I
Igual que se corre el borrador sobre una pizarra escrita, Enrique Loy
pasóse la mano por la frente, con un vago ánimo de alejar, con este
movimiento, la idea fija que jamás lo abandonaba... Era la quinta o
sexta vez en el transcurso de ese día, que rememoraba aquel episodio
doloroso de su vida, cuyo recuerdo era tenaz como un tornillo que quiere
penetrar.
—¡Ea, vamos; hay que distraerse! —se dijo—.
Ambulaba por una de aquellas rúas comerciales en las que parece que
fuera más de prisa el agua corriente del humano vivir. Delante de él
marchaba una señora basta y gorda, viuda a todas las trazas, que
conducía de la mano a una niñita como de diez años.
Enrique Loy sonrió a la chiquilla.
—Ella es bonita y pequeña: una chalupita —pensó—; en cambio, la madre es una inmensa barca velera.
Le agradó ésta que consideraba ingeniosa observación, y rió con su risa ancha y sanota de muchacho ingenuo un poco baseballista, y un poco sentimental.
—¡Eso es! Una fragata a la que va acoderada una lanchita. Justamente, una navegación en conserva.
Y se le ocurrió que acaso podría hacer él —crucero de batalla— como en alta mar, un abordaje.
Tornó a reír, ahora escandalosamente; tanto que algún transeúnte
volvióse a mirarlo, quizás creyéndolo escapado de la casa de orates.
Momentáneamente resurgió en él el bachiller que obtuvo título en colegio de jesuítas...
—La más cruda visión de la pornografía que caracteriza a las
manifestaciones de la moda actual, la dan las niñitas —sentenció—. Y, en
conexión con esto, como dicen los periodistas, yo, de ser gobernante,
entre las publicaciones cuya importación prohibiría, estarían, además de
Gamiani y otras de la laya, La mode a demain y Pictorial Review.
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