando no se recreaba con sus mugeres, se ocupaba en filosofar. Vivia junto á su casa que era hermosa, bien alhajada y con amenos jardines, una India vieja, beata, tonta, y muy pobre.

Díxome un dia el brama: Quisiera no haber nacido. Preguntéle porque, y me respondió: Quarenta años ha que estoy estudiando, y todos quarenta los he perdido; enseño á los demas, y lo ignoro todo. Este estado me tiene tan aburrido y tan descontento, que no puedo aguantar la vida: he nacido, vivo en el tiempo, y no sé qué cosa es el tiempo; me hallo en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios, y no tengo idea de la eternidad; consto de materia, pienso, y nunca he podido averiguar la causa eficiente del pensamiento; ignoro si es mi entendimiento una mera facultad, como la de andar y digerir, y si pienso con mi cabeza lo mismo que palpo con mis manos. No solamente ignoro el principio de mis pensamientos, mas también se me esconde igualmente el de mis movimientos: no sé porque exîsto, y no obstante todos los dias me hacen preguntas sobre todos estos puntos; y como tengo que responder por precision y no sé qué decir, hablo mucho, y despues de haber hablado me quedo avergonzado y confuso de mí propio.


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Los Dos Consolados

Voltaire


Cuento


Decia un dia el gran filósofo Citofilo á una dama desconsolada, y que tenia sobrado motivo para estarlo: Señora, la reyna de Inglaterra, hija del gran Henrique quarto, no fué ménos desgraciada que vos: la echáron de su reyno; se vió á pique de perecer en el océano en un naufragio, y presenció la muerte del rey su esposo en un patíbulo. Mucho lo siento, dixo la dama; y volvió á llorar sus desventuras propias.

Acordaos, dixo Cilofilo, de María Estuardo, que estaba honradamente prendada de un guapo músico que tenia excelente voz de sochantre. Su marido mató al músico; y luego su buena amiga y pariente, la reyna Isabel, que se decia doncella, le mandó cortar la cabeza en un cadahalso colgado de luto, después de haberla tenido diez y ocho años presa. ¡Cruel suceso! respondió la señora; y se entregó de nuevo á su afliccion.

Bien habréis oido mentar, siguió el consolador, á la hermosa Juana de Nápoles, que fué presa y ahorcada. Una idea confusa tengo de eso, dixo la afligida.

Os contaré, añadió el otro, la aventura sucedida en mi tiempo de una soberana destronada despues de cenar, y que ha muerto en una isla desierta. Toda esa historia la sé, respondió la dama.


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Amorosa

Guy de Maupassant


Cuento


Después de comer en su casa, Jacobo de Randal dio permiso al criado para salir, y se puso a despachar su correspondencia. Tenía costumbre de acabar así la última noche del año, solo, escribiendo; recordaba cuánto le había ocurrido en doce meses, todo lo acabado, todo lo muerto, y al surgir entre sus meditaciones la imagen de un amigo, escribía una frase afectuosa, el saludo cordial de Año Nuevo.

Se sentó, abrió un cajón y sacando una fotografía, después de mirarla y darle un beso, la dejó encima de la mesa y empezó una carta:

«Mi adorable Irene: Habrás recibido un recuerdo mío; ahora, solo en mi casa, pensando en ti...»

No pasó adelante; dejando la pluma, se levantó; iba y venia...

Desde marzo tenía una querida, no una querida como las otras, mujer de aventuras, actriz, callejera o mundana; era una mujer a la que había pretendido y logrado con verdadero amor. Él ya no era un joven; pero distando todavía de ser viejo, miraba seriamente las cosas a través de un prisma positivo y práctico.

«Hizo balance» de su pasión, como lo hacía siempre al terminar el año, de sus amistades y de todas las variaciones y sucesos de su existencia. Ya calmado su primer apasionamiento ardoroso, podía examinar con precisión hasta qué punto la quería y cuál podía ser el porvenir de aquellos amores. Descubrió arraigado en su alma un cariño profundo, mezcla de ternura, encanto y agradecimiento, poderosos lazos que sujetan para toda la vida.

