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etiqueta: Cuento fecha: 17-06-2016


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Un Drama Verdadero

Guy de Maupassant


Cuento


«Lo verdadero puede a veces no ser verosímil»
Boileau, Art poétique, III, 48

Decía yo el otro día, en este lugar, que la escuela literaria de ayer se servía, para sus novelas, de las aventuras o de las verdades excepcionales encontradas en la existencia; mientras que la escuela actual, al no preocuparse sino por la verosimilitud, establece una especie de media de los acontecimientos ordinarios.

Y hete aquí que me comunican toda una historia, ocurrida, al parecer, y que se diría inventada por algún novelista popular o algún dramaturgo delirante.

Es, en cualquier caso, pasmosa, bien urdida y muy interesante en su extrañeza.

En una propiedad rural, mitad granja y mitad quinta, vivía una familia que tenía una hija a la que cortejaban dos jóvenes, hermanos.

Éstos pertenecían a una antigua y excelente casa, y vivían juntos en una propiedad vecina.

El preferido fue el mayor. Y el pequeño, a quien un amor tumultuoso le trastornaba el corazón, se tornó sombrío, soñador, errabundo. Salía durante días enteros o bien se encerraba en su habitación, y leía o meditaba.

Cuanto más se acercaba la hora de la boda, más receloso se volvía.

Aproximadamente una semana antes de la fecha fijada, el novio, que regresaba una noche de su cotidiana visita a la joven, recibió un disparo a quemarropa, en un rincón del bosque. Unos campesinos, que lo encontraron al nacer el día, llevaron el cuerpo a su hogar. Su hermano se sumió en una fogosa desesperación que duró dos años. Se creyó incluso que se metería a cura o que se mataría.

Al cabo de esos dos años de desesperación, se casó con la novia de su hermano.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Aventura Parisiense

Guy de Maupassant


Cuento


¿Existe en la mujer un sentimiento más agudo que la curiosidad? ¡Oh! ¡Saber, conocer, tocar lo que se ha soñado! ¿Qué no haría por ello? Una mujer, cuando su curiosidad impaciente está despierta, cometerá todas las locuras, todas las imprudencias, tendrá todas las audacias, no retrocederá ante nada. Hablo de las mujeres realmente mujeres, dotadas de ese espíritu de triple fondo que parece, en la superficie, razonable y frío, pero cuyos compartimentos secretos están los tres llenos: uno de inquietud femenina siempre agitada; otro de astucia coloreada de buena fe, de esa astucia de beato, sofisticada y temible; el último, por fin, de sinvergüencería encantadora, de trapacería exquisita, de deliciosa perfidia, de todas esas perversas cualidades que empujan al suicidio a los amantes imbécilmente crédulos, pero que arroban a los otros.

Aquella cuya aventura quiero contar era una provinciana, vulgarmente honesta hasta entonces. Su vida tranquila en apariencia, discurría en su hogar, entre un marido muy ocupado y dos hijos a los que criaba como mujer irreprochable. Pero su corazón se estremecía de curiosidad insatisfecha, de un prurito de lo desconocido. Pensaba en París sin cesar, y leía ávidamente los periódicos mundanos.  La descripción de las fiestas, de los vestidos, de los placeres, hacía hervir sus deseos; pero sobre todo la turbaban misteriosamente los ecos llenos de sobreentendidos, los velos levantados a medias en frases hábiles, y que dejan entrever horizontes de disfrutes culpables y asoladores.

Desde allá lejos veía París en una apoteosis de lujo magnífico y corrompido.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Caricias

Guy de Maupassant


Cuento


No, amigo mío, no piense usted más en ello. Lo que me pide es una cosa que me subleva y me repugna. Diríase que Dios..., porque yo creo en Dios..., se propuso estropear cuanto había hecho de bueno, agregándole algo que fuese horrible. Nos hizo el don del amor, que es la cosa más agradable que existe en el mundo; pero, pareciéndole demasiado hermoso y demasiado puro para nosotros, inventó los sentidos, esa cosa innoble, sucia, indignante, brutal: los sentidos; disponiéndolos de tal manera que pareciesen una burla, entremezclándolos con las inmundicias del cuerpo, para que no podamos pensar en ellos sin sonrojamos, ni hablar de ellos sino en voz baja. La horrible función de los sentidos está toda ella envuelta en vergüenza. Se esconde, subleva el alma, lastima los ojos y, desterrada por la moral, perseguida por la ley, no se realiza sino en la oscuridad, como si fuese un crimen.

¡No me hable usted jamás de cosa semejante, jamás!...

