De pie, con las manos en los bolsillos, frente a la luna del
escaparate, estuvo largo rato mirando, vacilante y perplejo, sin acabar
de decidirse. Se decidió por fin.
—A ver, ese collar… ¿Me hace usted el favor?
Un dependiente le sacó del escaparate y le extendió en el mostrador
sobre un retal de terciopelo azul. El le examinó detenida y
minuciosamente.
—Sí, está bien… es bonito. Me gusta; ¿qué vale?
—Para usted 1.200 pesetas.
—¿Precio fijo?
El dueño de la tienda intervino.
—A un cliente como usted, don Joaquín, no se le pide en esta casa más
que lo justo. Es usted bastante inteligente para que haya necesidad de
hacer el artículo. De todos modos, usted se le lleva, le manda tasar, y
con arreglo a la tasación me da usted lo que guste.
—Es que, además, no las llevo encima.
—Usted se pasa por aquí cuando quiera. No hay prisa ninguna.
Salió muy contento, satisfechísimo de la compra. Llegó a casa, y en la misma puerta preguntó a la doncella que le salió a abrir:
—¿Cómo está la señorita?
—Bien; muy tranquila toda la tarde. Hace poco se quedó dormida.
Entró de puntillas en la alcoba y dilatando las pupilas para
orientarse bien en la penumbra llegó pausadamente hasta la cama y se
inclinó sobre la enferma. Al roce imperceptible de la ropa, Paulina
abrió los ojos.
—Creí que dormías.
—No.
—¿Cómo estás?
—Parece que mejor. No tengo fatiga. He podido descansar un ratito.
—Naturalmente, mujer, y te pondrás muy pronto buena. Roldán me dijo
ayer que estás en franca mejoría. Lo que hace falta es que no seas
aprensiva, que te animes. Es necesario que pongas de tu parte un poquito
de buena voluntad.
—¡Voluntad! ¡Ay, si con la voluntad se pudiera vivir!
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