En una de las últimas casitas del barrio de los pescadores, casi
junto al mar, el viejo Leopoldo, de setenta años, fuma en su pipa
cargada de Virginia. Frente a él, su nuera, espoleada por un pensamiento
tenaz, remienda que no surce, una media gris deshecha en el talón. Así
permanecen largo rato: callados, sin mirarse, como si estuvieran solos.
Sin embargo, quizá piensen lo mismo.
El temporal no cesa. Hace tres horas que conmueve al barrio y lo llena de pavor.
El mar es un turbión inmenso que ensordece. Sus promontorios de agua
persisten un instante, convulsos, inquietos y se desploman en masa.
Parecen que hierven.
Todas las barcas han vuelto menos una.
—María ya tarda demasiado, dijo Leopoldo, rompiendo el mutismo.
Se refería a su nietita de diez años, hermosa chiquilla de ojos
azules, blanca y endeble. Habíanla mandado por tres veces en demanda de
noticias y por tercera vez, buscaba a los amigos de su padre, a los
pescadores salvos, y les imploraba datos, aun los más sencillos, los más
insignificantes.
Al volver contestó de la misma manera que contestara antes.
—Nadie sabe nada... nadie lo ha visto. —Se sentó cerca de la mesa y
recostóse sobre ella. Sus manecitas sin sangre se juntaron que pedían
perdón.
La escena recalcitró. La frígida imagen de un reconcentramiento abrazado a las cosas, caló la habitación. Pasó un rato.
Leopoldo vuelve a hablar. Su voz inquietante atemoriza.
—¡Este viento! —Elena escucha con ansiedad. Después, obligada por su pensamiento pregunta:
—¿Cuántos fueron en la barca?
—Los de siempre. El y los dos muchachos.
Hace una pausa. Luego dice con atropello:
—Yo, una vez, estuve a punto de ahogarme.
Elena pregunta con viveza:
—¿Y cómo se salvó?...
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