Textos más vistos etiquetados como Cuento publicados el 22 de junio de 2016 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 22-06-2016


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El Gigante

Leónidas Andréiev


Cuento


—... Ha venido el gigante, el gigante grande, grande. ¡Tan grande, tan grande! ¡Y tan tonto ese gigante! Tiene manos enormes con dedos muy gruesos, y sus pies son tan enormes y gordos como árboles. ¡Muy gordos, muy gordos! Ha venido y... se ha caído. ¿Sabes? ¡Se cayó! ¡Tropezó contra un escalón y se cayó! Es tan bruto el gigante, tan tonto... De repente va y se cayó. Abrió la boca... y se quedó en el suelo, tonto como un deshollinador. ¿A qué has venido aquí, gigante? ¡Vete, vete de aquí, gigante! ¡Mi Pepín es tan dulce y tan gentil!... ¡Se abraza tan lindamente a su mamá, contra el corazón de su mamá! ¡Es tan bueno y tan dulce! Sus ojos son tan dulces y tan claros que le quiere todo el mundo. Tiene una naricita muy mona y no hace tonterías. Antes corría, gritaba, montaba a caballo, un bonito caballo grande con su cola. Pepín monta a caballo y se va lejos, lejos, al bosque, al río. Y en el río, ¿no lo sabes, gigante?, hay pececitos. No, tú no lo sabes porque eres un bruto, pero Pepín lo sabe. ¡Pececitos bellos! El Sol ilumina el agua y los pececitos juegan, ¡tan bellos, tan listos y ligeros! Sí, gigante, bruto, que no sabes nada...


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Silencio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores en el gabinete del pope Ignacio entró su mujer. Su rostro expresaba el sentimiento, y la pequeña lámpara temblaba en su mano. Acercándose a su marido le tocó con la mano y le dijo, con lágrimas en los ojos:

—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!

Sin volver siquiera la cabeza el pope miró larga y fijamente a su mujer por encima de sus anteojos y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre un canapé.

—¡Los dos sois tan... impiadosos!—exclamó, y su cara de buena mujer, un poco inflada, se contrajo en una mueca de dolor como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de cruel dad de su marido y de su hija.

El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los anteojos, los metió en un estuche y se sumió en reflexiones. Su larga barba de hilos de plata le cubría el pecho.

—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.


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En la Droguería

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El pobre Bernardo, carpintero de aldea, a fuerza de trabajo, esmero, noble ambición, había ido afinando, afinando la labor; y D. Benito el droguero, ricacho de la capital, a quien Bernardo conocía por haber trabajado para él en una casa de campo, le ofreció nada menos que emplearle, con algo más de jornal, poco, en la ciudad, bajo la dirección de un maestro, en las delicadezas de la estantería y artesonado de la droguería nueva que D. Benito iba a abrir en la Plaza Mayor, con asombro de todo el pueblo y ganancia segura para él, que estaba convencido de que iría siempre viento en popa.

Bernardo, en la aldea, aun con tanto afán, ganaba apenas lo indispensable para que no se muriesen de hambre los cinco hijos que le había dejado su Petra, y aquella queridísima y muy anciana madre suya, siempre enferma, que necesitaba tantas cosas y que le consumía la mitad del jornal misérrimo.

Su madre era una carga, pero él la adoraba; sin ella la negrura de su viudez le parecería mucho más lóbrega, tristísima.

Bernardo, con el cebo del aumento de jornal, no vaciló en dejar el campo y tomar casa en un barrio de obreros de la ciudad, malsano, miserable.

—Por lo demás, —decía—, de los aires puros de la aldea me río yo; mis hijos están siempre enfermuchos, pálidos; viven entre estiércol, comen de mala manera y el aire no engorda a nadie. Mi madre, metida siempre en su cueva, lo mismo se ahogará en un rincón de una casucha de la ciudad que en su rincón de la choza en que vivimos.


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La Yernocracia

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran filósofo fin de siècle y padre de familia no tan filosófico, pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado, que a Napoleón o a Julio César.