Un campanillazo lo hizo estremecer. Dudó. ¿Abriría? Es preciso abrir a un desconocido, que al pasar llama en la noche de Año Nuevo. Cogió una bujía, salió al recibimiento, hizo girar la llave, trajo hacia sí la puerta... y vio en el descansillo a su querida, pálida como un cadáver y apoyando una mano en la pared. Sorprendido, preguntó:

—¿Qué te pasa?

Ella dijo:

—¿Puedo entrar?


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Campesinos

Guy de Maupassant


Cuento


I

Las dos cabañas juntas, al pie de una colina, cerca de un balneario; los dos campesinos hacían el mismo esfuerzo para buscar en la tierra infecunda el pan de los suyos; las dos familias eran numerosas: el padre, la madre y cuatro hijos. Frente a las dos puertas, la chiquillería piaba desde la mañana hasta la noche. Los dos mayores tenían seis años y los dos pequeños quince meses. Los dos matrimonios y los nacimientos de cada criatura se habían verificado, simultáneamente casi, en los dos hogares.

Cuando los niños jugaban juntos, apenas distinguían las dos madres cuáles eran los propios y cuáles los del vecino; los dos padres los confundían absolutamente; los ocho nombres bailaban en sus cabezas, mezclándose a todas horas, y cuando querían llamar a uno, con frecuencia llamaban a tres antes de acertar con el verdadero.

Dejando a la espalda el balneario de Rolleport, la primera de las dos viviendas que aparecía era la de los Tubaches, que tenían tres hembras y un varón; la segunda era la de los Vallin, que tenían una hembra y tres varones.

Todos vivían trabajosamente con sopitas, papas y aire puro. A las siete de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde, cada matrimonio llamaba a los suyos para repartir la comida, como los que guardan patos reúnen a los animalitos. Las criaturas se colocaban alineadas junto a una mesa, barnizada por el roce de medio siglo. El menor de todos apenas llegaba con la boca al nivel de la mesa. Les ponían delante un plato con pan remojado en el agua en que se habían cocido patatas, media col y tres cebollas, y todos lo devoraban como hambrientos; la madre daba de comer al menor. Un poco de carne cocida los domingos era un regalo para todos, y aquel día el padre mascaba reposado, repitiendo:

—Así comería yo siempre.


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Cariños de Familia

Guy de Maupassant


Cuento


El tranvía de Neuilly había dejado atrás la puerta Maillot y corría en línea recta a todo lo largo de la gran avenida que va a parar al Sena. La maquinilla, enganchada a su vagón, pitaba para que se apartasen de su camino, escupía su vapor, jadeaba como corredor al que falta el aliento, y sus émbolos se movían con ruidos precipitados de piernas de hierro. Caía sobre la calle el pesado calor de una tarde de verano, y, aunque no soplaba brisa alguna, ascendía del suelo un polvillo blanco, calizo, opaco, asfixiante y cálido que se pegaba a la húmeda piel, cegaba la vista, penetraba en los pulmones.

La gente salía a la puerta de sus casas, en busca de aire.

El vagón de pasajeros tenía bajadas las ventanillas, y todas sus cortinas ondeaban, sacudidas por la rápida carrera. Eran pocas las personas que iban dentro, porque en días tan calurosos la gente prefería viajar en la imperial o en las plataformas. Iban obesas señoras de vestidos presuntuosos, burguesas de barriada que suplen la distinción de la que carecen con una tiesura inoportuna, oficinistas cansados del despacho, de caras amarillentas, cintura doblada y un hombro algo más alto que otro, del mucho trabajar encorvados sobre la mesa. La expresión intranquila y triste de sus rostros revelaba también preocupaciones domésticas, constantes apuros monetarios y viejas esperanzas definitivamente fracasadas; porque todos ellos formaban parte de ese ejército de pobres hombres raídos, que vegetan económicamente en mezquinas casas de yeso, que tienen por jardín un arriate y se alzan en medio de esos campos de los alrededores de París, en los que se aprovechan los residuos de todos los pozos negros.


