Textos mejor valorados etiquetados como Cuento publicados el 14 de septiembre de 2016 | pág. 5

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etiqueta: Cuento fecha: 14-09-2016


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Mi Quepis

Alphonse Daudet


Cuento


Lo he encontrado esta mañana, olvidado en el fondo de un armario, deteriorado por el polvo, desflecado en los bordes, oxidado en las cifras, descolorido y casi sin forma. Al verlo, no he podido reprimir una sonrisa:

—¡Hombre!, mi quepis.

E, inmediatamente, he recordado aquel día de finales de otoño, cálido de sol y de entusiasmo, en el que bajé a la calle orgulloso con mi nuevo tocado y golpeando los escaparates con mi fusil, para reunirme con los batallones del barrio y cumplir con mi deber de soldado—ciudadano. ¡Ah! el que me hubiera dicho que no iba a salvar París, a liberar Francia yo solo, se habría expuesto a recibir en el estómago toda la hoja de mi bayoneta…

¡Se tenía tanta fe tanto en aquella guardia nacional! En los jardines públicos, en las plazas, en las avenidas, en las encrucijadas, se formaban las compañías, se numeraban, alineando blusas entre uniformes y gorras entre quepis pues la premura era grande. Nosotros nos reuníamos cada mañana en una plaza de bajos soportales y anchas puertas, llena de niebla y de corrientes de aire. Después de pasar lista a centenares de nombres ensartados como un grotesco rosario, empezaban los ejercicios. Con los codos pegados al cuerpo, los dientes apretados, las secciones salían a paso ligero: ¡izquierda, derecha! ¡izquierda, derecha! Y todos, los altos, los bajos, los presumidos, los tullidos, los que llevaban el uniforme como si estuvieran en el Ambigú, los ingenuos ceñidos por anchos cinturones azules que les daban aspecto de monaguillos, todos marchábamos, girábamos alrededor de la placita, con tanto empuje y tanta convicción…


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Nostalgia del Cuartel

Alphonse Daudet


Cuento


Esta madrugada, cuando empezaba a alborear, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor… ¡Rataplán, rataplán!…

¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, y a tales horas!… ¡Qué cosa más extraña!

Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrir la puerta.

¡No veo a nadie! Cesó el ruido… De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas. Entre los árboles se mece una suave brisa… Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol… El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura… ¡Rataplán, rataplán!…

¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado. Pero, en fin, ¿quién será el bruto que saluda a la aurora en el fondo de los bosques con un tambor?… Aunque miro, no veo a nadie… no diviso nada más que las matas de alhucema y los pinos que se precipitan cuesta abajo hasta el camino… Quizá se oculta en la espesura algún duende, resuelto a burlarse de mí… Sin duda, es Ariel o maese Puck. El pícaro habrá pensado, al pasar por delante de mi molino:

—Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada.

Y seguramente habrá tomado un bombo, y… ¡rataplán!… ¡rataplán!…

—¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarme a las cigarras.

* * *

Pero no era Puck.

Era Gouguet François, alias Pistolete, tambor del regimiento 31 de infantería, a la sazón con licencia semestral. Pistolete está aburrido en el país, siente nostalgias, y cuando le prestan el instrumento del cabildo municipal, se marcha melancólico a los bosques a tocar el tambor, soñando con el cuartel del Príncipe Eugenio.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Wood'stown

Alphonse Daudet


Cuento


El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas del mar.

En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Metido en el centro de todas las lianas, de todas las raíces, cuando talaban por un lado renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.

Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.


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Ourika

Claire de Duras


Cuento


Hacía tan sólo unos meses que había llegado de Montpellier, y ejercía en París la profesión de médico cuando, una mañana, fui llamado al barrio de Saint—Jacques para visitar a una joven religiosa enferma, en un colegio. Desde hacía poco tiempo, el emperador Napoleón había permitido la reapertura de algunos de esos establecimientos; aquél al que me dirigía se dedicaba a la educación de jóvenes, y pertenecía a la orden de las Ursulinas. La Revolución había destruido parte del edificio; el claustro se hallaba al descubierto por un lateral debido a la demolición de la antigua iglesia de la que sólo podían verse ya algunos arcos. Una religiosa me introdujo en aquel claustro, que atravesamos andando sobre largas losas que formaban la solería de aquellas galerías; me percaté de que eran tumbas porque todas tenían inscripciones, la mayoría ya borradas por el paso del tiempo. Algunas de aquellas losas habían sido partidas durante la Revolución, lo que la hermana me hizo observar, diciéndome que no habían tenido tiempo aún de repararlas.