Y me decía Aurelio Marco:

—Es verdad; estamos hace algún tiempo en plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba tiempo atrás, y ahora... me enternece. Qué quieres; me gusta la sinceridad en los afectos, en la conducta; me entusiasma el entusiasmo verdadero, sentido realmente; y en cambio, me repugnan el pathos falso, la piedad y la virtud fingidas. Creo que el hombre camina muy poco a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual, instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo. Fuera de las rarísimas excepciones de unas cuantas docenas de santos, se me antoja que hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa abstracción fría que se llama los demás, el prójimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la píldora del menosprecio que nos inspira.

El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo que tiene de egoísta; ya por lo que en él va envuelto de nuestra propia conveniencia, ya de nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la gloria, quinta esencia del egoísmo, colmo de la autolatría; porque el egoísmo vulgar se contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo que busca la gloria, el egoísmo heroico... busca la adoración de los demás: que el mundo entero le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es deleznable... claro, como que es contra naturaleza, una paradoja, el sacrificio del egoísmo ajeno en aras del propio egoísmo.


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Ladrón

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Fiodor Iurasov, el ladrón tres veces condenado por robo, se dirigía a visitar a su antigua amante, una prostituta que vivía a unas ochenta verstas de Moscú. Mientras esperaba la salida del tren, entró en la cantina de primera y se atracó de pasteles y vino, que le sirvió un camarero de frac. Luego, cuando todos los pasajeros subieron a los vagones, se confundió con ellos y, disimuladamente, aprovechándose del general barullo, le quitó el portamonedas a un señor de edad que era su vecino.

Iurasov estaba bastante bien de dinero, incluso más que bien, y aquel robo casual improvisado no podía redundar sino en perjuicio suyo. Así sucedió. Al parecer, el caballero advirtió el hurto y se quedó mirando a Iurasov con unos ojos escrutadores y extraños. No se detuvo, pero se volvió varias veces para mirarlo. Más tarde, Iurasov vio al caballero en la ventanilla de uno de los vagones, muy emocionado y descompuesto, con el sombrero en la mano. Le vio saltar de un brinco a la plataforma, pasar una rápida revista a todos los presentes y mirar adelante y atrás como si buscara a alguien. Por suerte para el ratero, sonó el tercer toque de llamada y el tren se puso en movimiento. Iurasov siguió observando con cautela. El caballero, aun con el sombrero en la mano, seguía parado al extremo de la plataforma y miraba atentamente a todos los que pasaban, como si los estuviese contando. Seguía parado, pero seguramente producía la ilusión de que andaba; tan ridículo y raro era el modo que tenía de abrir las piernas.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Lo que es Ignorar la Lengua de un País

Alejandro Dumas


Cuento


A pesar del deseo que yo tenía de llegar lo más pronto posible al lago de Constanza, forzoso me fue detenerme en Vadutz. Desde nuestra partida llovía a cántaros y el caballo y el conductor se negaron obstinadamente a dar un paso más, so pretexto, el animal, de que se metía en el barro hasta el vientre y el hombre, que estaba calado hasta los huesos. Por lo demás, hubiera sido, verdaderamente, crueldad insistir.

No fue preciso nada menos, lo confieso, que esta consideración filantrópica para determinarme a entrar en la miserable posada cuya muestra había detenido en seco mi coche. Apenas había puesto el pie en la estrecha alameda que conducía a la cocina, la cual era al mismo tiempo sala común para los viajeros, cuando sentí agriamente agarrada la garganta por un olor a chucrut, que venía a anunciarme de antemano, como las listas puestas a la puerta de ciertos restaurantes, el menú de mi comida. Ahora bien, yo diré del chucrut lo que cierto sibarita decía de las platijas, que si no hubiera sobre la tierra más que el chucrut y yo, el mundo terminaría bien pronto.

Comencé, pues, a pasar revista a todo mi repertorio tudesco y a aplicarlo a la carta de una posada de pueblo; la precaución no era inútil, porque apenas me senté a la mesa en la cual dos cocheros, primeros ocupantes, quisieron cederme un extremo, cuando me llevaron un plato hondo, lleno del manjar en cuestión; felizmente, estaba preparado para esta infame burla y rechacé el plato, que humeaba como un Vesubio, con un nicht gut tan francamente pronunciado, que debieron tomarme por un sajón de pura raza.

