A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja
de bueyes rojos; ella, guiando con una varita de vimio, larga y
flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por primera
vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna
de la cima de la cuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.
Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al
zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par de bueyes, San Antón los bendiga! A
la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el pelaje
rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la
calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les humedecía el
anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora mosca,
se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en
un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los
castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó
una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El
zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado
por los ladridos del mastín de la taberna.
—¿D'ónde eres? —preguntó él, así que logró antecoger al marranito.
Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.
—De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?
—De Las Morlas.
—¿Cara a Areal?
—Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.
—Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.
—¡Por muchos años! —exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.
—¿Cómo te llamas, rapaza?
—Margaridiña.
—Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? —añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.
—Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de la mala envidia, amén.
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