Yo no había visto jamás el interior de un convento, y aquel espectáculo era completamente nuevo para mí. Desde el claustro pasamos al jardín, adonde la religiosa me dijo que habían llevado a la hermana enferma; efectivamente, la vi al final de un largo paseo de carpes; estaba sentada, y un gran velo negro la cubría casi por completo.

—Aquí está el médico —dijo la hermana, y se alejó al instante.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Aya

José María Eça de Queirós


Cuento


Érase una vez un rey, joven y valiente, señor de un reino abundante en ciudades y cosechas, que partía a batallar por tierras distantes, dejando solitaria y triste a su reina y a un hijo chiquitín, que todavía vivía en su cuna, envuelto en sus fajas. La luna llena que lo viera marchar, llevado en su sueño de conquista y de fama, empezaba a menguar, cuando uno de sus caballeros apareció, con las armas rotas, negro de la sangre seca y del polvo de los caminos, trayendo la amarga nueva de una batalla perdida y de la muerte del rey, traspasado por siete lanzas entre la flor de su nobleza, a la orilla de un gran río. La reina lloró magníficamente al rey. Lloró, además, desoladamente al esposo, que era hermoso y alegre. Pero, sobre todo, lloró ansiosamente al padre que así deja al hijito desamparado, en medio de tantos enemigos de su frágil vida y del reino que sería suyo, sin un brazo que lo defendiese, fuerte por la fuerza y fuerte por el amor.

De esos enemigos, el más temeroso era su tío, hermano bastardo del rey, hombre depravado y bravío, consumido por groseras codicias, deseando la realeza tan solo por sus tesoros, y que hacía años que vivía en un castillo en los montes, con una horda de rebeldes, como lobo que, desde su atalaya, en su foso, espera la presa. ¡Ay, la presa ahora era aquella criaturita, rey que aún mamaba, señor de tantas provincias, y que dormía en su cuna con un sonajero de oro en la mano cerrada!


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Memorias de una Horca

José María Eça de Queirós


Cuento


De un modo sobrenatural llegó a mí la noticia de la existencia de este papel, donde una pobre horca podrida y negra relataba algunas cosas de su historia. Esta horca procuraba escribir sus trágicas Memorias. Debían ser profundos testimonios sobre la vida. Como árbol, nadie conocía tan bien el misterio de la Naturaleza; como horca, nadie conocía mejor al hombre. Nadie puede ser tan espontáneo y genuino como el hombre que se retuerce al extremo de una cuerda, ¡a no ser ese otro que se le sube a los hombros! Por desgracia, la pobre horca se pudrió y murió.

Entre los apuntes que dejó, los menos completos son estos que transcribo, resumen de sus dolores, vaga apariencia de gritos instintivos. ¡Si ella hubiera podido escribir su vida compleja, llena de sangre y de tristezas! Es hora de que sepamos, por fin, cuál es la opinión que la vasta Naturaleza, montes, árboles y aguas, tiene del hombre imperceptible. Tal vez este sentimiento me lleve algún día a publicar papeles que guardo avaramente y que son las Memorias de un átomo y las Notas de viaje de una raíz de ciprés.

Así discurre el fragmento que copio y que es, tan solo, el prólogo de las Memorias:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Panes de Centeno

Anatole France


Cuento


En aquel tiempo, Nicolas Nerli era banquero en la noble ciudad de Florencia. A la hora de tercia se encontraba ya sentado ante su pupitre, y a la hora de nona aún estaba allí sentado, haciendo cuentas todo el día en sus tablillas. Nicolas Nerli prestaba dinero al Emperador y al Papa. Era audaz y desconfiado. Había adquirido grandes riquezas y despojado a mucha gente. Por ello era respetado en la ciudad de Florencia. Vivía en un palacio en el que la luz que Dios creó no entraba sino por estrechas ventanas; eso era por prudencia, pues la mansión de un rico debe ser como una ciudadela y los que poseen grandes bienes hacen bien en defender por la fuerza lo que han adquirido por la astucia.

El palacio de Nicolas Nerli se encontraba pues provisto de rejas y cadenas. En su interior, los muros estaban decorados con pinturas de expertos maestros que habían representado en ellas las Virtudes, los patriarcas, los profetas y los reyes de Israel. Los tapices expuestos en las habitaciones ofrecían a la vista las historias de Alejandro y de César. Nicolas Nerli hacía brillar su riqueza por toda la ciudad por medio de fundaciones piadosas.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Bonaparte en San Miniato

Anatole France


Cuento


Tras haber ocupado Livorno y haber cerrado su puerto a los navíos ingleses, el general Bonaparte se dirigió a Florencia para visitar a Fernando III, gran duque de Toscana que, entre todos los príncipes de Europa era el único que había mantenido de buena fe sus compromisos para con la República. Como prueba de estima y confianza, fue sin escolta, con su Estado Mayor. Se le mostró el escudo de armas de los Buonaparte esculpido sobre el dintel de una antigua casa. Él sabía que una rama de su familia había vivido antaño en Florencia y que aún existía un último vástago. Era un canónigo de San Miniato, de ochenta años. Pese a los asuntos urgentes, deseaba hacerle una visita. Los sentimientos naturales eran muy fuertes en Napoleón Bonaparte.

