Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento publicados el 10 de mayo de 2021 | pág. 7

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etiqueta: Cuento fecha: 10-05-2021


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Salvamento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Camino del pozo, cuando apenas amanecía, Ramón Luis mascaba hieles. ¡Su mujer, su Rosario, engañarle, afrentarle así! Y no quedaba el consuelo de la incertidumbre. Bien había visto al condenado de Camilo Solines salir por la puerta de la corraliza, escondiéndose… La sorpresa le quitó la acción, y no le echó al maldito las uñas al pescuezo para ahogarle, como era su deber. Sí; Ramón sentía, en forma de ley que le obligaba imperiosamente, que era forzoso matar al amante de Rosario. Porque ella…, a ella le quedaban ya en la piel, para escarmiento, buenas señales; pero ¿qué más va a hacer el hombre que tiene cuatro chiquillos, que caben todos debajo de un cesto? No, no, la justicia en él, en el ladrón. Ya le atraparía en el fondo de la mina, por revueltas oscuras, y allí, sin más arma, sin agarrar un cacho de pizarra siquiera, con los puños… A la primera vaga luz del alba, Ramón se miraba las manos, negras, recias, sin vello, porque se lo había raído el polvillo del carbón, y se le crispaban los dedos rudos al pensar en la garganta delgada de su enemigo. ¡Un chicuelo así, un hijo de perra…; y por él pierde una mujer la vergüenza, se olvida de las criaturas! ¿Y si lo sabían los compañeros?… Mejor, que lo supiesen; ya verían que no se juega con Ramón Luis…

El minero iba retrasado. Cuando penetró en el vasto cobertizo para recoger su lámpara, una piña de hombres obstruía el paso. Brotaban del grupo exclamaciones confusas, la angustia de una catástrofe. Preguntó…

—Hundimiento… No se sabe cuántos cogidos… Esperamos al ingeniero…


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Dominio público
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Siguiéndole

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No acostumbraba don Magín Dávalos practicar ninguna buena obra; y, hablando en plata, hacía lo menos treinta años que ni se le ocurría que las pudiese practicar. Solterón empedernido, pendiente del cultivo intensivo de su bienestar propio, encogíase de hombros cuando alguien se molestaba o sacrificaba por algo; y, en tono desdeñosamente benévolo, no dejaba de murmurar:

—¡Qué tonta es la humanidad!

En su interior, rodeábase de todas las comodidades que la civilización facilita a los pudientes, aunque no sean archimillonarios. Dávalos no lo era; pero su caudal le bastaba y sobraba para darse vida de rey, rey solitario sin familia y sin corte; rey holgazán y epicúreo, dedicado a discurrir todas las mañanas un nuevo goce egoísta y selecto, un copo más de algodón en rama, que aislase su cuerpo de los roces de la lucha y de la vida.


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Dominio público
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Sin Esperanza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El jefe de la estación, en su lugar, aguarda el tren, el duodécimo en aquel día despachado. ¡Qué movimiento el de la estación de Cigüeñal! Cosa de no parar un instante. Apenas sale un tren, ya es preciso pensar en la llegada de otro; y los intervalos de silencio y calma en que el andén enmudece y se ven los rieles desiertos, a estilo de severas arrugas sobre un rostro caduco, se diría que hacen resaltar, por el contraste, el bullicio infernal de las entradas y salidas.

El jefe aguarda. Dominando la fatiga, por una tensión mecánica de la voluntad; llamando en su ayuda las fuerzas de un organismo en otro tiempo robusto, hoy quebrantadísimo, minado en todos sentidos, como la tierra de los hormigueros, no piensa, no quiere pensar sino en su obligación. Terrible es la faena diaria del jefe de Cigüeñal. Para él no hay domingos, días festivos. Carnavales ni Navidades; para él no hay día ni noche; cada una tiene que levantarse tres veces: en invierno, tiritando; en verano, sudoroso, debilitado, aturdido; para él la vida es una serie de sobresaltos, y al campanilleo del telégrafo responde el golpe de su corazón en perpetua inquietud el latir de sus sienes, que acabarán por estallar bajo la presión férrea de la atención siempre fija.


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Sin Pasión

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le desbarataba los recursos empleados siempre con tanto provecho…, se acabó; no había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.

—¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la verdad? —preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo—. Confiese que se encontraba…, vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia…

—No, señor. ¡Ni por soñación! —exclamó sinceramente el criminal—. Pero… ¿qué iba yo a andar namorao de la pobre de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas? Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arrimo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.

