Textos más populares este mes etiquetados como Cuento publicados el 22 de octubre de 2020 | pág. 3

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etiqueta: Cuento fecha: 22-10-2020


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El Automóvil del General

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El periodista Isidro Maltrana habló así á sus amigos en un pequeño restorán de Broadway:

—Me veo obligado á buscarme la vida en Nueva York. Ya no puedo volver á Méjico. ¡Qué desgracia! ¡Tan bien que me ha ido allá durante once años!...

Ustedes saben que soy español, y no tengo otra herramienta para ganarme el pan que una pluma fácil y sin escrúpulos. No recordemos las aventuras de mi primera juventud. Deben conocerlas ustedes, pues con ellas se han escrito libros. Son, en realidad, sucesos vulgares, que sólo merecen atención por el ambiente de tristeza desgarradora en que se desarrollaron.

Hace años me lancé á recorrer la América de habla española. Entré por Buenos Aires y he salido por la frontera de Texas. Una hazaña de conquistador de otros siglos; algo como el paseo del capitán Orellana, que partió del Perú y, navegando de un río grande á otro mayor, se vió de pronto en el Atlántico, después de haber bajado todo el curso del Amazonas.

No sonrían ustedes; ya sé que mis viajes en buque de vapor, en ferrocarril ó en mula, no pueden compararse con los penosos avances de aquellos exploradores de piernas de acero y pechos de bronce. Pero no crean tampoco que mis andanzas á través de la tierra americana han sido envidiables por su comodidad. También yo he sufrido grandes privaciones. Los conquistadores, que tuvieron que luchar con el hambre de las interminables soledades, acallaban su estómago apretándose un punto más el cinturón, y seguían adelante, con el arcabuz al hombro. Yo he tenido que apretarme igualmente el cinturón muchas veces; pero siempre encontraba, al fin, en las Repúblicas pequeñas, algún tirano, ó aspirante á tirano, que se encargaba de mantenerme á cambio de insultos á sus adversarios y de elogios disparatados á su persona.


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21 págs. / 37 minutos / 80 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sublevación de Martínez

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Después que triunfó la revolución, y sus caudillos, instalados definitivamente en la capital de Méjico, se repartieron los principales cargos—desde presidente de la República hasta rector de la Universidad—, el valeroso Doroteo Martínez empezó á sentirse aburrido, sin atinar con la causa.

En verdad, no podía quejarse de su suerte. Seis años antes era segundo capataz en la hacienda de un gran señor que pasaba la mayor parte del tiempo en París.

Un día montó a caballo para seguir á los vengadores de Madero y derribar a su asesino Huerta. ¿Por qué no había de ser revolucionario, á semejanza de otros mejicanos de tan humilde origen como él, que llegaban á ministros y hasta presidentes?... Guadalupe su mujer, carácter despótico, opuesto sistemáticamente á todas sus decisiones, aceptó esta vez con entusiasmo el proyecto de dedicarse á la guerra.

—A ver si llegas a general—le dijo—. ¡Está una tan cansada de ver generalas que empezaron siendo criadas!...

El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afán de que su nombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso con acompañamiento de guitarra, le empujaron en su ascensión gloriosa. A los treinta años se vió general de brigada, sin haber tropezado con grandes obstáculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de un grupo á otro en las contiendas civiles que surgieron al final de la revolución, adivinando quién iba á triunfar y quién iba á sumirse para siempre en la desgracia y el olvido.

Su primer jefe y maestro fué Pancho Villa. A sus órdenes hizo la mayor parte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintió que este antiguo «ranchero», de porte solemne y aseñorado, al que llamaban «el viejo barbón», tenía más aspecto de presidente que el antiguo bandido, y se fué con él.


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23 págs. / 41 minutos / 51 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Empleado del Coche-cama

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

A las once de la noche, en el expreso París-Roma, el empleado procede á la operación de convertir en lechos el asiento y el respaldo del departamento que ocupo.

Mientras golpea colchonetas y despliega sábanas, empieza á hablar con la verbosidad de un hombre condenado á largos silencios. Es un expansivo que necesita emitir sus ideas y sus preocupaciones. Si yo no estuviese de pie en la puerta, hablaría con las almohadas que introduce á sacudidas en unas fundas nuevas, sosteniendo su extremo entre los dientes.

