Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento publicados el 20 de mayo de 2016 | pág. 4

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etiqueta: Cuento fecha: 20-05-2016


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El Gordo y el Flaco

Antón Chéjov


Cuento


En una estación de ferrocarril de la línea Nikoláiev se encontraron dos amigos: uno, gordo; el otro, flaco.

El gordo, que acababa de comer en la estación, tenía los labios untados de mantequilla y le lucían como guindas maduras. Olía a Jere y a Fleure d'orange. El flaco acababa de bajar del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajitas de cartón. Olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una mujer delgaducha, de mentón alargado —su esposa—, y un colegial espigado que guiñaba un ojo —su hijo.

—¡Porfiri! —exclamó el gordo, al ver al flaco—. ¿Eres tú? ¡Mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin verte!

—¡Madre mía! —soltó el flaco, asombrado—. ¡Misha! ¡Mi amigo de la infancia! ¿De dónde sales?

Los amigos se besaron tres veces y se quedaron mirándose el uno al otro con los ojos llenos de lágrimas. Los dos estaban agradablemente asombrados.

—¡Amigo mío! —comenzó a decir el flaco después de haberse besado—. ¡Esto no me lo esperaba! ¡Vaya sorpresa! ¡A ver, deja que te mire bien! ¡Siempre tan buen mozo! ¡Siempre tan perfumado y elegante! ¡Ah, Señor! ¿Y qué ha sido de ti? ¿Eres rico? ¿Casado? Yo ya estoy casado, como ves... Ésta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbach... luterana... Y éste es mi hijo, Nafanail, alumno de la tercera clase. ¡Nafania, este amigo mío es amigo de la infancia! ¡Estudiamos juntos en el gimnasio!

Nafanail reflexionó un poco y se quitó el gorro.

—¡Estudiamos juntos en el gimnasio! —prosiguió el flaco—. ¿Recuerdas el apodo que te pusieron? Te llamaban Eróstrato porque pegaste fuego a un libro de la escuela con un pitillo; a mí me llamaban Efial, porque me gustaba hacer de espía... Ja, ja... ¡Qué niños éramos! ¡No temas, Nafania! Acércate más ... Y ésta es mi mujer, nacida Vanzenbach... luterana.

Nafanail lo pensó un poco y se escondió tras la espalda de su padre.


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El Fracaso

Antón Chéjov


Cuento


Elías Serguervitch Peplot y su mujer, Cleopatra Petrovna, aplicaban el oído a la puerta y escuchaban ansiosos lo que ocurría detrás. En el gabinete se desarrollaba una explicación amorosa entre su hija Natáchinka y el maestro de la escuela del distrito, Schúpkin.

Peplot susurraba con un estremecimiento de satisfacción:

—Ya muerde el anzuelo. Presta atención. En cuanto lleguen al terreno sentimental, descuelga la imagen santa y les daremos nuestra bendición. Éste será un modo de cogerlo. La bendición con la imagen es sagrada. No le será posible escapar, aunque acuda a la justicia.

Entretanto, detrás de la puerta tenía lugar el siguiente coloquio:

—No insista usted —decía Schúpkin encendiendo un fósforo contra su pantalón a cuadros—; yo no le he escrito ninguna carta.

—¡Como si yo no conociera su carácter de letra! —replicaba la joven haciendo muecas y mirándose de soslayo al espejo—. Yo lo descubrí en seguida. ¡Qué raro es usted! Un maestro de caligrafía que escribe tan malamente. ¿Cómo enseña usted la caligrafía si usted mismo no sabe escribir?

—¡Hum! Esto no tiene nada que ver. En la caligrafía, lo más importante no es la letra, sino la disciplina. A uno le doy con la regla en la cabeza; a otro le hago arrodillarse; nada tan fácil. Nekransot fue un buen escritor; pero su carácter de letra era admirable; en sus obras insértase una muestra de su caligrafía.

—Aquel era Nekransot, y usted es usted. Yo me casaré gustosa con un escritor —añade ella suspirando—. Me escribiría siempre versos...

—Versos puedo yo también escribírselos, si usted lo desea.

—¿Y sobre qué asunto escribirá usted?

—Sobre amor, sentimientos, sobre sus ojos... Como me leyera usted, se volvería usted loca. Incluso lloraría usted. Oiga, si yo le dirijo versos poéticos, ¿me dará usted su mano a besar?


