Textos mejor valorados etiquetados como Cuento publicados el 7 de junio de 2016 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 07-06-2016


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La Tristeza

Antón Chéjov


Cuento


La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

—¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Mujer Sin Prejuicios

Antón Chéjov


Cuento


Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los dedos una moneda de veinte kopecs, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas con los dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es valiente y audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres chillan y enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de barítono, porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le iguale.

¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Se disipó su energía y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.

Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento... Sus piernas, ágiles y diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva difícil... ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer del Boticario

Antón Chéjov


Cuento


La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Solo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.

Hace tiempo que todo duerme. Tan solo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!

La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.

"Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento", piensa la mujer del boticario.


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La Obra de Arte

Antón Chéjov


Cuento


Sacha Smirnof, único hijo de su madre, entró en el gabinete del doctor Cochelkof llevando debajo del brazo un paquete envuelto en un periódico.

—¡Hola, amiguito!—le saludó el doctor—. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Qué tal?

Sacha guiñó los ojos, colocó su mano sobre el pecho y pronunció con voz agitada:

—Mi mamá le manda recuerdos... Soy hijo único de mi madre; usted me ha salvado la vida...; me ha curado de una enfermedad peligrosa...; no sabemos cómo demostrarle nuestro agradecimiento...

—¡Está bien, está bien, amiguito!—interrumpió el doctor satisfecho—. Hice lo que otro hubiera hecho en mi lugar.

—Soy hijo único de mi madre... Somos gente pobre y no disponemos de medios suficientes para remunerarle su trabajo... Estamos muy avergonzados... Sin embargo... mamá y yo..., hijo único de mi madre..., le rogamos acepte este objeto como testimonio de nuestro agradecimiento... Es un objeto caro... de bronce antiguo... una obra de arte...

—¿Para qué? Es inútil...—interrumpió el doctor.

—No...; no puede usted negarnos este favor—replicó Sacha, desatando el paquete—. Sería un desaire para mamá y para mí... Es una cosa magnífica... una antigüedad... La heredamos de mi papá; la guardábamos como recuerdo... Mi papá compraba antigüedades y las revendía a los aficionados... Mi mamá y yo hacemos ahora este trabajo...

Sacha desenvolvió el objeto y lo colocó triunfalmente en la mesa. Era un candelabro de bronce antiguo y de labor artística; un grupo de dos mujercitas, completamente desnudas, en unas posturas que no puedo describir por falta de valor y temperamento. Las figuritas sonreían y parecía que, si no fuera por la obligación en que estaban de sostener las palmatorias, saltarían de su pedestal armando un escándalo superior a toda imaginación.

El doctor echó una mirada al regalo, rascóse la cabeza y dijo:


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Historia de un Contrabajo

Antón Chéjov


Cuento


Procedente de la ciudad, el músico Smichkov se dirigía a la casa de campo del príncipe Bibulov, en la que, con motivo de una petición de mano, había de tener lugar una fiesta con música y baile. Sobre su espalda descansaba un enorme contrabajo metido en una funda de cuero. Smichkov caminaba por la orilla del río, que dejaba fluir sus frescas aguas, si no majestuosamente, al menos de un modo suficientemente poético.

"¿Y si me bañara?", pensó.

Sin detenerse a considerarlo mucho, se desnudó y sumergió su cuerpo en la fresca corriente. La tarde era espléndida, y el alma poética de Smichkov comenzó a sentirse en consonancia con la armonía que lo rodeaba. ¡Qué dulce sentimiento no invadiría, por tanto, su alma al descubrir (después de dar unas cuantas brazadas hacia un lado) a una linda muchacha que pescaba sentada en la orilla cortada a pico! El músico se sintió de pronto asaltado por un cúmulo de sentimientos diversos... Recuerdos de la niñez... tristezas del pasado... y amor naciente... ¡Dios mío!... ¡Y pensar que ya no se creía capaz de amar!...