—Triste guerra, señor—dice con la boca llena de lienzo—. ¡Ay, cuándo terminará! Mi hijo...mi pobre hijo....

Es más viejo que los empleados de antes; no tiene el aire del steward abrochado hasta el mentón que acudía en tiempo de paz al sonido del timbre con un aire de gentleman venido á menos, de Ruy Blas que guarda su secreto. Más bien parece un obrero disfrazado con el uniforme de color castaña. Es robusto, cuadrado, con las manos rudas y el bigote canoso. Habla con familiaridad; se ve que no le costaría ningún esfuerzo estrechar la diestra de los viajeros. Su hijo ha muerto; su yerno ha muerto; los dos eran empleados de «la compañía», y los señores de la Dirección le han dado una plaza para que mantenga á sus nietos. El personal escasea; además, él conoce el italiano, por haber trabajado algún tiempo en un arsenal de Génova.

—Yo era antes torneador de hierro—dice con cierto orgullo—, obrero consciente y sindicado.

Una leve contracción de su bigote, que equivale á una sonrisa amarga, parece subrayar este recuerdo del pasado. ¡Qué de transformaciones! Luego, el viejo socialista añade á guisa de consuelo:

—Hay que tomar el tiempo como se presenta. Algunos «camaradas» son ahora ministros en compañía de los burgueses, para servir al país. Yo hago la cama á los ricos, para que coma mi familia.... ¡Ay, mi hijo!


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Corrección

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado con carne humana.

Levantábanse de la almohada trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por «petates» en el mísero antro, y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.

En las extensas piezas, junto a las ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal renovando el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos: los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura o la imbecilidad, criminales instintivos, de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.


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5 págs. / 10 minutos / 70 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Funcionario

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Tendido de espaldas en el camastro y siguiendo con vaga mirada las grietas del techo, el periodista Juan Yáñez, único huésped de la sala de políticos, pensaba que había entrado aquella noche en el tercer mes de su encierro.

Las nueve... La corneta había lanzado en el patio las prolongadas notas del toque de silencio; en los corredores sonaban con monótona igualdad los pasos de los vigilantes, y de las cerradas cuadras, repletas de carne humana, salía un rumor acompasado, semejante al soplo de una fragua lejana o a la respiración de un gigante dormido: parecía imposible que en aquel viejo convento, tan silencioso, cuya ruina resultaba más visible a la cruda luz del gas, durmiesen mil hombres.

El pobre Yáñez, obligado a acostarse a las nueve, con una perpetua luz ante los ojos y sumido en un silencio aplastante que hacía creer en la posibilidad del mundo muerto, pensaba en lo duramente que iba saldando su cuenta con las instituciones. ¡Maldito artículo! Cada línea iba a costarle una semana de encierro; cada palabra un día.

Y Yáñez, recordando que aquella noche comenzaba la temporada de ópera con Lohengrin, su ópera predilecta, veía los palcos cargados de hombros desnudos y nucas adorables, entre destellos de pedrería, reflejos de sedas y airoso ondear de rizadas plumas.

—Las nueve... Ahora habrá salido el cisne, y el hijo de Parsifal lanzará sus primeras notas entre los siseos de expectación del público... ¡Y yo aquí! ¡Cristo! No tengo mala ópera...


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maniquí

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Nueve años habían transcurrido desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en sedas y tules en el fondo de elegante carruaje, pasando ante él como un relámpago de belleza, o la había adivinado desde el paraíso del Real, allá abajo, en un palco, rodeada de señores que se disputaban el murmurar algo a su oído para hacer gala de una intimidad sonriente.

Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huido siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y sin embargo, ahora iba a su encuentro, a verla y hablarla en aquel hotel de la Castellana, cuyo lujo insolente era el testimonio de su deshonra.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rosas y Ruiseñores

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Vengo de Aranjuez de contemplar los espléndidos jardines que la primavera viste con regio manto y corona de flores, mientras el Tajo los arrulla con el monótono zumbido de sus aguas espumantes.

