Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento publicados el 14 de septiembre de 2016 | pág. 3

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etiqueta: Cuento fecha: 14-09-2016


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La Misa de las Sombras

Anatole France


Cuento


He aquí lo que el sacristán de la iglesia de Santa Eulalia, en Neuville—d'Aumont, me contó bajo el emparrado del Cheval—Blanc, una hermosa velada veraniega, mientras nos bebíamos una botella de vino añejo a la salud de un muerto muy acomodado, que aquella misma mañana había llevado con honor al cementerio, bajo un paño sembrado de lágrimas de plata:

«Mi difunto padre (es el sacristán el que narra) ejerció el oficio de sepulturero. Era de espíritu agradable, sin duda como consecuencia de su oficio, pues se ha demostrado que las personas que trabajan en los cementerios son de carácter jovial. Yo que le estoy hablando, señor, entro en un cementerio por la noche tan tranquilo como bajo el cenador del Cheval—Blanc. Y si, por casualidad, me encuentro por la noche con un aparecido, no me inquieto, pues pienso que debe ir a sus asuntos lo mismo que yo voy a los míos. Conozco las costumbres de los muertos y su carácter. Sé a ese respecto cosas que ni los mismos curas saben. Y si le contara todo lo que he visto, se quedaría bastante sorprendido. Pero todas las verdades no se deben contar y mi padre, al que sin embargo le gustaba contar historias, no reveló ni la vigésima parte de lo que sabía. En cambio, repetía con frecuencia los mismos relatos y, en mi opinión, narró lo menos cien veces la aventura de Catherine Fontaine.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Arthur

Alphonse Daudet


Cuento


Hace unos años, viví en un pequeño edificio en los Campos Elíseos, en el pasaje de las Doce Casas. Imagínense un rincón de arrabal perdido, escondido en medio de esas grandes avenidas aristocráticas, tan frías, tan tranquilas que parece que sólo se pasa por ellas en coche. No sé qué capricho de propietario, qué manía de avaro o de viejo dejaba pervivir así en el corazón de aquel bello barrio aquellos terrenos baldíos, aquellos jardincillos mohosos, aquellas casas blancas construidas de través, con escalera exterior y terrazas de madera llenas de ropa tendida, de jaulas de conejos, de gatos flacos, de cuervos domesticados. Allí había parejas de obreros, de pequeños rentistas, algunos artistas —se les encuentra por todas partes donde aún quedan árboles— y, finalmente, dos o tres casas amueblabas de aspecto sórdido, como manchadas por generaciones de miseria. A su alrededor, todo el esplendor y el ruido de los Campos Elíseos, el fragor continuo de vehículos, el tintineo de arneses y de pasos vivarachos, puertas cocheras pesadamente cerradas, calesas que estremecen los porches, pianos amortiguados, violines de Mabille, un horizonte de grandes edificios mudos de ángulos redondeados, con sus cristales matizados por cortinas de seda clara y sus altos espejos sin azogue, donde se yerguen los dorados de los candelabros y las flores exóticas de las jardineras.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Señor Thomas

Anatole France


Cuento


Conocí a un juez austero. Se llamaba Thomas de Maulan y pertenecía a la pequeña nobleza provinciana. Se había dedicado a la magistratura durante el septenio del mariscal Mac—Mahon, con la esperanza de impartir justicia un día en nombre del Rey. Tenía principios que él podía creer inamovibles, al no haberlos removido jamás. Tan pronto como se remueve un principio, se encuentra algo debajo y se comprueba que no era un principio. Thomas de Maulan mantenía cuidadosamente al abrigo de su curiosidad sus principios religiosos y sus principios sociales.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Dama de Verona

Anatole France


Cuento


Este relato fue hallado por el R.P. Adone Doni en los archivos del convento de Santa Croce, de Verona:

«La señora Eletta de Verona era tan maravillosamente bella y bien formada que los eruditos de la ciudad que tenían conocimientos de historia y mitología llamaban a su señora madre con los nombres de Leto, Leda o Sémele, dando a entender así que la hija había sido engendrada en ella por algún Zeus antes que por cualquier hombre mortal como eran el marido y los amantes de la citada señora. Pero los más sabios, sobre todo fray Battista, que fue antes que yo guardián del convento de la Santa Croce, consideraban que semejante belleza corporal tenía algo que ver con el diablo que es un artista en el sentido en el que lo interpretaba Nerón, emperador de los romanos, que decía al morir: «¡Qué artista perece!». Y no hay duda de que Satanás, el enemigo de Dios, que es muy hábil con los metales, es también excelente trabajando la carne humana. Yo que les estoy hablando, que tengo un amplio conocimiento del mundo, he visto en múltiples ocasiones campanas e imágenes de hombres fabricadas por el enemigo del género humano. Sus artimañas son increíbles. Tuve igualmente conocimiento de hijos que algunas mujeres concibieron por obra del diablo, pero sobre esta cuestión mis labios están sellados por el secreto de confesión. Me limitaré pues a decir que corrían extrañas teorías acerca del nacimiento de la señora Eletta.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Arlesiana

Alphonse Daudet


Cuento


Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…

¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.

Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»


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Robo Doméstico

Anatole France


Cuento


Hace unos diez años, quizá más, quizá menos, visité una cárcel de mujeres. Era un antiguo palacio construido en tiempos de Enrique IV cuyos altos tejados de pizarra dominaban una sombría pequeña ciudad del Mediodía, a orillas de un río. El director de esta cárcel estaba próximo a la edad de la jubilación. Tenía ideas propias y sentimientos humanos. No se hacía ilusiones respecto a la moralidad de sus trescientas internas, pero no consideraba que estuviera muy por debajo de la moralidad de trescientas mujeres tomadas al azar en cualquier ciudad.

