Los Yuyos
Javier de Viana
Cuento
Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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etiqueta: Cuento fecha: 12-10-2022
Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Cuando el forastero pronunció el sacramental “Ave María Purísima”, Candelaria, a los tirones con un ternero yaguané que se resistía a dejarse atar, contestó sin volver la cabeza:
—“¡Sin pecado concebida... Abajesé”.
Puestos frente a frente se dieron la mano y quedaron mirándose, haciendo mutuos esfuerzos para reconocerse.
—¿Vos sos Candelaria?
—¿Y vos Saturno?
Y guardando silencio bajaron la cabeza como avergonzados. Muchos años atrás él la conoció linda y ágil como un chivito, y ahora era una cuarentona flaca, seca, encorvada, miserable.
Y el galán apuesto que supo ganar su corazón virginal, ofrecía mayor aspecto de ruina humana. Largos cabellos, más blancos que negros, e incultas barbas, más tordillas aún, cubrían cabeza y rostro, dejando ver tan sólo los grandes ojos hundidos en las órbitas, ardientes de fiebre, y la nariz corva y aguzada como una hoz.
—Vamos p'adentro, —dijo Candelaria.
Saturno la siguió, tratando de ahogar con la vieja boa que le rodeaba el cuello, un rudo golpe de tos.
Penetraron en el rancho, en una pieza casi a obscuras, pues bien que fuese poco más de las cinco, el cielo plomizo de aquella tarde invernal tendía sobre el campo una noche prematura.
En medio de la habitación, junto a una pequeña mesa de pino, estaba hundida en rústico sillón de asiento y respaldo de cuero peludo, una viejecita que temblaba de frío.
—Mama, aquí está Saturno, —anunció Candelaria.
—¿Saturno Rodríguez? —inquirió ella,— ¡María Santísima! Acércate muchacho. ¡Jesús! ¡Si hace tiempo te créibamos muerto!...
Y mientras Candelaria salía para ir a preparar un mate, la viejecita indagaba:
—¿Qué ha sido de tu vida? ¡Tantos años!... La pobre m’hija t'esperaba siempre...
El forastero interrogó tímidamente:
—¿No... se casó?...
Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Un caballo que plantado sobre sus cuatro patas avejigadas, con las ranillas peludas, abrojientas las crines y la cola, lanudo el pelambre, estira el pescuezo, agacha la cabeza y ni se queja mientras la cincha cruel, de la que apenas quedan cinco o seis hilos, le oprime la panza abultada, dilatada por su habitual alimentación de pastos ruines, es solamente “un caballo”; es algo menos que un caballo, es un “mancarrón”.
Es feo, es desgarbado. No es, generalmente, viejo, sino envejecido.
Es fuerte todavía.
Aguanta todo un día cinchando leña en el monte y no se queja por que después de haberlo galopado a lo largo de veinte leguas, lo desensillen al anochecer y lo larguen al campo, bañado en sudor, para que sus pulmones desafíen el horror de las heladas invernales.
Es humilde, es dócil y ha dejado de presumir.
Cuando algún peoncito zaparrastroso, —de mucha melena y pata descalza,— lo hacía formar en la orilla del camino entre los espectadores de una “carrera grande”, él, con el pescuezo estirado y la cabeza gacha, ni tentaciones experimentaba de comparar la miseria del “apero” que le vestía, con los “herrajes” de plata y oro de sus vecinos, fletes de lujo cuando no “parejeros” a la expectativa de un lance.
Y cuando “soltaban” la carrera y los contendientes pasaban en frenético galope entre el estruendo de aplausos, de gritos, de incitaciones, —que les hacían redoblar energías, espoloneados por el orgullo del triunfo,— él, que en un tiempo fué parejero que en más de una ocasión experimentó esas sensaciones de arrogante desafío, de ansias de victoria, permanecía indiferente, agachadas las orejas, fijos los grandes ojos tristes en el suelo árido, pelado, que no ofrecía ni la amarillenta raíz de una sosa pastura a su estómago veterano en hambrunas.
Mancarrón...
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Era muy grande la Estancia Azul.