Habiendo perdido la fe en la humanidad (su amada mujer se había fugado con su amigo el fagot Sobakin), en su pecho había quedado un vacío que lo había convertido en un misántropo.

"¿Qué es la vida? —se preguntaba con frecuencia—. ¿Para qué vivimos?... ¡La vida es un mito, un sueño, una prestidigitación...!" Detenido ante la dormida beldad (no era difícil ver que estaba dormida), de pronto e involuntariamente sintió en su pecho algo semejante al amor. Largo rato permaneció ante ella devorándola con los ojos.


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La Máscara

Antón Chéjov


Cuento


En el club social de la ciudad de X se celebraba, con fines benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la localidad, "un baile de parejas".

Era ya medianoche. Unos cuantos intelectuales sin antifaz, que no bailaban —en total eran cinco—, estaban sentados en la sala de lectura, alrededor de una gran mesa, y ocultas sus narices y barbas detrás del periódico, leían, dormitaban o, según la expresión del cronista local de los periódicos de la capital, meditaban.

Desde el salón del baile llegaban los sones de una contradanza. Por delante de la puerta corrían en un ir y venir incesante los camareros, pisando con fuerza; mas en la sala de lectura reinaba un profundo silencio.

—Creo que aquí estaremos más cómodos —se oyó de pronto una voz de bajo, que parecía salir de una caverna. ¡Por acá, muchachas, vengan acá!

La puerta se abrió y al salón de lectura penetró un hombre ancho y robusto, disfrazado de cochero, con el sombrero adornado de plumas de pavo real y con antifaz puesto. Le seguían dos damas, también con antifaz, y un camarero, que llevaba una bandeja con unas botellas de vino tinto, otra de licor y varios vasos.

—¡Aquí estaremos muy frescos! —dijo el individuo robusto—. Pon la bandeja sobre la mesa... Siéntense, damiselas. ¡Ye vu pri a la trimontran! Y ustedes, señores, hagan sitio. No tienen por qué ocupar la mesa.

El individuo se tambaleó y con una mano tiró al suelo varias revistas.

—¡Pon la bandeja acá! Vamos, señores lectores, apártense. Basta de periódicos y de política.

—Le agradecería a usted que no armase tanto alboroto —dijo uno de los intelectuales, mirando al disfrazado por encima de sus gafas—. Estamos en la sala de lectura y no en un buffet... No es un lugar para beber.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Estudiante

Antón Chéjov


Cuento


En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo, igual que si soplaran en una botella vacía. Una becada inició el vuelo, y un disparo retumbó en el aire primaveral con alegría y estrépito. Pero cuando oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo y frío viento del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario. Olía a invierno.


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En el paseo de Sokólniki

Antón Chéjov


Cuento


El día 1 de mayo se inclinaba al anochecer. El susurro de los pinos de Sokólniki y el canto de los pájaros son ahogados por el ruido de los carruajes, el vocerío y la música. El paseo está en pleno. En una de las mesas de té del Viejo Paseo está sentada una parejita: el hombre con un cilindro grasoso y la dama con un sombrerito azul claro. Ante ellos, en la mesa, hay un samovar hirviendo, una botella de vodka vacía, tacitas, copitas, un salchichón cortado, cáscaras de naranja y demás. El hombre está brutalmente borracho... Mira absorto la cáscara de naranja y sonríe sin sentido.

—¡Te hartaste, ídolo! —balbucea la dama enojada, mirando confundida alrededor—. Si tú, antes de beber, lo pensaras, tus ojos son impúdicos. Es poco lo que a la gente le repugna verte, te arruinaste a ti mismo todo el placer. Tomas por ejemplo té, ¿y a qué te sabe ahora? Para ti ahora la mermelada, el salchichón es lo mismo... Y yo me esforcé pues, tomé lo mejor que había...

La sonrisa sin sentido en el rostro del hombre se convierte en una expresión de agudo pesar.

