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etiqueta: Cuento fecha: 05-11-2020


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El Negrito de Melitón

Javier de Viana


Cuento


Era en el Paraguay, en la época trágica de las revoluciones y los motines cuarteleros que tuvieron sometido al noble país hermano a continuos sobresaltos y a perpetuas torturas.

Gobernaba a la sazón, con poderes discrecionales, el famoso coronel Fortunato Jara, encaramado al poder por un audaz golpe de mano y convertido en dictador. Dictador de la peor especie, por cuanto no lo guiaba otro móvil que la satisfacción de los apetitos de su desenfrenado libertinaje.

La soldadesca, alentada por el ejemplo de los superiores y segura de la impunidad, cometía todo género de violencias y de atentados contra la propiedad y las personas.

Los milicos vivían más en las tabernas y la ranchería del suburbio que en los cuarteles.

Ebrios la mayor parte del día, recorrían las calles de la ciudad, gritando, cantando, promoviendo escándalos.

No había peligro de reprimendas ni castigos: los oficiales, por su parte, cuando no junto con ellos, cometían idénticos excesos, explicables,—ya que de ningún modo disculpables,—por el estado de completa anarquía y el relajamiento de la disciplina, fomentados en primer término por el jefe supremo con su conducta sin precedentes.

Tan lejos estaba a su ánimo el deseo de tomar medidas moralizadoras de severa represión, que era el primero en reir y festejar las «travesuras» de sus subalternos.

—¡Los muchachos también tienen derecho a divertirse!...—decía riendo.

—Y nada no pueden icir los otros,—conformaba algún adulador.

De fijo que nada podían decir «los otros»; pero no por faltarles derecho para la protesta, sino porque, bajo el régimen del terror, la más elemental prudencia aconsejaba mascar en silencio el amargo del agravio, ahorrando reclamaciones, cuyas consecuencias inevitables serían acentuar la persecución de parte de los forajidos.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Desagradecidos

Javier de Viana


Cuento


Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.

La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.

Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.

Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:

—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.

Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:

—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.

—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.

Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.

Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:

—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.

Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Sangre Vieja

Javier de Viana


Cuento


Á Luis Reyes y Carballo

I

¡El pobre viejo!... No había quien lo sacara de su "aripuca", cerca de la costa del Tacuarí, en la frontera. Allí, en un rancho ruinoso que tenía por puerta un cuero de ternero, vivía él, solo, como arbolito en la cuchilla y contento como caballo en la querencia. Salir, salía raras veces; pero no le faltaban visitas, empezando por don Mariano Sagarra, su compadre, su amigo de la infancia y su protector, que no sólo le había dado población en el campo, sino que también le mandaba diariamente de la Estancia medio capón ó la cuarta parte de un costillar de vaca, porque el viejo, á pesar de tener la boca más pelada que corral de ovejas, no había podido acostumbrarse á otros manjares que á la carne asada y á la carne hervida. Otros, además de su compadre, llegaban con frecuencia á la tapera, y eran mozos que gustaban de escuchar su charla pintoresca y sus animados relatos; ó viejos como él, que iban á saborear en su compañía el sabroso amargo de los recuerdos juveniles.

¡El pobre don Venancio Larrosa!... Para el trabajo había sido duro como su raza, y aun entonces—con su cuerpecito encorvado, sus manos enflaquecidas y su cara más rugosa que cuero vacuno asoleado sin estaquear— solía echar sus boladas en las corridas de un aparte. Es verdad que á él lo que le costaba era montar á caballo; pero una vez enhorquetado, se pegaba como saguaipé y corría como luz mala.


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Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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P'Hacerlo Rabiar al Otro

Javier de Viana


Cuento


—Me vi' a dir.

—¿P' ande?

Pa cualisquier pago que tenga arroyos ande uno pueda arrojarse...

—¿Tenés ganas de augarte?

—...o campos fieros, con serranías o cangrejales que permitan quebrarse el pescuezo de una rodada!...

—¡La pucha!... Sabe aparcero qu' está más fúnebre que cajón de difunto?... ¿Qué le acontece?.. ¿Carnió a lo gringo y cortó la vegiga de la yel?...

—¡Cuasi asina!... ¡De la res qu'he carniao, tuitas las tripas me resultan tripas amargas!...

—¿Y d' ahí?... El remedio está acollarao con la enfermedá: deje las achuras pa los perros y meriende los costillares y la pulpa...

—¡Si la res que carnié no tiene más que achuras!...