Los árboles gigantescos, cantados por la musa popular, ondean su cabellera de apretadas hojas junto al azul del cielo, inmenso cristal por el que resbalan, como mosquitos casi imperceptibles, las bandas de pájaros viajeros. Una sombra húmeda y verdosa se extiende bajo el follaje. Sobre el suelo brillan, con temblona luz de monedas de oro, las pequeñas manchas circulares de los rayos de sol que logran filtrarse entre las hojas.

Los sátiros y ninfas de las antiguas fontanas parecen estremecer sus bronces con palpitaciones de carne viva en esta luz misteriosa; ríe el mármol de la Venus y los amorcillos al deslizarse por su pálida superficie los estremecimientos de la brisa, acompañados de un cabrilleo de resplandores y movibles sombras; refléjanse invertidas en la dormida agua de los grandes tazones las desnudeces mitológicas, las canastillas de flores de piedra, como adornos de mesa, de blanco biscuit, montados sobre bases de veneciano espejo.

Y en esta penumbra verde, moteada de inquietos puntos de sol; en este ambiente rumoroso, donde aletean tenues mariposas, zumban pesados insectos de metálico coselete y alas estridentes, y vuela el regio faisán, aristócrata del aire, extienden las rosas su erupción primaveral: unas, encendidas, de color de aurora; otras, pálidas y sedosas, con el tinte suave de la carne femenil oculta bajo el misterio de las ropas.

El perfume, alma de las flores, espárcese en sutiles oleadas bajo el follaje temblón, mezclado con el olor acre y campestre de los árboles. Las corolas extienden en tomo de ellas una atmósfera mágica e invisible que parece surgir de los incensarios de una religión de hadas.


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Las Plumas del Caburé

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Morales iba á seguir disparando su mauser, pero Jaramillo, que estaba, como él, con una rodilla en tierra y la cara apoyada en la culata del fusil, le dijo á gritos, para dominar con su voz el estruendo de las descargas:

—Es inútil que tires; no lo matarás. Ese hombre tiene un payé de gran poder.

Habían desembarcado, cerca de media noche, en el muelle de la ciudad. Dos vaporcitos los habían transbordado de la otra orilla del río Paraná. Eran poco más de cien hombres, reclatados en el Paraguay ó en la gobernación del Chaco, casi todos ellos hijos del Estado de Corrientes, que andaban errantes, fuera de su país, por aventuras políticas ó de amor. Mezclados con estos rebeldes autóctonos iban unos cuantos hombres de acción, amadores del peligro por el peligro, que se trasladaban de una á otra de las provincias excéntricas de la Argentina, allí donde era posible que surgiesen revoluciones.

Confiando en la audacia inverosímil que representaba este golpe de mano, en la sorpresa que iban á sufrir los adversarios, avanzaron por las calles como por un terreno conocido, dirigiéndose al cuartel de la policía. Los vecinos que tomaban el fresco ante sus casas saltaban de las sillas y desaparecían, adivinando lo que significaba este rápido avance de hombres armados.

Cuando los invasores llegaron frente al cuartel, vieron cómo se cerraban sus puertas y cómo salían de sus ventanas los primeros fogonazos. ¡Golpe errado! Pero nadie pensó en huir. Porque la sorpresa fracasase, no iban á privarse del gusto de seguir cambiando tiros con los aborrecidos contrarios.

—¡Viva el doctor Sepúlveda! ¡Abajo el gobierno usurpador!

Y repartidos en grupos ocuparon todas las bocacalles que daban á la plaza, disparando contra el cuartel.


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Un Beso

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Esto ocurrió á principios de Septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.

El alumbrado empezaba á ser escaso, por miedo á los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero á pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo á otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.

Varias corrientes humanas venían á perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso á los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, á media noche ó al amanecer, no sabían adonde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.

La una de la madrugada. Me apresuro á sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome á otros rivales que también lo desean.


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Primavera Triste

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El viejo Tòfol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigado por una incesante producción.

Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra—no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos—, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.

Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.

La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.

Era fea: angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!... Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarraba valientemente el azadón, y con las faldas remangadas ayudaba al tío Tòfol a abrir bocas en los ribazos, por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engullía con un glu-glu de satisfacción, y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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