Un alemán cree siempre haber oído mal cuando se le dice que a uno no le gusta el chucrut, y cuando es en su propia lengua en la que se desprecia este manjar nacional, se comprenderá que su asombro —para servirme de una expresión familiar en su idioma— se convierta en montaña.


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Tirso de Molina

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El siglo tan desmedrado,
¿Para qué nos resucita?
¿Momias no tiene Infinitas?
¿Qué harán las nuestras en él?

—QUEVEDO (Álbum, al Conde de San Luis.)

Nevaba sobre las blancas, heladas cumbres. Nieve en la nieve, silencio en el silencio. Moría el sol invisible, como padre que muere ausente. La belleza, el consuelo de aquellas soledades de los vericuetos pirenaicos, se desvanecía, y quedaba el horror sublime de la noche sin luz, callada, yerta, terrible imitación de la nada primitiva.

En la ceniza de los espesos nubarrones que se agrupaban en rededor de los picachos, cual si fueran a buscar nido, albergue, se hizo de repente más densa la sombra; y si ojos de ser racional hubieran asistido a la tristeza de aquel fin de crepúsculo en lo alto del puerto, hubieran vislumbrado en la cerrazón formas humanas, que parcelan caprichos de la niebla al desgarrarse en las aristas de las peñas, recortadas algunas como alas de murciélago, como el ferreruelo negro de Mefistófeles.

En vez de ir deformándose, desvaneciéndose aquellos contornos de figura humana, se fueron condensando, haciendo reales por el dibujo; y si primero parecían prerrafaélicos, llegaron a ser después dignos de Velásquez. Cuando la obscuridad, que aumentaba como ávida fermentación, volvió a borrar las líneas, ya fue inútil para el misterio, porque la realidad se impuso con una voz, vencedora de las tinieblas: misión eterna del Verbo.

—Hemos caído de pie, pero no con fortuna. Creo que hemos equivocado el planeta. Esto no es la Tierra.

—Yo os demostraré, Quevedo, con Aristóteles en la mano, que en la Tierra, y en tierra de España estamos.

—¿Ahí tenéis al Peripato y no lo decíais? Y en la mano; dádmelo a mí para calentarme los pies metiéndolos en su cabeza, olla de silogismos.

—No os burléis del filósofo maestro de maestros.


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Un Alma por Nacer

Alejandro Dumas


Cuento


Hace seis mil años aproximadamente...

El mundo estaba creado hacía medio siglo. Dios ya había expulsado a Adán y Eva del paraíso terrestre. No había, pues, en el cielo, más que almas que un día debían descender a la tierra y animar sucesivamente los cuerpos que nacerían.

La primera que se presentó a Dios fue la de Abel, y los cantos de los arcángeles y la bendición del señor acogieron el retorno del alma exiliada y mártir que debió la luz a una falta y la muerte a un crimen.

La segunda fue la de Eva, y cuando las puertas del cielo volvieron a abrirse ante esta alma pecadora, mancillada por el pecado pero depurada por el dolor, todas las almas del futuro se apiñaron a su alrededor para saber algo de la tierra.

Eva se había limitado a responder: «He pecado, he sufrido, he rezado; la vida tiene muchas pasiones, muchos dolores y muchas alegrías.». Luego se había retirado a la diestra de Dios, para acabar junto a él su plegaria iniciada en el mundo.

Para todas estas almas que no conocían más que el cielo, pasiones y dolores eran dos palabras completamente desconocidas. No comprendían más que una eternidad de calma, puesto que no veían más que una extensión de serenidad; por eso se paseaban soñadoras por los jardines de estrellas que Dios hizo abrir bajo sus pasos, preguntándose unas a otras qué podían ser las cosas ignoradas que en la tierra se denominaban pasiones y dolores.