Esta última frase la pronunció Trifón con tal acento de amargura y de descorazonamiento, que su amigo Silverio, condolido, cambió de tono y exclamó afectuosamente:

—Estás desagerando, muchacho... Por ruin que sea la lonja, ningún lazo se rompe de la primera enlazada... ¿Qué te pasa para ponerte blandito asina?...

—¡Que m' ha de pasar!... Usté lo sabe bien.

—Carculo no más... Yo no he dentrao al rancho 'e tu alma pa saber si la cama está renga.

—No carece dentrar al agua pa saber qu' el arroyo está de nado.

—Sí; cuando se tiene seña. En el paso chico del Auspon, pu' ejemplo, yo sé que cuando l' agua llega al primer ñudo del sauce viejo de la derecha, moja las verijas del mancarrón, y cuando sube hasta la horqueta, baña el lomo... Eso sé, porque lo vide sinfinidad de ocasiones... Pero en tu caso...

—Mi caso es más claro entuavía,—respondió violentamente Trifón. Y echándose sobre los ojos el chambergo, se fué de la enramada.

Silverio, gaucho maduro ya, lo miró partir con lástima, sacudió la cabeza, sacó la tabaquera y mientras armaba un cigarrillo, exclamó:


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Los Gringos

Javier de Viana


Cuento


La estancia de los «Horcones», después de extenderse por varias leguas en el oeste de la provincia, se ha ido desparramando en otras varias leguas, por la pampa lindera.

Las primeras se debieron al esfuerzo consecutivo de tres generaciones de Salazar de Villarica. Don Martín el fundador, fué un vasco recio y animoso que se instaló en el entonces semidesierto, con un rebaño de ovejas y cuya energía logró triunfar en la lucha incesante con la indiada, con los malevos, con las policías, con los alcaldes y las calamidades menores de las sequias torturantes y de las inundaciones desvastadoras.

El segundo Salazar de Villarica, don Carlos, heredó de su padre un vasto y próspero establecimiento, que él agrandó y perfeccionó mediante un esfuerzo y una tenacidad dignas del heróico antecesor.

Contribuyó no poco a sus éxitos, Lino Colombo, robusto y activo mocetón genovés, que empezó por sembrar unas cuantas hortalizas y plantar una docena de frutales.

Y dos años después, ya no era una docena, sino una centena de durazneros, perales, manzanos, que formaba alegre festón al antes desnudo y triste caserón de la estancia.

La peonada gaucha miró al principio con adversión al innovador.

—Ahí viene el loco 'e los árboles—decía despreciativamente uno, al verlo regresar, siempre a pie, las herramientas al hombro, en mangas de camisa, la cabeza eternamente descubierta.

—Ahí está el dueño de la hacienda verde—mofaba otro, no pudiendo comprender que el campo pudiese ser ocupado en otra cosa que en la cría de vacas, caballos y ovejas.

Empero, como el gaucho es por naturaleza goloso, cuando llegó la producción, cuando pudieron hartarse de duraznos, de peras, de manzanas, de membrillos, cesaron las hostilidades, aunque no las puyas, hacia el «ganadero de la hacienda verde», a quien, por otra parte, don Carlos dispensaba la mayor confianza, alentándolo en sus plantaciones.


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Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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Lanza Seca

Javier de Viana


Cuento


Profundamente abatido, Ponciano resistió aún:

—¡No Nerea!... Eso no; ¿pa qué comprometerme al ñudo?... ¿Tenés ganas de comer una ternera gorda?... Yo tengo muchas en mi rodeo y no viá dir a carniar la ternerita blanca del vasco Anselmo, exponiéndome a un disgusto...

—¡Compraselá!

—Ya te dije que no quiere venderla.

—Robaselá, entonces...

Y luego, con esa expresión de insolente fiereza que sólo saben tener las mujeres, exclamó:

—¡No ha de ser el primer zorro que desollés!...

La bofetada hizo empurpurar sus flacas mejillas tostadas por todos los soles estivales y por todas las heladas invernales. Pero la pasión, una pasión casi senil, le maneó la voluntad y el orgullo. Guardó silencio.

Envalentonada, la china impuso:

—Ya sabés: el lunes que viene, de aquí cinco días, es mi santo, y yo quiero festejarlo comiendo la ternerita blanca del vasco Anselmo.

Ponciano se despidió contristado, sin aventurar una respuesta. En el momento de montar a caballo, ella insistió:

—Si el lunes no venís con la ternera, es al ñudo que vengás...

