Isidro Gómez, robusto, fornido, sanguíneo.
Pascual Lamarca, alto, flaco, fuerte también, con sus músculos acecinados y sus nervios como torzales.
En un atardecer glacial. A intervalos remolinea, silbando finito, una
brisa burlona, cuyo único objeto parece ser levantar traidoramente las
haldas del poncho del viajero, facilitando el ataque de la pertinaz
llovizna con sus dardos de hielo.
Isidro y Pascual regresan del campo, donde han permanecido desde el
amanecer, trabajando sin tregua en la reconstrucción de un lienzo de
alambrado.
Isidro es violento y habla sin cesar, accionando con energía, sin
importársele de que el viento y la lluvia le mordieran las carnes.
Pascual, temblando de frío, manteníase quieto, escondido dentro del
poncho como un peludo en su cáscara y correspondía menguadamente a la
verbalidad de su camarada.
Hablaba Isidro:
—Salen diciendo que la culpa es mía, que tengo mal genio, que siempre
ando buscando pretestos pa corcobiar y que en un dos por tres y sin
motivo gano el campo y disparo arrancando macachines... ¡Y tuito eso es
mentira!...
—Dejuro.
—Vos que me conocés dende gurí, podés sartificar sí yo soy güeno u no soy güeno...
—Santifico.
—Y qu’ella es más mala que un alacrán.
—Espérate, che. Por primero, sabé que los alacranes no son malos;
cuando los hacen rabiar se encrespan y si pueden pinchan; pero no hacen
nada y es sólo el miedo de los bichos grandes el que les da importancia.
—Son venenosos...
—Como los mosquitos... Convencete, hay muchos maulas que pasan por
guapos porque la cara les guarda el cuerpo y nadie se ha atrevido a
atarles a una carrera formal.
Güeno, era un decir, para por comparancia, porque mala es mala; si no es alacrana es tigra.
—Yo no vide, pero dicen.
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