Ignoro si lo amo a usted, pero sí sé que me agrada estar a su lado, que su mirada es para mí una dulzura y que el timbre de la voz de usted me acaricia el corazón. Desde el instante mismo en que consiguiese usted de mi debilidad lo que desea, me resultaría usted odioso. Se quebraría el lazo delicado que hoy nos une a los dos. Se abriría entre nosotros un abismo de infamias.

Sigamos siendo lo que somos. Y... ámeme usted, si ése es su gusto; yo se lo permito.

Su amiga,

Genoveva.

¿Me permite usted, señora, que yo, a mi vez, le hable brutalmente, sin miramientos galantes, lo mismo que hablaría a un amigo que me declarase su propósito de pronunciar los votos perpetuos?

Yo no sé tampoco si estoy enamorado de usted. Únicamente lo sabría después de esa cosa que de tal modo la subleva. ¿Ha olvidado usted los versos de Musset?


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Primera Nieve

Guy de Maupassant


Cuento


El extenso paseo de la Croisette se curva a orillas del mar azul. Allá lejos, a la derecha, el Esterel se adentra en el agua, y corta la vista, cerrando el horizonte con el bonito decorado meridional de sus cimas puntiagudas, numerosas y extrañas. A la izquierda, tumbadas en el agua, las islas Sainte—Marguerite y Saint—Honorat muestran sus dorsos cubiertos de abetos. Y a todo lo largo del amplio golfo, a todo lo largo de las grandes montañas, asentadas en torno a Cannes, el conjunto blanco de villas parece dormido al sol. Se divisan desde lejos esas casas claras sembradas desde la cima hasta el pie de los montes, manchando de puntos de nieve la oscura vegetación. Las más próximas al agua abren sus verjas al amplio paseo que vienen a bañar las olas tranquilas. Hace buen tiempo, un tiempo suave. Es un templado día de invierno en el que apenas cruza una ráfaga de frescor. Por encima del mar de jardines, sobresalen los naranjos y los limoneros repletos de frutos dorados. Las damas pasean lentamente por la arena de la avenida, seguidas de niños que hacen rodar sus aros, o charlando con los señores.

Una mujer joven acaba de salir de una pequeña y coqueta casa cuya puerta da a la Croisette. Se detiene un instante a mirar a los transeúntes, sonríe, y con aspecto abrumado llega hasta un banco vacío situado frente al mar. Fatigada de haber dado veinte pasos, se sienta jadeando. Su cara, por la palidez, se asemeja a la de una muerta. Tose, y se lleva a los labios sus dedos transparentes como para detener las sacudidas que la agotan. Contempla el cielo repleto de sol y golondrinas, las cimas caprichosas del Esterel allá lejos y, muy cerca, el mar tan azul, tan tranquilo, tan bello. Entonces sonríe y murmura: «¡Oh! ¡qué feliz soy!»


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Opinión Pública

Guy de Maupassant


Cuento


Como acababan de dar las once, los señores empleados, temiendo la llegada del jefe, se apresuraban dirigiéndose a sus despachos.

Cada uno echaba una mirada rápida sobre los papeles traídos en su ausencia; luego, tras haber cambiado la chaqueta o la levita por el viejo uniforme de trabajo, iba a ver al vecino.

Pronto fueron cinco en el despacho donde trabajaba el señor Bonnenfant, un alto funcionario, y la conversación de cada día comenzó como de costumbre. El señor Perdrix, encargado del orden, buscaba piezas perdidas, mientras que el aspirante a subjefe, el señor Piston, ayudante de la Academia, fumaba su cigarrillo calentándose los muslos. El viejo expedicionario, el padre Grappe, ofrecía al corrillo su actuación tradicional, y el señor Rade, burócrata periodístico, escéptico burlón y revolucionario, con voz de grillo, astuto y con gestos bruscos, se divertía escandalizando al mundo.

—¿Qué hay de nuevo esta mañana? —preguntó el señor Bonnenfant.

—Nada nuevo —contestó el señor Piston—, los periódicos siempre están llenos de detalles sobre Rusia y el asesinato del Zar.

El encargado del orden, el señor Perdrix, levantó la cabeza, y articuló en un tono convencido:

—Le deseo mucha felicidad a su sucesor, pero no cambiaría mi puesto por el suyo.

El señor Rade se rió:

—¡Él tampoco! —dijo.

El padre Grappe tomó la palabra, y preguntó en un tono lamentable:

—¿Cómo acabará todo esto?...

El señor Rade lo interrumpió:

—No acabará nunca, padre Grappe. Sólo morimos nosotros. Desde que hay reyes ha habido regicidios.

