Textos peor valorados etiquetados como Cuento publicados el 21 de mayo de 2016 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 21-05-2016


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Hop-Frog

Edgar Allan Poe


Cuento


No he conocido nunca persona que tuviese más buen humor ni que se sintiese más inclinao á las cuchufle­tas que este buen rey. No vivía sino para embromar. Contar una buena historia del género bufo y contarla bien era el camino más seguro para llegar á su favor. He aquí porqué sus siete ministros eran todos perso­nas bien conocidas por su carácter bromista. Todos estaban cortados conforme al real patrón: vasta cor­pulencia, adiposidad é inim¡Lable aptitud para la bufo­nería. Que las gentes engordan dando bromoss, ó que hay algo en la grasa que predispone á la broma, es cuestión que nunca he podido resolver; pero es lo cierto que un bromista flaco es un rara avis in terris.

En cuanto á los refinamientos, ó sombras del inge­nio, como los llamaba él mismo, el rey se cuidaba poco de ellos. Sentía una admiración especial por la amplitud en la broma ó gracia, y hasta á veces toleraba que fuese un poco larga, pero las delicadezas le molestaban. Hubiera preferido él Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire, y en general le agradaban mucho más las bufonadas en acción que las bromas ó las burlas de palabra.

En la época en que ocurre nuestra historia los bufones de profesión no habían pasado de moda por completo en la corte. Algunas de las grandes poten­cias continentales tenían aún sus bufones; eran éstos seres desdichados y contrahechos, adornados con el gorro de cascabeles ó caperuza y que debían estar siempre dispuestos á lanzar frases agudas á cambio de las migajas que caían de la mesa real.

Nuestro rey naturalmente tenía su bufón. El hecho es que sentía la necesidad de algo que se pareciese á la locura, aunque sólo fuese para contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que le servían de ministros — sin contarle á él.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Artista

Oscar Wilde


Cuento


Una tarde le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del Placer que se posa un instante. Y se fue por el mundo a buscar bronce, pues sólo en bronce podía concebir su obra.

Pero había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte alguna del mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el bronce sólo de la imagen del "Dolor que dura para siempre".

Era él quien había forjado esta imagen con sus propias manos, y la había puesto sobre la tumba de lo único que había amado en la vida. Sobre la tumba de lo que más había amado en la vida y había muerto había puesto esta imagen hechura suya, como prenda y señal del amor humano que no muere nunca, y como símbolo del dolor humano que dura para siempre. Y en el mundo entero no había más bronce que esta imagen.

Y tomó la imagen que había forjado y la puso en un gran horno y se la entregó al fuego.

Y con el bronce de la imagen del Dolor que dura para siempre esculpió una imagen del Placer que se posa un instante.


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Morella

Edgar Allan Poe


Cuento


El mismo, por si mismo únicamente, eternamente uno, y solo.

Platón — Symposium

Consideraba yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido antes jamás; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un amargo tormento la convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.

La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo imaginar por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.

Con todo esto, si no me equivoco, pero tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o caigo en un error, no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.


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Ego Te Absolvo

Oscar Wilde


Cuento


I

Bajo sus boinas azules, ennegrecidas por la pólvora y manchadas por el polvo de los caminos, los soldados de Miralles tienen caras de bandidos, con su piel color hollín y sus barbas y cabelleras descuidadas. Desde hace cinco largas semanas se arrastran por las carreteras, sin casi dormir, sin casi descansar, tiroteando en cualquier momento con una rabia creciente.

¿No acabarán con aquellos bandidos liberales? Don Carlos habíales prometido, sin embargo, que después de las fatigas de Estella, España seria suya.

Todos ellos tienen sed de venganza y de sangre, y la alegría de verterla es la que les mantiene en pie, por muy cansados y rendidos que se encuentren.

Vascos, navarros, catalanes, hijos de desterrados que murieron de hambre y de miseria en tierras extranjeras, sienten rabia de fieras contra aquellos soldados que les disputan el camino de la meseta de Castilla, la vía de los palacios en los que han jurado establecer al legítimo rey para repartirse, sobre las gradas del trono restaurado, los cargos del reino y las riquezas de los vencidos.

Entre estos montañeses y los hombres de los partidos nuevos no median únicamente rencores políticos: existen, sobre todo, y antes que nada, viejas cuentas de asesinatos impunes, saqueos sin indemnizar, incendios sin revancha.

Por eso, cuando un soldado de Concha cae entre sus manos, ¡infeliz de él!, paga por los demás, por los que se escurren.

—Hermano, hay que morir —le dicen, apoyándole contra una roca.

El hombre inicia el signo de la cruz, y no bien desciende su mano en un amén más lento, los fusiles, alineados a diez pasos de su pecho, vomitan la muerte.

La víctima se desploma como un guiñapo y no se vuelve a hablar de la cosa.

Los buitres de los Pirineos hacen lo demás.


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El Pozo y el Péndulo

Edgar Allan Poe


Cuento


Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata, aluit,
sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en el solar del Club de los Jacobinos, en París.)

Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento.


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El Gigante Egoísta

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

—¡Qué felices somos aquí!— se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué estáis haciendo aquí?— les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

—Mi jardín es mi jardín— dijo el gigante. —Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:


Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.
 

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

—¡Que felices éramos allí!— se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.


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La Isla del Hada

Edgar Allan Poe


Cuento


Marmontel, en esos "Contes Moraux" (cuentos de costumbres) que nuestros traductores se obstinan en llamar "Moral Tales" (cuentos morales), como si nos burlásemos de su verdadero espíritu, dice: "La musique est le seul des talents qui jouissent de lui meme; tous les autres, veulent des témoins". ("La música es la única habilidad que se disfruta por sí misma; les demás necesitan testigos").


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El Famoso Cohete

Oscar Wilde


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El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.

Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre. Era tan pálida que al pasar por las calles quedábanse admiradas las gentes.

—Parece una rosa blanca —decían. Y le echaban flores desde los balcones.

A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino. Al verla hincó una rodilla en tierra y besó su mano.

—Su retrato era bello —murmuró—, pero usted es más bella que su retrato —y la princesita se ruborizó.

—Hace un momento parecía una rosa blanca —dijo un pajecillo a su vecino—, pero ahora parece una rosa roja.

Y toda la Corte se quedó extasiada.

Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:

—¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!

Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.

Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.


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La Carta Robada

Edgar Allan Poe


Cuento


Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18..., me hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot, en el faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunas horas solamente; me refiero al asunto de la rue Morgue y el misterio del asesinato de Marie Roget. Los consideraba de algún modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nuestro antiguo conocido, monsieur G***, el prefecto de la policía parisina.

Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de divertido como de despreciable, y hacía varios años que no le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G*** dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.

—Si se trata de algo que requiere mi reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la oscuridad.

—Esa es otra de sus singulares ideas —dijo el prefecto, que tenía la costumbre de llamar «singular» a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión de «singularidades».


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El Demonio de la Perversidad

Edgar Allan Poe


Cuento


Al examinar las facultades é inclinaciones, — móviles primordiades del alma humana, — los frenólogos han dejado de enumerar una tendencia que, aunque visiblemente existe como sentimiento primitivo, radical é indestructible, no ha sido tampoco enumerada por ninguno de los moralistas que han precedido á aquellos. Todos, en la infatuacion completa de la razon, nos hemos olvidado de ella. Hemos consentido que su existencia se ocultase á nuestros ojos solo por falta de creencia, — de fé, — otra fuese la fé fundada en la revelacion ó ya en la cábala. Su idea no nos ha ocurrido jamás por efecto simplemente de su carácter especial.


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