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etiqueta: Cuento fecha: 05-03-2017


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El Hijo del Lobo

Jack London


Cuento


El hombre raras veces hace una evaluación justa de las mujeres, al menos no hasta verse privado de ellas. No tiene idea sobre la atmósfera sutil exhalada por el sexo femenino, mientras se baña en ella; pero déjeselo aislado, y un vacío creciente comienza a manifestarse en su existencia, y se vuelve ávido de una manera vaga y hacia algo tan indefinido que no puede caracterizarlo. Si sus camaradas no tienen más experiencia que él mismo, agitarán sus cabezas con aire dubitativo y le aconsejarán alguna medicación fuerte. Pero la ansiedad continúa y se acrecienta; perderá el interés en las cosas de cada día, y se sentirá enfermo; y un día, cuando la vacuidad se ha vuelto insoportable, una revelación descenderá sobre él.

En la región del Yukón, cuando esto sucede, el hombre por lo común se provee de una embarcación, si es verano; y si es invierno, coloca los arneses a sus perros, y se dirige al Sur. Unos pocos meses más tarde, suponiendo que esté poseído por una fe en el país, regresa con una esposa para que comparta con él esa fe, e incidentalmente sus dificultades. Esto sirve, sin embargo, para mostrar el egoísmo innato del hombre. Nos lleva, también, al drama de "Cogote" Mackenzie, que tuvo lugar en los viejos días, antes de que la región fuera desbandada y cercada por una marea de che-cha-quo , y cuando el Klondike solo era noticia por sus pesquerías de salmón.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Combate

Jack London


Cuento


I

Todo tipo de alfombras se extendían en el suelo, a sus pies; dos de ellas, procedentes de Bruselas, fueron las primeras que vieron y parecían ser el término de la búsqueda, mientras otras veinte también atraían su atención, prolongando el debate entre el deseo y el bolsillo. El jefe de sección en persona era quien les hacía el honor de esperar su decisión; o más bien le hacía el honor a Joe, ella lo sabía muy bien, pues había notado la reverencia boquiabierta del ascensorista, que parecía absorberlo con los ojos mientras los conducía al primer piso; tampoco había dejado de ver el respeto que le demostraban a Joe los chicos y los grupos de jóvenes en las esquinas de las calles cuando había atravesado tomada de su brazo el vecindario, en la parte oeste de la ciudad.

El jefe de sección los había dejado para responder el teléfono, y ella fue invadida por una duda y una ansiedad que ponían en segundo plano la espléndida promesa de las alfombras y el fastidio por el gasto.

—¡Francamente, no entiendo qué es lo que te gusta! —dijo ella con una voz suave, cuya firmeza traicionaba recientes discusiones no resueltas.

Una sombra fugaz vino a oscurecer los rasgos juveniles de Joe, pronto reemplazada por un destello de ternura. No era más que un muchacho, y ella apenas una niña: una pareja de seres jóvenes en el umbral de la vida que se instalaban y compraban alfombras juntos.

—¿Por qué te preocupas? —preguntó él—. Es la última vez, la última de las últimas.

Le sonrió, pero ella vio en sus labios un inconsciente suspiro que desmentía esa promesa, y con el instintivo monopolio de la mujer sobre su compañero, temió a ese adversario que no comprendía y que lo tenía tan dominado.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Alba Malograda

Rudyard Kipling


Cuento


C’est moi, c’est moi, c’est moi!
Je suis la Mandragore!
La fille des beaux jours qui s’éveille à l’aurore—
et qui chante pour toi!

CHARLES NODIER

En los extraordinarios días que precedieron a los Juicios, un genio llamado Graydon anticipó que los progresos en la educación y en el nivel de vida provocarían una avalancha de lecturas normalizadas bajo la cual quedaría sepultado cualquier indicio de inteligencia, y a fin de satisfacer esta demanda decidió crear el Sindicato para el Suministro de Ficción.