Entonces el señor Bonnenfant se interpuso:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Petición de un Vividor a su Pesar

Guy de Maupassant


Cuento


SEÑORES PRESIDENTES DE LOS TRIBUNALES,
SEÑORES MAGISTRADOS,
SEÑORES MIEMBROS DE JURADOS.

Ahora que ya estoy desinteresado del asunto, vista mi edad y mis cabellos blancos, vengo a protestar contra sus juicios, contra la parcialidad indignante de sus decisiones, contra este tipo de galantería ciega que los empuja a pronunciarse siempre a favor de la mujer contra el hombre, cada vez que un asunto amoroso es llevado delante de un tribunal.

Soy viejo, señores, he amado mucho, o mejor dicho, amado a menudo. Mi pobre corazón maltrecho, se estremece todavía recordando antiguos amores. Y en las tristes noches solitarias en las que la vida pasada no se nos aparece más que como un estado de ilusión finita, donde las lejanas aventuras, marchitas como los tapices desdibujados, nos dan de repente sacudidas de tristeza, y hacen saltar lágrimas dolorosas que se derraman sobre lo irreparable, abro, temblando, una humilde caja de nogal donde yacen mis lamentables prendas de amor, donde ahora duerme mi vida consumada, donde se remueve, cuando allí sumerjo las manos, el polvo muerto de todo lo que he adorado sobre la tierra.

Y sollozo sobre el botín, el fino botín de satén, hoy amarillo, pero que fue blanco y que yo saqué de su pie, en el jardín, aquella noche, para impedirle volver al baile.

Beso los guantes, los cabellos rubios o negros, sus tres ligas de seda y el pañuelo de encaje maculado de sangre, de esa sangre que parece una pálida mancha de herrumbre y de la que un día contaré la historia.

Pero en absoluto pretendo hablarles de esto. Simplemente he querido demostrar que hubo hacia mí muchas... flaquezas —aunque soy el más tímido, el más indeciso, el más dubitativo de los hombres.


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Una Familia

Guy de Maupassant


Cuento


Iba a volver a ver a mi amigo Simón Radevin, que no había visto desde hacía quince años. En otros tiempos fue mi mejor amigo, el amigo de mis pensamientos, aquél con el que se pasan las largas veladas tranquilas y alegres, aquél a quien se le cuentan las cosas íntimas del corazón, por el que se encuentran, charlando dulcemente, las ideas raras, finas, ingeniosas, delicadas, nacidas de la simpatía misma que excita el ingenio y le hace desarrollarse a gusto. Durante muchos años no nos habíamos separado nunca. Habíamos vivido, viajado, soñado, imaginado juntos, habíamos amado las mismas cosas y con un mismo amor, admirado los mismos libros, comprendido las mismas obras, vibrado con las mismas sensaciones, y tan frecuentemente nos habíamos reído de los mismos seres, que nos comprendíamos sólo con intercambiar una mirada.

Luego él se había casado. Se había casado de repente con una chiquilla de provincia que había llegado a París para encontrar novio. ¿Cómo pudo aquella pequeña rubita, delgada, de manos fofas, de ojos claros y vacíos, de voz fresca y necia parecida a cien mil muñecas casaderas, atrapar a aquel chico inteligente y fino? ¿Quién puede comprender esas cosas? Él había esperado sin duda la felicidad, una felicidad sencilla, dulce y continuada entre los brazos de una mujer buena, tierna y fiel; y había entrevisto todo eso en la mirada transparente de aquella chiquilla de cabellos pálidos. No pensó que el hombre activo, vivo y vibrante, se cansa de todo tan pronto como constata la estúpida realidad, a menos que se embrutezca hasta el punto de no comprender nada más. ¿Cómo iba a encontrarlo? ¿Aún vivo, espiritual, risueño y entusiasta, o bien adormecido por la vida provinciana? ¡Un hombre puede cambiar tanto en quince años!


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Un Normando

Guy de Maupassant


Cuento


Acabábamos de dejar a Ruán y marchábamos a trote largo por la carretera de Jumiéges. El coche avanzaba ligero, cruzando praderas; al empezar a subir la cuesta de Cantaleu, el caballo se puso al paso.

Se descubre desde allí uno de los espléndidos panoramas del mundo. A nuestras espaldas, Ruán, la ciudad de las iglesias y de las torres góticas, cinceladas con minuciosidad de figurillas de marfil; delante, Saint—Sever, el barrio de las fábricas, que yergue al cielo sus mil chimeneas humeantes frente por frente de las mil torrecillas sagradas de la vieja ciudad. Aquí, la flecha de la catedral, cúspide de la más elevada de los monumentos humanos, y allá, la "bomba de Fuego", de "El Rayo", su rival, tan gigantesca como ella, y que sobrepasa en un metro a la más alta de las pirámides de Egipto.

