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etiqueta: Cuento fecha: 20-05-2016


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El Talento

Antón Chéjov


Cuento




El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.

Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!

Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.

La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.

La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.

Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:

—No puedo casarme.

—¿Pero por qué? —suspira ella.


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El Beso

Antón Chéjov


Cuento




El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros, reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo. Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:

—Su Excelencia el teniente general Von Rabbek, propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación a tomar el té en su casa...

El caballo se inclinó, se puso a danzar y retrocedió de flanco; el jinete volvió a alzar levemente el sombrero, y un instante después desapareció con su extraña montura tras la iglesia.

—¡Maldita sea! —rezongaban algunos oficiales al dirigirse a sus alojamientos—. ¡Con las ganas que uno tiene de dormir y el Von Rabbek ese nos viene ahora con su té! ¡Ya sabemos lo que eso significa!


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La Cronología Viviente

Antón Chéjov


Cuento


El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.

Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.


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Las Islas Voladoras

Antón Chéjov


Cuento


Capítulo Primero. La Conferencia

—¡He terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La sala de asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro, los caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitán de La Catástrofe, un yate de 100,000 toneladas.

—¡Caballeros! —dijo Mr. Lund, profundamente emocionado—. Considero mi más sagrada obligación el darles a ustedes las gracias por la asombrosa paciencia con la que han escuchado mi conferencia de una duración de 40 horas, 32 minutos y 14 segundos... ¡Tom Grouse! —exclamó, volviéndose hacia su viejo criado—. Despiértame dentro de cinco minutos. Dormiré, mientras los caballeros me disculpan por la descortesía de hacerlo.

—¡Sí, señor! —dijo el viejo Tom Grouse.

John Lund echó hacia atrás la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.

John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal ni estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de esas naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido recibido su parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas había presentado un vasto proyecto a la consideración de los honorables caballeros, cuya realización llevaría a la consecución de gran fama para Inglaterra y probaría hasta qué alturas puede llegar en ocasiones la mente humana.


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Poquita Cosa

Antón Chéjov


Cuento


Hace unos día invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.

Siéntese, Yulia Vasilievna —le dije—. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma... Veamos... Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...

En cuarenta...

No. En treinta... Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...

Dos meses y cinco días...

Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos... Pero hay que descontarle nueve domingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado... más tres días de fiesta...

A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... ¡ni palabra!

Tres días de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio sólo a Varia... Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... ¿no es cierto?

El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo ví empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero... ¡ni palabra!


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Un Portero Inteligente

Antón Chéjov


Cuento


De pie, en el centro de la cocina, el portero moralizaba. Sus oyentes eran los lacayos, el cochero, dos doncellas, el cocinero, la cocinera y dos pinches, sus hijos. Todas las mañanas moralizaba sobre algo, siendo en aquella el tema de su discurso la instrucción.

—¡Todos ustedes —decía, sosteniendo con las manos un gorro con insignia de metal— viven cochinamente!... ¡Se pasan el tiempo ahí sentados y no se les ve más que ignorancia!... ¡No se les ve civilización!... ¡Mischka, jugando al ajedrez! ¡Matriona, cascando nueces!... ¡Nikifor, siempre a vueltas con sus chuflas!... ¿Es eso acaso inteligencia?... ¡Eso no es inteligencia!... ¡Eso es pura tontería!... ¡Ustedes no tienen ni una chispa de inteligencia!... ¿Y por qué?

—¡Desde luego, Filipp Nikandrich —observó el cocinero—, ya se sabe!... ¿Qué inteligencia va a tener uno?... ¡La del mujik!1... ¿Qué va uno a comprender?

—¿Y por qué les falta inteligencia?... ¡Porque no arrancan de un verdadero punto!... ¡No leen libros, y para lo tocante a lo escrito, no tienen ningún sentido!... ¡Si al menos cogieran un librejo, se sentaran y leyeran!... ¡Seguro que son alfabetos y que comprenderían lo que está impreso!... ¡Tú, por ejemplo, Mischka, si cogieras un libro y leyeras..., sería un gran provecho para ti y de mucho gusto para los demás!... ¡En lo libros, sobre todo, hay una extensión muy grande!... Allí verás que te hablan de la Naturaleza, de lo divino, de los países terrestres!... ¡De que si esto se hace de lo otro... de las diversas gentes que hay... de los idiomas que hay!... También del paganismo... ¡Sobre todas las cosas encontrarás tema en los libros... sólo hay que tener ganas de buscarlas!... Pero ustedes... ahí se están sentados junto a la estufa sin hacer más que zampar y beber!... ¡Exactamente como las bestias!... ¡Pfú!...


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Una Perra Cara

Antón Chéjov


Cuento


El maduro oficial de infantería Dubov y el voluntario Knaps, sentados uno junto a otro, bebían unas copas.

—¡Magnífico perro!... —decía Dubov mostrando a Knaps a su perro Milka—. ¡Un perro extraordinario!... ¡Fíjese, fíjese bien en el morro que tiene!... ¡Lo que valdrá sólo el morro!... Si lo viera un aficionado, tan sólo por el morro pagaría doscientos rublos. ¿No lo cree usted?... Si no es así, es que no entiende nada de esto.

—Sí que entiendo, pero...

—Es setter. ¡Setter inglés de pura raza! Para el acecho es asombroso, y como olfato... ¡Dios mío!... ¡Qué olfato el suyo! ¿ Sabe cuánto pagué por mi Milka cuando no era más que un cachorro?... ¡Cien rublos! ¡Soberbio perro! ¡Ven acá..., Milka bribón, Milka bonito!... ¡Ven acá, perrito..., chuchito mío...!

Dubov atrajo a Milka hacia sí y lo besó entre las orejas. A sus ojos asomaban lágrimas.

—¡No te entregaré a nadie..., hermoso mío..., tunante! ¿Verdad que me quieres, Milka? Me quieres..., ¿no? Bueno, ¡márchate ya! —exclamó de pronto el teniente—. ¡Me has puesto las patas sucias en el uniforme! ¡Pues sí, Knaps!... ¡Ciento cincuenta rublos pagué por el cachorro! ¡Desde luego ya se ve que los vale! ¡Lo único que siento es no tener tiempo para ir de caza! ¡Y un perro sin hacer nada se muere!... ¡Le falta... sobre qué utilizar la inteligencia!... ¡Cómpremelo, Knaps! ¡Me lo agradecerá usted toda la vida! Si no dispone de mucho dinero, se lo dejaré por la mitad de su precio... ¡Lléveselo por cincuenta rublos!... ¡Róbeme ...!

—No, querido —suspiró Knaps—. Si su Milka hubiera sido macho, quizá lo comprara, pero...


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Zínochka

Antón Chéjov


Cuento


El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de fresco heno en la isla de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana, en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó escapar un sonoro bostezo y dijo:

—Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes odiado, odiado apasionada, rabiosamente? ¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?

No hubo respuesta.

—¿Nadie, señores? —siguió la voz de oficial de Estado Mayor—. Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano, poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios, repasando las lecciones. Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:

»—Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhalamos?

»—Óxido de carbono —contesté yo, mirando a la misma ventana.


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