—M—masha, ¿a dónde llevan a la gente?

—No la llevan a ningún lugar, sino pasea por su cuenta.

—¿Y para qué va el alguacil?

—¿El alguacil? Para el orden, y acaso y pasea... ¡Epa, hasta donde bebió, ya no entiende nada!

—Yo... no estoy mal... Yo soy un pintor... de género...

—¡Cállate! Te hartaste, bueno y cállate... Tú, en lugar de balbucear, piensa mejor... Alrededor hay árboles verdes, hierbita, pajaritos de voces diversas... Y tú sin atención, como si no estuvieras ahí... Miras, y como en la niebla... Los pintores se empeñan ahora en reparar en la naturaleza, y tú como un curda...

—La naturaleza... —dice el hombre y mueve la cabeza—. La na—naturaleza... Los pajaritos cantan... los cocodrilos se arrastran... los leones... los tigres...


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En los Baños Públicos

Antón Chéjov


Cuento


I

—¡Oye, tú..., quien seas! —gritó un señor gordo, de blancas carnes, al divisar entre la bruma a un hombre alto y escuálido, con una barbita delgada y una cruz de cobre sobre el pecho—. ¡Dame más vaho!

—Yo no soy bañero, señoría... Soy el barbero. La cuestión del vaho no es de mi incumbencia. ¿Desea, en cambio, que le ponga unas ventosas...?

El señor gordo acarició sus muslos amoratados y después de pensar un poco contestó:

—¿Ventosas?... Bueno, ¿por qué no?... Pónmelas. No tengo prisa.

El barbero corrió a la habitación de al lado en busca de los aparatos, y unos cinco minutos después, sobre el pecho y la espalda del señor gordo proyectaban su sombra diez ventosas.

—Lo he reconocido, señoría... —empezó a decir el barbero, mientras aplicaba la undécima ventosa—. El sábado pasado se sirvió usted venir a bañarse aquí y me acuerdo de que le corté los callos. Soy Mijailo, el barbero... ¿No lo recuerda?... Aquel día me preguntó usted algo sobre las novias...

—¡Ah, sí!... ¿Y qué hay?


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Iónich

Antón Chéjov


Cuento


I

Cuando los recién llegados a la ciudad de provincias S. se quejaban de lo aburrida y monótona que era la vida en ella, los habitantes de esa ciudad, como justificándose, decían que, al contrario, en S. se estaba muy bien, que en S. había una biblioteca, un teatro, un club, se celebraban bailes y —añadían finalmente— había algunas familias interesantes, agradables e inteligentes con las que podían relacionarse. Y mencionaban a los Turkin como los más instruidos y de mayores talentos.

Esta familia vivía en casa propia en la calle principal, junto a la del gobernador. El propio Turkin, Iván Petróvich, un hombre moreno, grueso y guapo, con patillas, organizaba espectáculos de aficionados con fines benéficos en los que interpretaba a viejos generales. Al hacer su papel, tosía de una manera muy cómica. Sabía muchos chistes, charadas, dichos, le gustaba bromear, lanzar frases picantes y siempre tenía una expresión que hacía dudar si hablaba en broma o en serio. Su mujer, Vera Iósifovna, una señora más bien delgada, de aspecto agradable y con lentes, escribía relatos y novelas que leía solícita a sus invitados. La hija, Ekaterina Ivánovna, una muchacha joven, tocaba el piano. En una palabra, cada miembro de la familia tenía algún talento. Los Turkin se alegraban de recibir invitados y se sentían felices de mostrarles sus talentos, cosa que hacían con cordial sencillez. Su casa de piedra era espaciosa y fresca en verano, la mitad de sus ventanas daban a un viejo jardín sombreado, donde en primavera cantaban los ruiseñores. Cuando en la casa había invitados, de la cocina venía el trajinar de los cuchillos y al patio llegaba un olor de cebolla frita; todo ello era siempre la premonición de una cena abundante y suculenta.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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