El abogadito, de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años, relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo también no mentía. Acostumbraba Fuentes explicárselo todo o casi todo por la atracción que ejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, y sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de zapatero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.


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Sin Respuesta

Emilia Pardo Bazán


Cuento


He aquí la relación que hizo el viudo —uno de los poquísimos inconsolables que se encuentran:

De Águeda Salas corría un rumor: que no se casaría jamás, y que si por caso improbable llegase a encontrar marido, sería infinitamente desgraciada, abandonada al día siguiente.

Quien la viese en la calle o en el teatro no se explicaría estas voces. ¿Por qué había de ser incasable Guedita? Mire usted este retrato: conmigo lo llevo siempre. Me parece que es toda una hermosa mujer, y que no me ciega la pasión. Ahí no ve usted sino las facciones: falta el color, lo más notable que tenía. Los ojos eran verdes y claros como el agua del mar en los huecos de las peñas, el pelo castaño y con resplandores rubios y la tez tan fina y tan blanca, que no he visto otra como ella. Lo más particular era la oposición que hacían en aquella blanca piel los labios acarminados, de un color de sangre viva, que, según las malas lenguas, se debía a la pintura. Y no se debía: ¡me consta!

En la calle, por las aceras de Recoletos y el pinar de Alcalá, seguía a Guedita infinidad de moscones. Eso también es positivo: como que lo presencié. Y me extrañó, porque recordaba lo que decían de ella. Entonces empecé a fijarme, a seguirla yo, sin darle importancia a la cosa, por todos los sitios públicos, y a enterarme de sus condiciones. Los informes redoblaron mi curiosidad: se desprendía de ellos que Guedita, lejos de ser incansable, reunía todas las condiciones que facilitan la colocación de una muchacha. Sin que descendiese de la pata del Cid, era de familia estimadísima; sin contarse entre las millonarias, tenía suficiente hacienda, heredada ya de su madre, y para más ventaja, sólo un hermano, que seguía la carrera de Marina, y que sería cuñado poco molesto. A mí, personalmente esto no me hubiese decidido: si algo me arrastró, fue el contraste entre tales noticias y las profecías contra Águeda.


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Sinfonía Bélica

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Poco más antiguos son los ornes que las armas!…
(Libro de Hierónimo de Caranca, que trata de la Philosophia de las armas).


Las sombras de la tarde iban descendiendo muy lentamente sobre la estancia, saloncete, taller, estudio o lo que fuera. Por la encristalada claraboya no entraba ya sino una luz macilenta y vaga, que a duras penas conseguía alumbrar y dejar percibir el mueblaje, las cortinas, los objetos de arte distribuidos por las paredes. Una igualdad de tono gris, color de crepúsculo, identificaba la variadísima decoración del recinto, derramando en él misteriosa paz y melancolía que no dejaba de tener sus encantos peculiares.

Así lo creía el dueño y morador de la elegante cámara, Tirso Rojas, de los hombres más cultos que se gastan por aquí; lector, pensador y amigo de guardarse para sí pensamientos y lecturas, coleccionista sin manías ni pretensiones de poseer rarezas únicas, y sin embargo afortunado descubridor de unas cuantas piezas que harían reconcomerse de envidia a sus rivales en la tarea de recoger armas viejas y herrumbrosas. Porque las armas eran el capricho de Tirso, y las paredes de su estudio hallábanse convertidas en armería.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Solución

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Más fijo era que el sol: a las tres de la tarde en invierno y a las cinco en verano, pasaba Frasquita Llerena hacia el Retiro, llevando sujeto por fuerte cordón de seda rojo, cuyo extremo se anudaba a la argolla del lindo collarín de badana blanca y relucientes cascabeles argentinos, a su grifón Mosquito, pequeño como un juguete. El animalito era una preciosidad: sus sedas gris acero se acortinaban revueltas sobre su hociquín, negro y brillante, y sus ojos, enormes parecían, tras la persiana sedeña, dos uvas maduras, dulces de comer. Cuando Mosquito se cansaba, Frasquita lo cogía en brazos. Si por algo sentía Frasquita no tener coche, era por no poder arrellanar en un cojín de su berlina al grifón.