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Historia de los Viajes de Escarmentado

Voltaire


Cuento


En la ciudad de Candía vine yo al mundo el año de 1600. Era su gobernador mi padre, y me acuerdo que un poeta ménos que mediano, aunque no fuese medianamente desaliñado su estilo, llamado Azarria, hizo unas malas coplas en elogio mio, en las quales me calificaba de descendiente de Minos en linea recta; mas habiendo luego quitado el gobierno á mi padre, compuso otras en que me trataba de nieto de Pasifae y su amante. Mal sugeto era de veras el tal Azarria, y el bribon mas fastidioso que en toda la isla habia.

Quince años tenia quando me envió mi padre á estudiar á Roma, y yo llegué con la esperanza de aprender todas las verdades, porque hasta entónces me habian enseñado todo lo contrario de la verdad, segun es uso en este mundo, desde la China hasta los Alpes. Monsiñor Profondo, á quien iba recomendado, era sugeto raro, y uno de los mas terribles sabios que en el mundo habia. Quísome instruir en las categorías de Aristóteles, y por poco me pone en la de sus gitones: de buena me libré. Ví procesiones, exorcismos, y no pocos robos. Decian, aunque contra toda verdad, que la siñora Olimpia, dama muy prudente, vendia ciertas cosas que no suelen venderse. De mi edad todo esto me parecia muy gracioso. Ocurrióle á una señora moza, y de muy suave condicion, llamada la siñora Fatelo, prendarse de mi: obsequiábanla el reverendisimo padre Puñalini, y el reverendísimo padre Aconiti, religiosos de una congregacion que ya no existe, y los puso de acuerdo á entrámbos dándome sus favores; pero me vi á peligro de ser envenenado y excomulgado. Dexé á Roma muy satisfecho con la arquitectura de San Pedro.

Viajé por Francia, donde reynaba á la sazon Luis el justo; y lo primero que me preguntáron fué si queria para mi almuerzo un trozo del mariscal de Ancre, que habia asado la gente, y le vendian muy barato á los que querian comprar su carne para regalarse.


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Carta de un Loco

Guy de Maupassant


Cuento


Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.

Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.

Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.


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Coco

Guy de Maupassant


Cuento


En toda la zona circundante llamaban a la finca de los Lucas, «La hacienda». No se sabría decir por qué. Sin duda, los campesinos asociaban a la palabra «hacienda» una idea de riqueza y de grandeza, puesto que esta propiedad era sin lugar a dudas la más extensa, la más opulenta, la más ordenada de la comarca. El patio, inmenso, rodeado de cinco filas de magníficos árboles para proteger del intenso viento de la planicie a los manzanos compactos y delicados, contenía largos edificios cubiertos de tejas para conservar el forraje y los cereales, hermosos establos construidos en sílex, cuadras para treinta caballos, y una vivienda de ladrillo rojo que parecía un pequeño palacio. El estiércol estaba bien cuidado; los perros de guarda tenían casetas y todo un mundo de aves pululaba entre la hierba crecida. Cada mediodía, quince personas, dueños, criados y sirvientas, se sentaban en torno a la larga mesa de la cocina sobre la que humeaba la sopa en una gran fuente de loza con flores azules.

Los animales, caballos, vacas, cerdos y corderos estaban gordos, cuidados y limpios; el patrón Lucas, un hombre alto que empezaba a echar estómago, hacía su ronda tres veces al día, vigilándolo todo, pensando en todo.


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Confesiones de una Mujer

Guy de Maupassant


Cuento


Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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