Era él un gaucho alto y flaco, que parecía más alto y más flaco debido a la eterna vestimenta negra. Tenía una cabeza perfectamente árabe; denegridos el pelo, la barba y los ojos; aguileña y afilada la nariz; salientes los pómulos, hundidas las quijadas, obscura la tez, finos los labios, blanquísimos los dientes.

Su flacura le había valido el mote generalizado de «Lanza seca» y pasaba en el pago por un personaje misterioso.

Su oficio era el de acarreador de ganado para invernadas y saladeros, y tenía gran crédito debido a su pericia y a su honradez.

En los veinte años que llevaba trabajando en el pago, nadie había tenido de él la más mínima queja.


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La Libertad del Cimarrón

Javier de Viana


Cuento


Floro Niz regresaba a su ranchito en la tibiedad adorable de un sereno crepúsculo otoñal.

Su ranchito de paja y totora, semioculto entre un grupo de talas espinosos, a orillas de un plácido arroyuelo, ostentaba al frente un gran ceibo que en las primaveras tendían sobre la puertecita de entrada, regio cortinado escarlata.

Era un nido agreste, digna morada de Floro Niz, el gauchito trovero, calandria humana que iba de pago en pago y de rancho en rancho desgranando las notas sentimentales de sus cantos.

Mientras él afectaba sus giras triunfales de rapsoda ablandando hasta los pechos de pedernal con las lágrimas cálidas de sus canciones, cuidaba el nido Bebé, su linda compañera, de piel de bronce, de cabellera negro-azulada como el plumaje del morajú, de ojos más oscuros que el fondo de una cachimba, de labios que parecían teñidos con la sangre del fruto del ñangapiré, de dientes menudos y blancos como el nácar de las escamas de las mojarras.

Era Bebé una estatuita tallada en cerno de coronilla; y su alma era buena como la torcaz, sensible como la caicobé, y al mismo tiempo altiva como el cardenal de la selva y el chaja de los esteros.

Era tan buena que hasta los yuyos la querían: alrededor de la casita, el trébol y la gramilla se emulaban en formar una mullida alfombra y se estremecían de gozo cuando al alba, los piececitos desnudos de la morocha, más que hollarlos, les producían la voluptuosa sensación de una caricia...

Era en un encantador atardecer de otoño. Al descender del caballo, Floro fué recibido en los brazos de su amada, quien lo besó frenéticamente en la boca y en los ojos.

—¿Te jué bien, mi pajarito?

—Me jué lindo, mi chingola...

Penetraron en el rancho. El puso sobre la mesa sus maletas y empezó a vaciarlas.

—Mirá, prenda: te truje este corte 'e vestido... ¿Te gusta? ...


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La Cadena

Javier de Viana


Cuento


El reloj de pared sonó las diez con una lenta y cascada voz de viejo.

A esa voz, don Manuel levantóse sobresaltado de la silla en que se había quedado dormido. Su vista vaga, indecisa, paseóse por el salón, desconociéndolo.

La vieja lámpara que pendía del techo, derrababa una luz amarillenta y triste sobre las anaquelerías atascadas de artículos diversos, sobre el hule descascarado que tapizaba el mostrador y sobre las botellas y los vasos alineados sobre el zinc del despacho de bebidas.

En lo alto de los muros blanqueados, proyectaban sombras raras los objetos suspendidos de las vigas del techo: frenos, tazas, cinchas, cazuelas, riendas y maneas, jarros y guitarras, una disparatada población de bric-a-brac.

Don Manuel observaba el lugar con creciente sorpresa. Miró la armazón de enfrente, la mayor, en cuyos estantes se apilaban las piezas de tela, las blancas cajas de cartón conteniendo festones y puntillas, las verdes cajas guardando medias y calcetines, todo parecióle extraño, desconocido.

Y sin embargo, todo allí, todo, en conjunto, y en detalles, le era familiar. Probablemente no existía en la casa un solo objeto que no hubiese pasado por sus manos; un solo artículo cuya colocación, calidad, precio de costo y de venta, ignorase, y eso que los había en cantidad respetable y en mescolanza original, dado que la casa era: «almacén, tienda y ferretería», con el aditamento de librería y farmacia, más el obligado apéndice de acopio de frutos del país: trigo, maíz, lana, cueros, cerda, aspas, etc., y la yapa de «agencia de correos y venta de papel sellado y timbres»; un «Louvre» o un «Bon Marché» en plena Pampa.


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