Comoquiera que en un par de días trabajando para él ganaban más que en una semana en cualquier otra parte, su empresa atrajo a numerosos jóvenes, hoy eminentes. Graydon les pidió que no perdieran de vista esos libros baratos del género romántico, además del catálogo de pertrechos navales y militares (que les proporcionaría contexto y decorados a medida que las modas fueran cambiando) y El amigo del hogar, un semanario sin rival especializado en emociones domésticas. La juventud de sus colaboradores no fue óbice para que algunos de los diálogos amorosos incluidos en títulos como Los peligros de la pasión, Los amantes perdidos de Ena o el relato del asesinato del duque en La tragedia de Wickwire —por nombrar sólo algunas de las obras maestras que hoy nunca se mencionan por miedo al chantaje— no desmereciesen en absoluto los trabajos que sus autores firmaron con su nombre real en tiempos más distinguidos.

Figuraba entre estos jóvenes cuervos motivados por la ambición a posarse temporalmente en la percha de Graydon un muchacho del norte llamado James Andrew Manallace, pausado y lánguido, de esos que no se inflaman por sí solos sino que es necesario detonar. Resultaba inútil proporcionarle un esbozo de trama, ya fuese verbalmente o por escrito, pero con media docena de imágenes era capaz de escribir relatos asombrosos.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Vigilia de Gow

Rudyard Kipling


Cuento


Acto V, escena tercera

Después de la batalla.

La PRINCESA junto al estandarte en el fortín.

Entra GOW, con la corona del reino.

GOW: He aquí la muestra de que la reina se ha rendido.
Presuroso la trajo su último emisario.

PRINCESA: Ya era nuestro. ¿Dónde está la mujer?

GOW: Huyó con su caballo. Con el albor partieron.
No ha dado el mediodía y ya eres reina.

PRINCESA: Por ti… gracias a ti. ¿Cómo podré pagarte?

GOW: ¿Pagarme a mí? ¿Por qué?

PRINCESA: Por todo… todo… todo…
¡Desde que el reino sucumbió! ¿Lo habéis oído? «Me pregunta ¿por qué?».
Tu cuerpo entre mi pecho y el cuchillo de ella,
tus labios en la copa con la que quiso ella envenenarme;
tu manto sobre mí, esa noche en la nieve
de vigilia en el paso de Bargi. Cada hora
nuevas fuerzas, hasta este inconcebible desenlace.
«¿Honrarlo?». Te honraré… te honraré…
Es tu elección.

GOW: Niña, eso queda muy lejos.

(Entra FERDINAND, como recién llegado a caballo).

Éste hombre sí es digno de todos los honores. ¡Sé bienvenido, Zorro!

FERDINAND: Y tú, Perro Guardián. Es un día importante para todos.
Lo planeamos y lo hemos conseguido.

GOW: ¿La ciudad se ha tomado?

FERDINAND: Lealmente. Ebrios de lealtad están en ella.
El ánimo virtuoso. Tus bombardeos han contribuido…
Pero traigo un mensaje. La Dama Frances…

PRINCESA: Enferma la he dejado en la ciudad. Ningún quebranto, espero.

FERDINAND: Nada que a ella así le pareciera. Muy poco, en realidad, lo que (a gow) vengo a decirte. Que estará aquí enseguida.

GOW: ¿Es ella quien lo ha dicho?

FERDINAND: Escrito.
Esto. (Le da una carta). En la noche de ayer.
En mis manos lo puso el sacerdote…
La acompañó en su hora.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Pruebas de las Sagradas Escrituras

Rudyard Kipling


Cuento


1 Levántate, resplandece,
porque llega tu luz
y la gloria del Señor despunta sobre ti,
2 mientras las tinieblas envuelven la tierra
y la oscuridad cubre los pueblos.
3 Las naciones caminarán a tu luz
y los reyes al resplandor de tu aurora.

19 Ya no será tu luz el sol durante el día,
ni la claridad de la luna te alumbrará,
pues el Señor será tu luz eterna y tu Dios, tu esplendor.
20 No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna,
porque el Señor será tu luz eterna,
cumplidos ya los días de tu duelo.

ISAÍAS 60, 1:3; 19:20

Estaban sentados en unas sillas robustas, en el suelo de guijarros, al lado del jardín, bajo los aleros de la casa de verano. Los separaba una mesa con vino y vasos, un fajo de papeles, pluma y tinta. El más gordo de los dos hombres, desabrochado el jubón, la frente amplia manchada y surcada de cicatrices, fumó un poco antes de tranquilizarse. El otro cogió una manzana de la hierba, la mordisqueó y retomó el hilo de la conversación que al parecer habían trasladado al exterior.