Eran suertes y suertes de campo, cuyos límites nadie conocía con precisión, y nadie, ni los dueños ni los linderos se preocuparon nunca de precisarlos.
Numerosos arroyos y cañadas de mayor o menor importancia, y de boscaje más o menos espeso, lo estriaban, como red vascular, en todo sentido.
Entre suaves collados y ásperas serranías dormitaban los valles arropados con sus verdes mantos de trébol y gramilla; y para dar mayor realce a la belleza de las tierras altas, sanas y fecundas, por aquí, por allá, divisábanse, en manchas obscuras, las pústulas de los esteros, albergue de la plebe vegetal y animal.
La Estancia Azul, conocida desde tiempo inmemorial, a la distancia de muchísimas leguas, jamás había salido, ni en la más mínima parcela, del dominio de sus dueños primitivos.
Cinco generaciones de Villarreales se habían sucedido sin interrupción y sin fraccionamientos del campo. Los procuradores, los agrimensores y los jueces nunca intervinieron en el arreglo de las hijuelas.
Cuando fallecía el jefe de la familia, los hermanos solteros convivían en la azotea Azul. El mayor ejercía, de pleno derecho, la administración del establecimiento. En los casos de suma importancia había cónclave familiar presidido por la viuda del jefe fallecido; y ella era el árbitro, cuyos laudos se acataban siempre sin protestas.
El hermano o hermana que contraían matrimonio, abandonaban, por lo general, el nido paterno. Elegía el sitio donde deseaba poblar, y en acuerdo común se designaban los límites de la fracción de campo que le correspondía, más o menos, sin intervención judicial, sin papel sellado, sin documentos escritos, porque la palabra del gaucho era firma indeleble y su conciencia un testigo irrecusable.
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Imposible es concebir al rudo domador del desierto sin el complemento de su apero.
El civilizador primitivo, el obrero heroico que desafiando todos los peligros y soportando todas las fatigas pobló las hoscas soledades, echó los cimientos de la industria madre, conquistó la independencia e impuso la libertad, vivió siempre sobre el recado, pasó toda su vida sobre el recado.
Desde el amanecer hasta el toldar de la noche, el épico pastor de músculos de acero y voluntad de sílice, bregaba infatigable enhorquetado en su pingo, y el apero era a un tiempo silla y herramienta y arma defensiva.
En el transcurso del medio, siglo de la gesta, los lazos y las boleadoras del abuelo gaucho contribuyeron con mucha mayor eficacia, al fundamento de la riqueza pública y de la integración nacional, que los latines y las ampulosidades retóricas de los “lomos negros” ciudadanos.
El apero es la expresión perfecta de la multiplicidad de necesidades a que estuvo sometido el individualismo victorioso de nuestro gaucho.
Cada prenda merece un himno, porque cada una de ellas desempeña un cometido.
Desde la humilde “bajera” hasta el orgulloso “cojinillo”, desde el “fiador” a la “encimera”, bozal, cabresto, maneador y manea, todo constituye algo semejante a un taller, donde ninguna pieza es inútil, donde a cada una le corresponde un cometido, y en ocasiones, múltiples.
Durante casi todo el día y todos los días, el gaucho permanece sobre el recado. Sobre él trabaja, sobre él pelea y sobre él va en busca de los reducidos placeres que le ofrece su vida de luchador sin treguas.
Y cuando llega la noche, la silla, la herramienta, el arma, se convierten en lecho.
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Manuel Rodríguez era uno de aquellos “godos” que, adustos por temperamento, se habían inflado de orgullo, un orgullo creciente, que se iba hacia la soberbia y la insolencia, a medida que amontonábanse las onzas de oro en sus botijos.
Su boliche, —un ranchejo de cebato y paja, perdido en un valle excavado en la sierra fronteriza, fué transformándose en tan rápido progreso, que al término de un decenio era una imponente fábrica de cal y canto; inexpugnable fortaleza, contra la cual las más famosas pandillas de bandoleros sentíanse impotentes y pasaban de largo...
O llegaban para traficar con el altanero comerciante, quien los recibía detrás de la formidable reja de la glorieta, rodeado por una guardia de negros esclavos armados hasta los dientes.