La víspera de su partida, por la tarde, fue con algunos de sus oficiales a San Miniato, cuya colina coronada por torres y murallas se yergue a una media legua al sur de Florencia.

El anciano canónigo Bonaparte acogió con noble amenidad a su joven pariente y a los franceses que le acompañaban. Eran Berthier, Junot, el oficial de pagos Chauvet y el teniente Thézard. Les ofreció una cena a la italiana en la que no faltaron ni las grullas de Peretola, ni el lechón a las hierbas aromáticas, ni los mejores vinos de Toscana, de Nápoles y de Sicilia. Él mismo brindó por el éxito de sus ejércitos. Republicanos como Bruto, bebieron por la patria y por la libertad. Su anfitrión les dejó hacer puesto que no podía impedirlo. Luego, volviéndose hacia el general que había colocado a su derecha:


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La Misa de las Sombras

Anatole France


Cuento


He aquí lo que el sacristán de la iglesia de Santa Eulalia, en Neuville—d'Aumont, me contó bajo el emparrado del Cheval—Blanc, una hermosa velada veraniega, mientras nos bebíamos una botella de vino añejo a la salud de un muerto muy acomodado, que aquella misma mañana había llevado con honor al cementerio, bajo un paño sembrado de lágrimas de plata:

«Mi difunto padre (es el sacristán el que narra) ejerció el oficio de sepulturero. Era de espíritu agradable, sin duda como consecuencia de su oficio, pues se ha demostrado que las personas que trabajan en los cementerios son de carácter jovial. Yo que le estoy hablando, señor, entro en un cementerio por la noche tan tranquilo como bajo el cenador del Cheval—Blanc. Y si, por casualidad, me encuentro por la noche con un aparecido, no me inquieto, pues pienso que debe ir a sus asuntos lo mismo que yo voy a los míos. Conozco las costumbres de los muertos y su carácter. Sé a ese respecto cosas que ni los mismos curas saben. Y si le contara todo lo que he visto, se quedaría bastante sorprendido. Pero todas las verdades no se deben contar y mi padre, al que sin embargo le gustaba contar historias, no reveló ni la vigésima parte de lo que sabía. En cambio, repetía con frecuencia los mismos relatos y, en mi opinión, narró lo menos cien veces la aventura de Catherine Fontaine.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Sortilegio de Otoño

Joseph von Eichendorff


Cuento


El caballero Ubaldo, una tranquila tarde de otoño mientras cazaba, se encontró alejado de los suyos, y cabalgaba por los montes desiertos y boscosos cuando vio venir hacia él a un hombre vestido con ropas extrañas. El desconocido no advirtió la presencia del caballero hasta que estuvo delante de él. Ubaldo vio con estupor que vestía un jubón magnífico y muy adornado pero descolorido y pasado de moda. Su rostro era hermoso, aunque pálido, y estaba cubierto por una barba tupida y descuidada.

Los dos se saludaron sorprendidos y Ubaldo explicó que, por desgracia, se encontraba perdido. El sol se había ocultado detrás de los montes y aquel lugar se encontraba lejos de cualquier sitio habitado. El desconocido ofreció entonces al caballero pasar la noche en su compañía. Al día, añadió, le indicaría la única manera de salir de aquellos bosques. Ubaldo aceptó y lo siguió a través de los desiertos desfiladeros.

Pronto llegaron a un elevado risco a cuyo pie se encontraba una espaciosa cueva, en medio de la cual había una piedra y sobre la piedra un crucifijo de madera. Al fondo estaba situada una yacija de hojas secas. Ubaldo ató su caballo a la entrada y, mientras, el huésped trajo en silencio pan y vino. Después de haberse sentado, el caballero, a quien no le parecían las ropas del desconocido propias de un ermitaño, no pudo por más que preguntarle quién era y qué lo había llevado hasta allí.

—No indagues quién soy —respondió secamente el ermitaño, y su rostro se volvió sombrío y severo. Entonces Ubaldo notó que el ermitaño escuchaba con atención y se sumía en profundas meditaciones cuando empezó a contarle algunos viajes y gestas gloriosas que había realizado en su juventud. Finalmente Ubaldo, cansado, se acostó en la yacija que le había ofrecido su huésped y se durmió pronto, mientras el ermitaño se sentaba en el suelo a la entrada de la cueva.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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