—¿A qué perder el tiempo con insignificancias que no te llegan al ombligo, Ben? —preguntó.

—Me da un respiro… me da un respiro entre combate y combate. A ti no te vendrían mal un par de peleas.

—No para malgastar cerebro y versos con ellas. ¿Qué te importaba a ti Dekker? Sabías que te devolvería el golpe… y con dureza.

—Marston y él me han estado acosando como perros… a cuenta de mi negocio, como dicen ellos, aunque en realidad era por mi maldito padrastro. «Ladrillos y mortero», decía Dekker, «y ya eres albañil». Se burlaba de mí en mis propias narices. En mi juventud todo era limpio como la cuajada. Luego este humor se apoderó de mí.

—¡Ah! ¿«Cada cual y su humor»? Pero ¿por qué no dejas en paz a Dekker? ¿Por qué no lo mandas a paseo como haces conmigo?


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

En el Mismo Barco

Rudyard Kipling


Cuento


—El origen de muchos delirios es un latido venoso —dijo el doctor Gilbert con dulzura.

—¿Cómo entonces quiere que le explique lo que me pasa? —la voz de Conroy se elevó casi hasta quebrarse.

—Desde luego, pero debería haber consultado con un médico antes de usar… paliativos.

—Me estaba volviendo loco. Y ahora no puedo pasarme sin ellos.

—¡No será para tanto! Uno no adquiere hábitos fatales a los veinticinco años. Piénselo una vez más. ¿Se asustaba usted cuando era niño?

—No lo recuerdo. Todo empezó cuando era un chaval.

—¿Con o sin los espasmos? Por cierto, ¿le importaría describirme de nuevo cómo es el espasmo?

—Bueno —dijo Conroy, rebulléndose en el asiento—. Yo no soy músico, pero imagínese que fuera usted una cuerda de violín… vibrando… y que alguien lo tocara con un dedo. ¡Como si un dedo rozase el alma desnuda! ¡Es terrible!

—Como una indigestión… o una pesadilla… mientras dura.

—Pero ese horror me acompaña durante días. Y la espera es… ¡y para colmo está esa adicción al medicamento! ¡Esto no puede seguir así! —Se estremeció al decirlo, y la silla crujió.

—Mi querido amigo —dijo el doctor—, cuando sea usted mayor comprenderá las cargas que soportan incluso los mejores. Cada espartano tiene su zorro.

—Eso no me ayuda. ¡No puedo! ¡No puedo! —exclamó Conroy rompiendo a llorar.

—No se disculpe —dijo Gilbert cuando el paroxismo hubo pasado—. Estoy acostumbrado a que la gente se… desahogue un poco en esta sala.

—¡Son esas tabletas! —Conroy dio un ligero pisotón mientras se sonaba la nariz—. Me han vuelto loco. Yo era un hombre sano. He probado a hacer ejercicio, de todo. Pero si me quedo sentado un minuto cuando llega el momento… aunque sean las cuatro de la madrugada, ya no me deja en paz.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Un Hecho Real

Rudyard Kipling


Cuento


Si dudas de la historia que te cuento,
navega entre las olas del Pacífico sur;
llega hasta donde las ramas del coral
son batalla sin fin de vidas infinitas;
donde unidas al buque a la deriva
se hinchan y flotan medusas irisadas;
y una estrella de mar pasea de puntillas,
cantando entre las algas de la playa;
donde bajo miríadas de púas espinosas
se deslizan erizos sobre rocas.
Un cárdeno prodigio vagamente atisbado,
surge de las tinieblas donde duerme la sepia;
y varada en abismos más oscuros se oculta
la cegada pareja de serpientes marinas
que con pereza explora navíos naufragados,
llevados a sus labios entre las aguas negras.

Las palmeras

Una vez sacerdote, siempre sacerdote; una vez albañil, siempre albañil; pero una vez periodista, siempre y eternamente periodista.