Altanero y despreciativo, obsequiaba con vasos de caña y ginebra a su canallesca parroquia; contrabandistas, cuatreros, ladrones y asesinos. Con su valioso concurso y el agotamiento de vecinos necesitados había realizado don Manuel Rodríguez su considerable fortuna.
Egoísta por temperamento, corazón árido, conciencia maleable, no le conmovía ningún dolor ajeno, no era capaz de un servicio que no le fuese usurariamente recompensado.
Y aconteció, entre muchísimas incidencias semejantes, la de Constancio Olivera, capataz de tropa, avecindado en la comarca, quien, encontrándose enfermo, le solicitó el préstamo de veinte patacones.
Respondió el indigno:
—Dígale a Constancio que la plata se cuida con la plata; que me mande los ocho tordillos de su tropilla y le mandaré los veinte patacones.
—Es un caso de necesidá...
—¡Razón de más! En caso de necesidad no hay que medir el sacrificio. Dígale que con la tropilla me ha de enviar también la petiza madrina...
Olivera rechazó la oferta indignado...
Transcurrieron varios años.
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Es verano.
Los corderos de la parición de primavera están gordos y fuertes.
No hay pestes en las haciendas, y faltas de presas fáciles y del gratuito festín de las carroñas, las rapaces, hambrientas, experimentan la exacerbación de sus instintos criminales, de su desprecio por la vida ajena.
Las fieras del aire, como las que rampan en la tierra, sólo son compasivas cuando están ahitas.
Se entropillan los lobos y se mancomunan los hombres para devorar una pieza que no se atreven a atacar individualmente, y se reparten el botín con fingida fraternidad.
Porque cuando el hambre atenacea las visceras, lobos y hombres olvidan los vínculos familiares, y el más fuerte masacra al más débil sin ningún género de misericordia...
Es verano.
Estío benigno. No se han recalado las aguas. Los arroyos y los canalizos conservan aún suficiente caudal para saciar las sedes de los ganados y permitir la supervivencia de los peces, los carpinchos y las nutrias.
En los esteros, los aperiases y los sapos guapean todavía.
Pero las rapaces sufren. Ellos son los agiotistas humanos, cuando las calamidades castigan la tierra...
En la cumbre de un cerrillo está posada un águila.
El hambre, madre del odio, le hace rojear los ojos.
A cincuenta, metros de distancia, una banda de caranchos, acecha, observa, espera el momento oportuno para llevarle la carga.
Están silenciosos los caranchos.
No insultan ni denigran al enemigo que se han propuesto ultimar.
Después de la batalla, si salen triunfadores en aquella suprema lucha por la vida, en que no hay más remedio que matar para no morir, podrán jactarse de la victoria.
Los hombres, en general, primero insultan, después matan y dan los insultos como justificativos del crimen.
Los caranchos no obran así.
Los gauchos tampoco.
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Prímula impera. El cielo divinamente azul y estriado de oro, acaricia con su luminosa tibiedad el verdegal del campo, constelado de florecillas multicolores.
Los pájaros, en tren de parranda, han abandonado la selva húmeda y crepuscular para lanzarse en rondas frenéticas por la atmósfera inmóvil, donde se embriagan de luz y de perfumes.
Y otra vez el amor, el germen de la vida, la semilla de eterno poder germinativo emerge del vientre fecundo de la madre tierra, de inagotable juventud.
En los ranchos de don Servando, grandes nidos de hornero. El bruno de las paredes desaparece encubierto por el opulento follaje de las parietarias silvestres, entre cuyas redes zumban los mangangás, revolotean las mariposas y ejecutan sus acrobacias los incansables colibríes. Los chingólos familiares se persiguen, gritan, saltan, vuelan, permitiéndose hasta audaces incursiones al interior de los ranchos, y a veces rozan sus alas el cordaje de las guitarras, probando fugaces armonías que semejan burlescas risas de alegres jovenzuelos.
Diseminados por el patio se ven numerosos grupos. Sentados a la sombra del ombú, el dueño de casa y otros viejos, vacían pavas y tabaqueras, evocando recuerdos de los tiempos remotos.
