Textos más populares este mes etiquetados como Cuento publicados el 14 de septiembre de 2016 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 14-09-2016


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Wood'stown

Alphonse Daudet


Cuento


El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas del mar.

En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Metido en el centro de todas las lianas, de todas las raíces, cuando talaban por un lado renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.

Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Bonaparte en San Miniato

Anatole France


Cuento


Tras haber ocupado Livorno y haber cerrado su puerto a los navíos ingleses, el general Bonaparte se dirigió a Florencia para visitar a Fernando III, gran duque de Toscana que, entre todos los príncipes de Europa era el único que había mantenido de buena fe sus compromisos para con la República. Como prueba de estima y confianza, fue sin escolta, con su Estado Mayor. Se le mostró el escudo de armas de los Buonaparte esculpido sobre el dintel de una antigua casa. Él sabía que una rama de su familia había vivido antaño en Florencia y que aún existía un último vástago. Era un canónigo de San Miniato, de ochenta años. Pese a los asuntos urgentes, deseaba hacerle una visita. Los sentimientos naturales eran muy fuertes en Napoleón Bonaparte.

La víspera de su partida, por la tarde, fue con algunos de sus oficiales a San Miniato, cuya colina coronada por torres y murallas se yergue a una media legua al sur de Florencia.

El anciano canónigo Bonaparte acogió con noble amenidad a su joven pariente y a los franceses que le acompañaban. Eran Berthier, Junot, el oficial de pagos Chauvet y el teniente Thézard. Les ofreció una cena a la italiana en la que no faltaron ni las grullas de Peretola, ni el lechón a las hierbas aromáticas, ni los mejores vinos de Toscana, de Nápoles y de Sicilia. Él mismo brindó por el éxito de sus ejércitos. Republicanos como Bruto, bebieron por la patria y por la libertad. Su anfitrión les dejó hacer puesto que no podía impedirlo. Luego, volviéndose hacia el general que había colocado a su derecha:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Adrienne Buquet

Anatole France


Cuento


Cuando estábamos terminando de cenar en el restaurante Laboullée me dijo:

—Lo admito, todos esos hechos relacionados con un estado aún mal definido del organismo como doble visión, sugestión a distancia o presentimientos verídicos, la mayor parte del tiempo no son constatados de una manera suficientemente rigurosa como para satisfacer todas las exigencias de la crítica científica. Casi todos se basan en testimonios que, aunque sinceros, dejan subsistir algo de incertidumbre acerca de la naturaleza del fenómeno. Esos hechos están aún mal definidos, lo admito. Pero su posibilidad ya no plantea dudas para mí desde el momento en que yo mismo he constatado uno. Por pura casualidad, pude reunir todos los elementos de observación. Puedes creerme cuando te digo que he procedido metódicamente y he puesto cuidado en evitar cualquier causa de error. —Mientras articulaba estas frases, el joven doctor Laboullée golpeaba con las dos manos su pecho hundido, atiborrado de folletos y, por encima de la mesa, acercaba hacia mí su cráneo agresivo y calvo—. Sí, querido amigo, —añadió— por una suerte única, uno de esos fenómenos clasificados por Myers y Podmore bajo la denominación de «fantasmas de vivos», se desarrolló en todas sus fases ante los ojos de un hombre de ciencia. Lo constaté todo, lo anoté todo.

—Te escucho.

—Los hechos —continuó Laboullée— se remontan al verano de 1891. Mi amigo Paul Buquet, del que te he hablado con frecuencia, vivía entonces con su esposa en un pequeño apartamento de la calle de Grenelle, frente a la fuente. ¿Conoces a Buquet?

—Lo he visto dos o tres veces. Es un chico grueso, con una barba hasta los ojos. Su mujer es morena, pálida, de grandes facciones y grandes ojos grises.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Árbol del Orgullo

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles.


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El Diablo y el Relojero

Daniel Defoe


Cuento


Viva en la parroquia de San Bennet Funk, cerca del Mercado Real, una honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes en su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su renta. Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos instrumentos, según es costumbre en esta actividad.

Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso. Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado.

En ese mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde las escaleras, corrió velozmente otro hombre que llevaba un escabel en sus manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si estuviera por cortar la soga para soltarlo.

Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:

—¡Sube y ayuda al hombre!

Suponía que algo impedía su acción.


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La Linterna Mágica

Manuel A. Alonso


Cuento


Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.

Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida, cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Pagoda de Babel

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma de! soberbio Sultán se desmorona para siempre.


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Los Tres Instrumentos de la Muerte

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que “Sunny Jim” se había colgado, o que el pacífico “el señor Pick Wicks” de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.

La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Arthur

Alphonse Daudet


Cuento


Hace unos años, viví en un pequeño edificio en los Campos Elíseos, en el pasaje de las Doce Casas. Imagínense un rincón de arrabal perdido, escondido en medio de esas grandes avenidas aristocráticas, tan frías, tan tranquilas que parece que sólo se pasa por ellas en coche. No sé qué capricho de propietario, qué manía de avaro o de viejo dejaba pervivir así en el corazón de aquel bello barrio aquellos terrenos baldíos, aquellos jardincillos mohosos, aquellas casas blancas construidas de través, con escalera exterior y terrazas de madera llenas de ropa tendida, de jaulas de conejos, de gatos flacos, de cuervos domesticados. Allí había parejas de obreros, de pequeños rentistas, algunos artistas —se les encuentra por todas partes donde aún quedan árboles— y, finalmente, dos o tres casas amueblabas de aspecto sórdido, como manchadas por generaciones de miseria. A su alrededor, todo el esplendor y el ruido de los Campos Elíseos, el fragor continuo de vehículos, el tintineo de arneses y de pasos vivarachos, puertas cocheras pesadamente cerradas, calesas que estremecen los porches, pianos amortiguados, violines de Mabille, un horizonte de grandes edificios mudos de ángulos redondeados, con sus cristales matizados por cortinas de seda clara y sus altos espejos sin azogue, donde se yerguen los dorados de los candelabros y las flores exóticas de las jardineras.


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El Abanderado

Alphonse Daudet


Cuento


I

El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar: “¡acuéstense!” Pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer torbellino de un huracán formidable.

El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, se perdía entre el humo; y una voz grave y fiera hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: “A la bandera, hijos míos, a la bandera”… Entonces un oficial, vago como una sombra, ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.

Veintidós veces había caído… Veintidós veces su asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento —un puñado de hombres apenas— se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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