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El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


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El Beso

Antón Chéjov


Cuento




El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros, reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo. Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:

—Su Excelencia el teniente general Von Rabbek, propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación a tomar el té en su casa...

El caballo se inclinó, se puso a danzar y retrocedió de flanco; el jinete volvió a alzar levemente el sombrero, y un instante después desapareció con su extraña montura tras la iglesia.

—¡Maldita sea! —rezongaban algunos oficiales al dirigirse a sus alojamientos—. ¡Con las ganas que uno tiene de dormir y el Von Rabbek ese nos viene ahora con su té! ¡Ya sabemos lo que eso significa!


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El Álbum

Antón Chéjov


Cuento


El consejero titular Craterof, hombre delgado como la flecha de un campanario, se adelanta, y volviéndose a Imikof le dijo:

—¡Excelencia! Conmovidos por la bondad que nos demostró usted durante los años que fué nuestro jefe...

—Más de diez años—interrumpe Zakusin.

—Más de diez años hemos tenido el honor de ser presididos por vuecencia, y hoy, en celebración del aniversario de su carrera, le ofrecemos este álbum con nuestros retratos y le rogamos que lo acepte como prueba de nuestro profundo respeto y gratitud, deseando que por muchos años no nos abandone...

—Ni nos prive de sus consejos paternales en el camino del progreso—intercala Zakusin, enjugándose la frente. Por lo visto él tenía un discurso preparado y experimentaba un gran deseo de hablar—. Que su bandera ondee siempre en las sendas del talento, trabajo y genio...

Por la mejilla izquierda de Imikof desciende lentamente una lágrima.

—¡Señores!—dice con voz temblorosa—. No esperaba que celebraran ustedes mi modesto aniversario... Estoy conmovido... y... hasta... hasta... la muerte me acordaré de estas atenciones. Créanme, amigos míos; nadie les desea más felicidad que yo... y si hubo alguna vez cualquier incidente desagradable, fué únicamente por el bien de ustedes...

Con estas palabras, el consejero de Estado abraza al consejero titular Craterof, el cual no contaba con un honor semejante y hasta se pone pálido de satisfacción. Luego el jefe hace un gesto con la mano, mostrando que la emoción le impide hablar, y prorrumpe en llanto, como si en vez de regalarle un hermoso álbum se lo quitaran. Recobrada la tranquilidad, pronuncia algunas palabras conmovidas, tiende a todos la mano, baja la escalera acompañado de bendiciones y alegres vivas y toma asiento en su coche. Por el camino experimenta nuevamente la sensación de ese acontecimiento feliz e imprevisto, y otra vez prorrumpe en llanto.


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Cirugía

Antón Chéjov


Cuento


Estamos en un hospital del zemstvo. A falta de doctor, que se ausentó para contraer matrimonio, recibe a los enfermos el practicante Kuriatin. Es un hombre grueso que ronda los cuarenta; viste una raída chaqueta de seda cruda y unos usados pantalones de lana. En su rostro se refleja el sentimiento de que cumple su deber y se encuentra satisfecho. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda sostiene un cigarro que despide un humo pestilente.

En la sala de visitas entra el sacristán Vonmiglásov. Es un viejo alto y robusto, que viste una sotana pardusca ceñida con un ancho cinturón de cuero. El ojo derecho, atacado de cataratas, lo tiene medio cerrado; en la nariz ostenta una verruga que de lejos se asemeja a una mosca grande. En un primer momento el sacristán busca con los ojos el icono y, al no encontrarlo, se persigna ante una bombona que contiene una disolución de ácido fénico; luego saca un trozo de pan bendito, que traía envuelto en un pañuelo rojo, y, haciendo una inclinación, lo coloca ante el practicante.

—Ah... Mis respetos —bosteza el practicante—. ¿Qué le trae por aquí?


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¡Chist!

Antón Chéjov


Cuento


Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:

—¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!... Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.


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Aniuta

Antón Chéjov


Cuento


Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.

Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.

En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.

—El pulmón se divide en tres partes —recitaba Klochkov—. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...

Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.

—Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano —continuó— Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...

Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.

—La primera costilla —observó— es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?

—¡Tiene usted los dedos tan fríos!...

—¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...


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