Aunque son raros los casos que pueden citarse de maridos enamorados
que no trocarían a su mujer por ninguna otra de las infinitas que en el
mundo existen, alguno se encuentra, como se encuentra en Asia la
perfecta mandrágora y en Oceanía el pájaro lira o menurio. ¡Dichoso
quien sorprende una de estas notables maravillas de la Naturaleza y
tiene, al menos, la satisfacción de contemplarla!
Del número de tan inestimables esposos fue Sergio Cañizares, unido a
Matilde Arenas. Su ilusión de los primeros días no se parecía a esa
efímera vegetación primaveral que agostan y secan los calores tempranos,
sino al verdor constante de húmeda pradera, donde jamás faltan
florecillas ni escasean perfumes. Cultivó su cariño Sergio partiendo de
la inquebrantable convicción de que no había quien valiese lo que
Matilde, y todos los encantos y atractivos de la mujer se cifraban en
ella, formando incomparable conjunto. Matilde era para Sergio la más
hermosa, la más distinguida, donosa, simpática, y también, por
añadidura, la más honesta, firme y leal. Con esta persuasión él viviría
completamente venturoso, a no existir en el cielo de su dicha —es ley
inexorable— una nubecilla tamaño como una almendra que fue creciendo y
creciendo, y ennegreciéndose, y amenazando cubrir y asombrar por
completo aquella extensión azul, tan radiante, tan despejada a todas
horas, ya reflejase las suaves claridades del amanecer, ya las rojas y
flamígeras luminarias del ocaso.
La diminuta nube que oscurecía el cielo de Sergio era un dije de oro,
un minúsculo guardapelo que, pendiente de una cadenita ligera, llevaba
constantemente al cuello Matilde. Ni un segundo lo soltaba; no se lo
quitaba ni para bañarse, con exageración tal, que como un día se hubiese
roto la cadena, cayendo al suelo le dijo, Matilde, pensando haberlo
perdido, se puso frenética de susto y dolor; hasta que, encontrándolo,
manifestó exaltado júbilo.
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