Textos peor valorados etiquetados como Cuento publicados el 21 de abril de 2016 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 21-04-2016


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La Soledad de Pepe

Arturo Robsy


Cuento


Hucha de Plata como finalista de la edición XXVI del Concurso Hucha de Oro de 1991, convocado por la Confederación Española de Cajas de Ahorro


José Álvarez Alto era, sin duda, Álvarez, pero no alto estrictamente. Tampoco era buena persona. Usaba navaja para limpiarse las uñas y otros quehaceres y, cuando no bebía en la tasca o discutía agriamente con cualquier próximo, se ganaba la vida sirlando.

Sirlar es un arte que necesita nervios de titanio, mala cara y, obligatoriamente, un fierro. Un fierro es una pistola o revólver. Si se tiene buena entraña, puede estar estropeado. Si uno es precavido, mejor que funcione, porque a veces los ciudadanos no se dejan sirlar, o sea, se defienden, malditos sean, llenos de apego a los bienes materiales.

Pero José Álvarez Alto, (a) Pepe, era de mala sangre. Sirlaba a amigos y enemigos. Con entusiasmo. Luego, cuando cogía un mal extraño que él llamaba la mona, rompía billetes o los quemaba mientras profería maldiciones que le pintaban bravo.

Un lunes en que no debía de tener la cabeza despejada de la última mona, le dejaron seco al lado mismo de la Telefónica. De espaldas contra la pared, plegado, quedó caído Pepe con los ojos abiertos, una mano en el pecho, por debajo de la cazadora vaquera, y la otra, palma al cielo, sobre los mismos gunguis, como él llamó en vida a los atributos que le habían hecho el terror del barrio. Muerto y todo miraba mal, el condenado.

Ajena a los problemas del caído Pepe, Madrid se desperezaba y, en forma ya, ponía en marcha sus grandes motores para bombear miles de gentes por las calles. José Álvarez Alto, una mano en el pecho y otra sobre los gunguis, las contemplaba con sus ojos ciegos, amorugado en un silencio que ya no rompería y envuelto por los ruidos de la humanidad con prisa.


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

A Rey Muerto

Arturo Robsy


Cuento


Isaac Valls Pujol llegó a ser el Rey de la Bisutería. Cuando su fábrica española empezó a perder mercados a causa de la competencia oriental, tuvo arrestos para quemar sus naves: vendió, viajó a Taiwan y allí, juntando sus pesetas y los créditos del gobierno para la inversión, empezó a explotar a los chinos.

Tanto éxito tuvo que fue coronado Rey de la Bisutería mientras aquellos chinos, que no sabían lo que era un sindicato, trabajaban para él por una vigésima parte del salario de un español. Y dando las gracias.

Un mal día pasó la Estigia, meditando.

Dejaba tras él un imperio y un desasosiego. Sobre sus últimos momentos se había derramado la luz del entendimiento y tuvo tiempo para comprender que había despilfarrado su vida: no sólo no podía llevarse el fruto de sus explotaciones chinescas, sino que el resto de su equipaje para la eternidad era ridículo: un alma polvorienta y con telarañas a causa del desuso, y el dolor de ver como la humanidad seguiría portándose como él, como si la muerte no existiera, como si fuera posible embarcar las riquezas en un cohete y mandarlas, expresas, la cielo.

Su testamento tuvo, además, la virtud de aumentar las tiradas de la prensa sensacionalista: dejaba toda su fortuna china al hombre más bueno del mundo. No al mejor. Al más bueno, o sea, al que dispusiera de más bondad. Albaceas, un juez retirado y un fraile pobre como las ratas. El resultado, verdaderas peregrinaciones con memorandos que llevaban una detallada explicación del debe y el haber de la bondad de los aspirantes.

La humanidad, tan enorme, da mucho de sí: había héroes que salvaron cientos de vidas y humildes que cuidaron a su anciana madre con devoción y entrega. La prensa aireaba la bondad humana como antes exhibió la perversión o los desnudos. Para bien o para mal, la fortuna del Rey de la Bisutería, al hacerla rentable, despertaba interés hacia la santidad.


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

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