Éramos tres, todos periodistas, los únicos pasajeros de un pequeño vapor errante que navegaba allí donde sus patrones ordenaban. Había estado en Bilbao, en el negocio del mineral de hierro, además de destacado por el gobierno español en Manila, y terminaba entonces sus días comerciando con culis en Ciudad del Cabo y realizando alguna que otra travesía a Madagascar e incluso hasta Inglaterra. Supimos que zarpaba en lastre rumbo a Southampton y decidimos embarcar, porque el precio del pasaje era simbólico. Allí estábamos Keller, corresponsal de un periódico estadounidense, que regresaba a su país tras dar cuenta de las ejecuciones en el palacio; un hombre corpulento y mitad holandés, llamado Zuyland, propietario y director del periódico de una localidad próxima a Johannesburgo; y quien esto escribe, tras haber renunciado solemnemente al periodismo y jurado olvidar que alguna vez conoció la diferencia entre un anuncio impreso y otro radiado.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Filo de la Noche

Rudyard Kipling


Cuento


¡Ah! ¿De qué sirve el giro clásico
o la palabra precisa,
ante la fuerza del hecho,
contado sin amañar?

¿Qué es el Arte que plasmamos
en pintura, rima y prosa
ante a la Naturaleza bruta
que mil veces nos derrota?

—¡ Eh! ¡Eh! ¡Contén a tus caballos! ¡Detente!… ¡Bien! ¡Bien! —Un hombre enjuto, con un abrigo forrado de marta, saltó de un vehículo privado, impidiéndome el paso camino de Pall Mall—. ¿No me conoces? Es comprensible. Apenas llevaba nada encima la última vez que nos vimos… en Sudáfrica.

Cayeron las escamas de mis ojos y lo vi con una camisa militar de color azul claro, tras un alambre de espino, entre los prisioneros holandeses que se lavaban en Simonstown, hace más de doce años.

—Pero ¡si eres Zigler…! ¡Laughton O. Zigler! —exclamé—. ¡Cuánto me alegro de verte!

—¡Por favor! No malgastes tu inglés conmigo. «Cuánto me alegro de verte… y bla, bla, bla». ¿Vives aquí?

—No, he venido a comprar provisiones.

—En ese caso, sube a mi automóvil. ¿Adónde vas?… ¡Sí, los conozco! Mi querido lord Marshalton es uno de los directores. Piggott, llévanos a la Cooperativa de Suministros Navales y Militares, S. L., en Victoria Street, Westminster.

Se acomodó en los mullidos asientos neumáticos color paloma y su sonrisa fue como si todas las luces se encendieran de pronto. Tenía los dientes más blancos que los accesorios de marfil del coche. Olía a un jabón extraño y a cigarrillos, los mismos que me ofreció de una pitillera dorada con un encendedor automático. En mi lado del coche había un espejo con marco de oro, una baraja y un estuche de tocador. Lo miré con aire inquisitivo.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Radio

Rudyard Kipling


Cuento


LA CANCIÓN DE RASPAR, EN «VARDA»

Alta la mirada ante los peligros,
los muchachos siguen el vuelo de Psyche,
vueltos hacia arriba los rostros sudorosos,
con redes azotan los vacíos cielos.

Sigue su caída entre los zarzales,
se pinchan los dedos con copas de pinos.
Tras mil arañazos y otros tantos golpes
enjugan sus frentes, y la caza cesa.

Viene luego el padre a tranquilizarlos
y calma el derroche de dolor y pena,
diciendo: «Hijos míos, id hasta mi huerto
y de él traedme una hoja de col.

»Hallaréis en ella montones de huevos
grises y sin lustre, que, bien protegidos
en larva se tornan y luego en docenas
de Pysches radiantes y resucitadas».

«El Cielo es hermoso; es fea la Tierra»,
dijo el sacerdote tridimensionado.
No busques a Psyche nacer donde yacen
babosa y lombriz… ¡Ésa es nuestra muerte!

ERIK JOHAN STAGNELIUS

—¿ No le resulta raro este asunto de Marconi? —preguntó el señor Shaynor, con tos ronca—. Al parecer no le afecta nada, ni tormentas, ni montañas… nada; si es verdad, mañana lo sabremos.

—Pues claro que es verdad —respondí, pasando detrás del mostrador—. ¿Dónde está el anciano señor Cashell?

—Ha tenido que irse a la cama por la gripe. Dijo que seguramente vendría usted por aquí.

—¿Y su sobrino?

—Dentro, preparándolo todo. Me ha contado que en su último intento instalaron una antena en el tejado de uno de los grandes hoteles; las baterías electrificaron el agua y —soltó una risotada— las damas recibieron calambrazos al tomar sus baños.

—No lo sabía.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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