—Aquí hay de todo, como en todas partes —parecía decirme con su mirada dulce y fatigada.

Cuando cruzamos el patio, una larga fila de internas acababa su paseo silencioso y regresaba a los talleres. Había muchas viejas, con aspecto bruto y solapado. Mi amigo, el doctor Cabane, que nos acompañaba, me hizo observar que casi todas aquellas mujeres tenían alguna tara característica, que el estrabismo era frecuente entre ellas, que eran unas degeneradas y que había muy pocas que no estuvieran marcadas por los estigmas del crimen, o al menos, del delito. El director sacudió lentamente la cabeza. Vi que no compartía las teorías de los médicos criminalistas y que seguía persuadido de que en nuestra sociedad los culpables no son siempre muy diferentes de los inocentes.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Nostalgia del Cuartel

Alphonse Daudet


Cuento


Esta madrugada, cuando empezaba a alborear, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor… ¡Rataplán, rataplán!…

¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, y a tales horas!… ¡Qué cosa más extraña!

Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrir la puerta.

¡No veo a nadie! Cesó el ruido… De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas. Entre los árboles se mece una suave brisa… Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol… El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura… ¡Rataplán, rataplán!…

¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado. Pero, en fin, ¿quién será el bruto que saluda a la aurora en el fondo de los bosques con un tambor?… Aunque miro, no veo a nadie… no diviso nada más que las matas de alhucema y los pinos que se precipitan cuesta abajo hasta el camino… Quizá se oculta en la espesura algún duende, resuelto a burlarse de mí… Sin duda, es Ariel o maese Puck. El pícaro habrá pensado, al pasar por delante de mi molino:

—Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada.

Y seguramente habrá tomado un bombo, y… ¡rataplán!… ¡rataplán!…

—¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarme a las cigarras.

* * *

Pero no era Puck.

Era Gouguet François, alias Pistolete, tambor del regimiento 31 de infantería, a la sazón con licencia semestral. Pistolete está aburrido en el país, siente nostalgias, y cuando le prestan el instrumento del cabildo municipal, se marcha melancólico a los bosques a tocar el tambor, soñando con el cuartel del Príncipe Eugenio.


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Ourika

Claire de Duras


Cuento


Hacía tan sólo unos meses que había llegado de Montpellier, y ejercía en París la profesión de médico cuando, una mañana, fui llamado al barrio de Saint—Jacques para visitar a una joven religiosa enferma, en un colegio. Desde hacía poco tiempo, el emperador Napoleón había permitido la reapertura de algunos de esos establecimientos; aquél al que me dirigía se dedicaba a la educación de jóvenes, y pertenecía a la orden de las Ursulinas. La Revolución había destruido parte del edificio; el claustro se hallaba al descubierto por un lateral debido a la demolición de la antigua iglesia de la que sólo podían verse ya algunos arcos. Una religiosa me introdujo en aquel claustro, que atravesamos andando sobre largas losas que formaban la solería de aquellas galerías; me percaté de que eran tumbas porque todas tenían inscripciones, la mayoría ya borradas por el paso del tiempo. Algunas de aquellas losas habían sido partidas durante la Revolución, lo que la hermana me hizo observar, diciéndome que no habían tenido tiempo aún de repararlas.

Yo no había visto jamás el interior de un convento, y aquel espectáculo era completamente nuevo para mí. Desde el claustro pasamos al jardín, adonde la religiosa me dijo que habían llevado a la hermana enferma; efectivamente, la vi al final de un largo paseo de carpes; estaba sentada, y un gran velo negro la cubría casi por completo.

—Aquí está el médico —dijo la hermana, y se alejó al instante.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Reseda del Párroco

Anatole France


Cuento


Dedicado a Jules Lemaître


En un pueblo del Bocage conocí hace años a un piadoso párroco que se negaba cualquier tipo de sensualidad, practicaba con gozo la renuncia y no conocía más alegría que la del sacrificio. Cultivaba en su jardín árboles frutales, hortalizas y plantas medicinales. Pero, temiendo la belleza incluso en las flores, no quería que hubiera en él ni rosas ni jazmines. Sólo se permitía la inocente vanidad de algunos pies de reseda cuyos retorcidos tallos, tan humildemente floridos, no atraían sus miradas cuando leía el breviario por entre los cuadrados de coles, bajo el cielo del buen Dios.

El santo hombre desconfiaba tan poco de su reseda que, con frecuencia, al pasar, arrancaba una ramita y la olía prolongadamente. Esta planta no pide sino que la dejen crecer. Una rama cortada hace renacer otras cuatro. Hasta tal extremo que, con la ayuda del diablo, la reseda del párroco llegó a cubrir una amplia zona del jardín. Invadía parte de la vereda y cuando éste pasaba, enganchaba la sotana del buen sacerdote que, distraído por la planta, interrumpía veinte veces por hora su lectura o su oración. Desde la primavera hasta el otoño, todo el presbiterio estaba perfumado por la reseda.


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El Abanderado

Alphonse Daudet


Cuento


I

El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar: “¡acuéstense!” Pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer torbellino de un huracán formidable.

El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, se perdía entre el humo; y una voz grave y fiera hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: “A la bandera, hijos míos, a la bandera”… Entonces un oficial, vago como una sombra, ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.

Veintidós veces había caído… Veintidós veces su asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento —un puñado de hombres apenas— se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.


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