Frente a nosotros se alargaba el Sena, ondulante, salpicado de islas, costeado a la derecha por blancas escarpas que corona un bosque, y a la izquierda por praderas anchísimas, que también limitan un bosque, allá al fondo, muy lejos.

De trecho en trecho, grandes barcos anclados a lo largo de las riberas del ancho río. Tres enormes vapores desfilaban uno tras otro rumbo al Havre; y un rosario de embarcaciones, formado por un buque de tres palos, dos goletas y un bergantín, subía río arriba, hacia Ruán, arrastrado por un pequeño remolcador que despedía una humareda negra.

Mi acompañante, natural de la región, no se molestaba siquiera en mirar tan extraordinario paisaje; se limitaba a sonreír; parecía estar gozando de antemano con otra cosa. Y de pronto exclamó:

—Va usted a ver en seguida una cosa curiosa: la capilla de San Mateo. Eso sí que es gloria pura, amigo mío.

Lo miré con sorpresa, y él siguió diciendo:


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Una Cena de Nochebuena

Guy de Maupassant


Cuento


No sé exactamente el año. Llevaba todo un mes cazando por aquellos lugares con un brío impetuoso y una alegría salvaje, con ese ardor que se tiene para las pasiones nuevas. Me hallaba en Normandía, en casa de un pariente soltero, Jules de Banneville; y éramos solamente nosotros dos, una doncella, un doméstico y el guarda del castillo señorial. Este castillo, viejo edificio grisáceo rodeado de pinos, en cuyo interior había unas largas avenidas de castaños azotados por el viento, parecía abandonado desde hacía siglos. Un mobiliario antiguo era lo único que contenían aquellos salones siempre cerrados, donde antaño unos personajes, cuyos retratos se veían colgados en un corredor tan desapacible como las avenidas, recibían ceremoniosamente a los nobles vecinos.

Pero nosotros nos habíamos refugiado en la cocina, único rincón habitable de la mansión, una inmensa cocina, cuyas paredes, perdidas en las tinieblas, se iluminaban cuando se arrojaba un nuevo haz de leña en la amplia chimenea. Todas las noches, después de despabilar una dulce modorra ante el fuego, y una vez que de nuestras botas se había evaporado la humedad, subíamos a nuestra habitación, mientras que los podencos, allí mismo, como sonámbulos, soñando escenas de caza, lanzaban ladridos amortiguados.

La habitación era la única pieza del castillo que se había techado y enyesado completamente, a causa de los ratones. Pero la habían dejado sin muebles, blanqueada de cal, y, en las paredes, solamente colgaban unas escopetas, varios látigos y algunos cuernos de caza. Colocadas en los dos rincones de esta choza siberiana había dos camas, en las cuales nos deslizábamos tiritando.


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Un Bandido Corso

Guy de Maupassant


Cuento


El camino ascendía suavemente hacia el centro del bosque de Altone. Los desmesurados abetos formaban sobre nuestras cabezas una bóveda quejumbrosa, dejaban oír algo así como un lamento continuo y triste, mientras que a derecha e izquierda sus delgados y rectos troncos semejaban un ejército de tubos de órgano, de los que parecía salir la monótona música del viento en las cimas.

Al cabo de tres horas de marcha, el número de aquellos largos y juntos maderos disminuyó; de trecho en trecho un árbol gigantesco, apartado de los demás, y abierto como una sombrilla enorme, ostentaba su copa de un sombrío verde; y de pronto llegamos al límite del bosque, a unos cien metros por debajo del desfiladero que conduce al inculto valle de Niolo.

En las dos altas cumbres que dominan este paraje, algunos viejos árboles disformes parecen haber subido penosamente, como exploradores enviados delante de una compacta muchedumbre. Volviéndonos, divisamos todo el bosque, extendido a nuestros pies, semejante a una inmensa cubeta de madera cuyos bordes, que parecían tocar el cielo, eran desnudas rocas que lo cerraban por todas partes.

De nuevo nos pusimos en marcha, y diez minutos después llegábamos al desfiladero.

Entonces contemplé un país sorprendente. A la conclusión de otro bosque un valle, pero un valle como no los había yo visto, una soledad de piedra de diez leguas de longitud, extendida entre dos montañas de dos mil metros de altura y sin un sembrado, sin un árbol a la vista. Es el Niolo, la patria de la libertad corsa, la inaccesible ciudadela de donde nunca los invasores pudieron expulsar a los montañeses.

—Ahí es también donde están refugiados todos nuestros bandidos —me dijo mi acompañante.

Pronto llegamos al fondo de aquel agujero inculto y de indescriptible belleza.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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