Solterona y bien avenida con su libertad, Frasquita no se tomaba molestias sino por el bichejo. Ella lo lavaba, lo espulgaba, lo jabonaba, lo perfumaba con colonia legítima de Farina; ella le servía su comida fantástica: crema de huevo, bolitas de arroz; ella le limpiaba la dentadura con oralina y cepillo. De noche, en diciembre, saltaba de la cama, descalza, para ver dormir al cusculeto sobre almohadón de pluma, bajo una manta microscópica de raso enguatado. De día, lo sacaba en persona «a tomar aire puro». ¿Confiarlo a la criada? ¡No faltaría sino que lo perdiese o se lo dejase quitar!


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Sud-Exprés

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por las campiñas llanas, cultivadas como jardines, salpicadas de quintas blancas con tejados rojos, bajo un sol tibio y claro, el tren de lujo corría, corría hacia París. Los labriegos, las hortelanas que guiaban el carricoche atestado de hortalizas, al ver cruzar el raudo convoy, experimentaban esa impresión peculiar, de envidia respetuosa, que infunde el espectáculo de lo inaccesible social.

Al través de los altos y claros vidrios se divisaban un momento las mesas del «restaurant» ocupadas por gente que comía y bebía a placer. Era una visión de cinematógrafo, desvanecida al punto mismo entre el penacho de humo y perdido en la distancia; y el hecho vulgar, sencillo, de almorzar así, servidos por camareros correctos, adquiría ante los espectadores, gracias a la velocidad del tren, a lo instantáneo de la imagen, una grandiosidad de alta vida, un realce novelesco y aristocrático.

Desde que cruzamos la frontera, yo me había acurrucado en un ángulo del coche–salón, dejando sobre la mesa fija el libro de amarilla cubierta y el saquito, y observando tras el velo de gasa gris, con la picante curiosidad de quien se encuentra en terreno desconocido y fértil, a mis compañeros de algunas horas de viaje. Eran familias sudamericanas, con racimos de niños atezados, elegantemente ataviados a la última moda británica; eran señoras solas, perfumadísimas, provocativas en su vestir; eran señores mayores, atildados, de adinerado aspecto; eran inglesas formales y reservadas, que se tenían derechas y rechazaban no sé cómo la invasión de la carbonilla, mostrando limpia la tez, de esmalte rosa, y el pelo, de oro cardado, alisadito. Y eran, por último, parejas todas miel, que sin importárseles un bledo de la galería, se aislaban en dúos confidenciales y babosos.


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Sustitución

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación…


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Teorías

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las muchachas curiosas y siempre en acecho de novios, que se asomaban a las ventanas angostas del caserío pueblerino de la Cañosa, para ver pasar cada dos horas un gato cazador, y cada tres o cuatro una vieja toda rebozada en un manto ala de mosca, dirigiéndose a alguna iglesia donde se rezase el rosario o se celebrase un triduo, no sabían del nuevo médico, Julián Carmena, sino que se llamaba así, que era bajo de estatura y enjuto de rostro, que andaba como distraído, y que del bolsillo del gabán, cortado y llevado sin pizca de gracia, le asomaba siempre algún librote.

«Es un tipo raro» fue la impresión que se comunicaron las consabidas muchachas, al ver con escandalizado asombro que el médico ni alzaba los ojos, atraído por los claveles y geranios que daban en los balcones su nota de rosa y fuego, como símbolo del amor, emboscado tras de hierros y vidrios…

Estaba visto: no le importaban las señoritas a Julián. Y tampoco parecían sacarle de quicio las mozallonas que cogían agua en la fuente y bailaban el domingo en un salón infecto, ni las domésticas de casa humilde, que salían a la compra con un cesto a la vuelta casi tan vacío como a la ida… ¿En qué pensaba el médico, me lo quieren ustedes decir? Pensaba —y, por cierto, a todas horas— en honduras de filosofía y de política ideal. Aparte de los momentos en que necesitaba ocuparse de sus enfermos —lo cual sucedía raras veces, pues en la Cañosa parecía haber peste de salud, según decía amargamente el boticario—, Julián se pasaba el día, y buena parte de la noche, en lecturas, con fiebre de saber lo que se devanaba en el mundo del pensamiento, allá en los países donde fermentaba la gran transformación social. Su ensueño de ojos abiertos le absorbía. No salía mucho de casa, y apenas tenía amigos en aquel rincón donde las mentalidades eran tan diferentes de la suya.


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Dominio público
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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