Entonces a veces se alejaban del grupo que forman los elegidos junto al Señor, y seguían misteriosamente un sendero aislado hasta que, llegadas a un lugar en que ninguna otra las había seguido, podían inclinarse sobre la bóveda del cielo y tratar de ver lo que pasaba entre los hombres; pero las tinieblas de las pasiones eran tan impenetrables a sus ojos celestes como los resplandores de la eternidad a nuestra ciencia humana.


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Un Baile de Máscaras

Alejandro Dumas


Cuento


Había dado la orden de que se dijese que no estaba en casa para nadie: uno de mis amigos forzó la consigna.

Mi criado me anunció al señor Antony R... Descubrí, detrás de la librea de José, el cuerpo de una levita negra. Era probable, por lo tanto, que el que la llevaba hubiese visto, por su parte, la falda de mi bata de casa. Siendo imposible ocultarme:

—¡Muy bien! Que entre —dije en alta voz.

¡Que se vaya al diablo!", dije en voz baja.

Cuando se trabaja, sólo la mujer que se ama puede interrumpir a uno impunemente; pues, hasta cierto punto, siempre está ella de algún modo en el fondo de lo que se hace.

Me fui, pues, hacia él con el aspecto medio irritado de un autor interrumpido en uno de los momentos en que más teme serlo, cuando le vi tan pálido y tan descompuesto que las primeras palabras que le dirigí fueron éstas:

—¿Qué tenéis? ¿Qué os ha ocurrido?

—¡Oh! Dejadme respirar —dijo—. Voy a contároslo; pero, ¡qué digo!, esto es un sueño o sin duda, estoy loco.

Se arrojó sobre un sofá y dejó caer la cabeza entre sus manos.

Le miré asombrado: sus cabellos estaban mojados por la lluvia; sus botas, sus rodillas y la parte baja de su pantalón, estaban cubiertos de barro. Me asomé a la ventana y vi a la puerta a su criado con el cabriolé: nada comprendía de aquello.

Él vio mi sorpresa.

—He estado en el cementerio del Pére-Lachaise —me dijo.

—¿A las diez de la mañana?

—Estaba allí a las siete... ¡Maldito baile de máscaras!

Yo no podía adivinar la relación que podía tener un baile de máscaras con el Pére-Lachaise. Así es que me resigné, y volviendo la espalda a la chimenea, empecé a envolver un cigarrillo entre mis dedos, con la flema y paciencia de un español.

Cuando terminé de hacerlo, se lo ofrecí a Antony, el cual sabía yo que de ordinario agradecía mucho esta clase de atención.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Sueño

Leónidas Andréiev


Cuento


...Hablamos luego de los sueños, en los que hay tanto de maravilloso. Y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semiobscura:

—No sé lo que fué aquello. Desde luego, fué un sueño; dudarlo sería un delito de leso sentido común; pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad. Yo no estaba acostado, sino de pie y paseándome por mi celda, y tenía los ojos abiertos. Y lo que soñé—si lo soñé—se quedó grabado en mi memoria como si en efecto me hubiera sucedido.

Llevaba dos años en la cárcel de Petersburgo, por revolucionario. Estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos; una negra melancolía iba apoderándose de mi corazón; todo me parecía muerto, y ni siquiera contaba los días.

Leía muy poco y me pasaba buena parte del día y de la noche paseándome a lo largo de mi celda, que tenía tres metros de longitud; andaba lentamente para no marearme, y recordaba, recordaba... Las imágenes iban poco a poco borrándose, desvaneciéndose en mi memoria.

Sólo una permanecía fresca, viva, aunque su realidad era entonces la más lejana, la más inaccesible para mí: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Sólo sabía de ella que no había sido detenida, y la suponía sana y salva.

Aquel atardecer de otoño, lleno de tristeza, su recuerdo ocupaba por entero mi pensamiento. En mi ir y venir lento a lo largo de la celda, sobre el suelo de asfalto, en medio del silencio tétrico de la cárcel, veía deslizarse a mi derecha y a mi izquierda, desnudos, monótonos, los muros... Y de pronto me pareció que yo estaba inmóvil y que los muros seguían deslizándose.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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