Los guitarreros se turnan para que todos puedan compartir los placeres del baile y del galanteo; y también se turnan las muchachas, reemplazándose en el acarreo del mate y en los preparativos de la cena, teniendo por base la vaquillona con cuero, cuyos asados preparan desde hace horas, emulando en maestría y en paciencia, viejos de enmarañadas barbas tordillas y mocetones lampiños.
El horno, cargado al alba, conserva aún ardientes sus entrañas: después del “amasijo”, las tortas y las roscas, y últimamente, a fuego lento, los lechoncitos mamones...
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Ocho tientos, nada más que ocho tientos...
¡Cuánta ciencia se requiere para elegir y preparar el cuero, cortar, emparejar y sobar a mordaza esos largos y delgados filamentos de piel, que el arte del trenzador convertirá luego en cable de acero.
El cuchillito “mangorrero” hace prodigios en la labor preliminar de afinar y emparejar. El trenzador es generalmente un gaucho de barbas tordillas, —tordillas blancas, como el pelo de los tordillos viejos,— pero el pulso es sereno y firme; para el gaucho de ley hay dos cosas que no tiemblan nunca por más llenas de años que lleven las maletas de la vida: el pulso y el corazón.
Preparados los tientos, entra a operar el artista, que, aparte de su habilidad, parece tener mucha fuerza en las muñecas y mucha saliva en la boca...
Una buena friega con hígados de novillo recién carneado, y ya está pronto el admirable instrumento campero, con el cual harán prodigios la destreza y el temerario arrojo de los centauros.
Esa obra prolija y sabia del viejo paisano va a ser factor importantísimo en la fundación de la industria nacional.
Substituyendo con frecuencia la brutalidad de las boleadoras, él capturará el potro que defiende su libertad en frenéticas carreras por las llanuras y por las serranías.
Y él cautivará al toro indómito que ha de convertirse, bajo el peso del yugo, con el arado o la carreta, en eficaz colaborador del hombre en aquella lucha titánica de la civilización del desierto.
Y con su ayuda las vacas montaraces serán domesticadas, convertidas en bondadosas lecheras.
Y, en casos dados, también servirá para pelear con las fieras, los yaguaretés y los pumas y los perros cimarrones, que sembraban el terror en el despoblado.
Y en el vado de un arroyo crecido, será maroma para jardineras y diligencias.
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En la sociedad campesina, allí donde los derechos y los deberes están rígidamente codificados por las leyes consuetudinarias, para aquellas conciencias que viven, en íntimo y eterno contacto con la naturaleza; para aquellas almas que encuentran perfectamente lógicos, vulgares y comunes los fenómenos constantes de la vida, y que no tienen la insensatez de rebelarse contra ellos, consideran como un placer, pero sin entusiasmos, la llegada de un nuevo vastago.
Que el árbol eche una nueva rama mientras conserva la potencialidad de su savia, es un deber idéntico al de cada vientre femenino, que salvo causas extraordinarias debe procrear siempre.
Tener un hijo, dar la vida a un nuevo ser no constituye un orgullo sino la satisfacción del deber cumplido; del primer deber de todas las especies animales y vegetales de rendir tributo a la ley mesiánica: creced y multiplicaos.
Por eso en el ambiente campero, el advenimiento de un nuevo vástago no tiene las extraordinarias agitaciones, la exteriorización bulliciosa de la mayor parte de los hogares urbanos, que cifran el hecho como un orgullo, más que como un deber y un sentimiento.
¡Insensibilidad!
¡Atrofia sentimental!
No. Los padres, las madres sobre todo, saben que aquello significa una carga más, unida a las innumerables de sus laboriosas existencias que deben continuar como antes, sin descuidar el afectuoso cuidado y las angustias que les proporciona el recién venido.
No están seguramente desprovistos de cariño y de espíritu de sacrificio, mas en el sentido egoísta y mezquino del poseedor de una joya que guarda para su deleite personal.
Es la obligada cooperación del individuo en el dolor común, que todos debemos pagar a la humanidad para tener el derecho a vivir.
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.