Textos más vistos etiquetados como Cuento publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 6

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etiqueta: Cuento fecha: 25-10-2020


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Del Odio a la Piedad

Miguel de Unamuno


Cuento


(El espejo de la muerte, 1913)

El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. «¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo.

Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta Campomanes... Voy a parecer un elegante...». Y no se los puso.

Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.

Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y se olvidaría de Campomanes.

Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.

Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en una y otra todo lo humano y lo divino.

Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Eloíno R. de Alburquerque

Miguel de Unamuno


Cuento


—¿Te acuerdas Augusto —le decía Víctor-, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?

—¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?

—El mismo. Pues bien..., ¡se ha casado!

—¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!

—Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y ve tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo de Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.

—Tal vida ha llevado.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Dios Pavor

Miguel de Unamuno


Cuento


Los mendrugos y el pucherito de limosna que Justina arrancaba a la piedad pública, los comían sus padres mascando con ellos el aire nauseabundo del covacho en que vivían. La cama estaba siempre rota y sucia, el hogar siempre apagado y sobre él la botella de aguardiente.

Madre e hija se dormían abrazadas de brazos y piernas para darse calor. Cuando les despertaba del frío el quejido de la puerta al sentir la patada del hombre, iba la mujer a abrirle. Entraba aquél, y se acostaba al lado de su mujer y su hija, que recibían en el rostro aliento de vino.

Justina se perdía por las calles, pidiendo por amor de Dios. Su fantasía, libre de la carne por la anemia, volaba bajo la capa azul con que el sol hace techo a la calle, tras de los angelitos de que le hablaban los hijos del arroyo.

En casa se distraía a menudo mirando el polvo que jugaba en el rayo del sol, hasta que su padre la volvía al mundo de un puñetazo.

Un día se le cayó el pucherito y anduvo errante antes de volver a casa. Cuando entró en ella, y su padre, que estaba acostado con fiebre, vio lo que pasaba, le dijo: «¡Ven acá, perra, perdida!», y le golpeó la cabeza contra el suelo, mientras la mujer temblaba. Desde entonces apretaba Justina el pucherito contra su corazón.

Otro día, al entrar, encontró a su madre sentada en el suelo, junto al hombre, mirándole con ojos secos y muy grandes. La cara del padre estaba blanca. Había muerto en él todo movimiento, pero sus ojos seguían a su hija. Aquella noche hizo temblar a Justina bajo el guiñapo el frío del cuerpo del hombre, frío como una culebra y con olor a vino.

A unos señores que entraron al siguiente día, el aire podrido les sacó lágrimas y se enjugaron los ojos con pañuelos que olían a flores, se taparon el aliento, les dijeron muchas cosas, muchas cosas que hacían llorar a su madre, y les dieron dinero blanco.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Lego Juan

Miguel de Unamuno


Cuento


Eran tan extrañas las penitencias que se contaban de aquel pobre lego, y tan penetrantes las palabras de mansedumbre que dirigía al pueblo cuando iba mendigando de puerta en puerta, que ardíamos en deseos de conocer algo de su vida pasada, sobre la que corrían mil consejas entre las comadres.

«No hay que irritar al colérico —repetía cuando, con frecuencia, se metía a apaciguar riñas-, no hay que irritarlo... Cuando el prójimo se encolerice contra nosotros, huir, huir, correr al templo y pedir a Dios por él».

Por fin llegamos a conocer lo sustancial de su vida.

El lego aquel había ansiado, desde muy niño, conquistar la gloria con una vida de austeridades y aun de martirio; mas azares de la suerte le llevaron a servir a un señor, de quien su padre había recibido sustanciosas mercedes. Era el tal señor, su amo, hombre de vida algo relajada, despreciador de toda piedad, y de natural colérico y fácilmente irritable, si bien le creyó siempre, su criado, dotado de buen fondo; y sin cesar pidió a Dios que le convirtiese. Apreciaba el señor, por su parte, la lealtad y diligente obediencia de su criado; pero irritándole la que llamaba su estúpida gazmoñería y sin poder resistir aquella inalterable mansedumbre, que le hería como un silencioso reproche.

—¿A que vienes de comerte los santos, Juan? Pero, hombre, ¿por qué has de ser tan bolonio?...

Juan bajaba los ojos, poniéndose a rezar por su amo, mientras se decía muy por lo bajito: «¡Vaya todo por ti, Señor, todo lo sufro por ti..., llévamelo en cuenta!».

—Vamos, vamos, levanta esa vista y no te me vengas mormojeando simplezas...


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El León

Horacio Quiroga


Cuento


Había una vez una ciudad levantada en pleno desierto, donde todo el mundo era feliz. La ciencia, la industria y las artes habían culminado al servicio de aquella ciudad maravillosa que realizaba el ideal de los hombres. Gozábase allí de todos los refinamientos del progreso humano, pues aquella ciudad encarnaba la civilización misma.

Pero sus habitantes no eran del todo felices, aunque lo hayamos dicho, porque en su vecindad vivían los leones.

Por el desierto lindante corrían, saltaban, mataban y se caían los leones salvajes. Las melenas al viento, la nariz husmeante y los ojos entrecerrados, los leones pasaban a la vista de los hombres con su largo paso desdeñoso. Detenidos al sesgo, con la cabeza vuelta, tendían inmóviles el hocico a las puertas de la ciudad, y luego trotaban de costado, rugiendo.

El desierto les pertenecía. En balde y desde tiempo inmemorial, los habitantes de la ciudad habían tratado de reducir a los leones. Entre la capital de la civilización y las demás ciudades que pugnaban por alcanzar ésta, se interponía el desierto y su bárbara libertad. Idéntico ardor animaba a ambos enemigos en la lucha; la misma pasión que ponían los hombres en crear aquella gozosa vida sin esfuerzos, alimentaba en los leones su salvaje violencia. No había fuerza, ni trampa, ni engaño que no hubieran ensayado los hombres para sojuzgarlos; los leones resistían, y continuaban cruzando el horizonte a saltos.

Tales eran los seres que desde tiempo inmemorial obstaculizaban el avance de la civilización.

Pero un día los habitantes decidieron concluir con aquel estado de cosas, y la ciudad entera se reunió a deliberar. Pasaron los días en vano. Hasta que por fin un hombre habló así:


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El Misterio de Iniquidad

Miguel de Unamuno


Cuento


(o sea, los Pérez y los López)

Juan pertenecía a la familia Pérez, rica y liberal desde los tiempos de Álvarez Mendizábal. Desde muy niño había oído hablar de los carlistas con encono mal contenido. Se los imaginaba bichos raros, y tenía de ellos una idea del mismo género a que pertenece la vulgar del judío. Gente taciturna, de cara torcida, afeitada o con grandes barbas negras y alborotadas, largos chaquetones negros, parcos de palabras y tomadores de rapé. Se reunían de noche en las lonjas húmedas, entre los sacos fantásticos de un almacén lleno de ratas, para tramar allí cosas horribles.

Con los años cambiaron de forma en su magín estos fantasmas, y se los imaginó gente taimada, que en paz prepara a la sordina guerras y que sólo se surte de las tiendas de los suyos.

Cuando se hizo hombre se disiparon de su mente estas disparatadas brumas matinales, y vio en ellos gente de una opinión opinable, puesto que es opinada, fanáticos que, so capa de religión, etc. Es excusado enjaretar aquí la letanía de sandeces salpicada de epítetos podridos que es de rigor entre anticarlistas.

En la familia Pérez había vieja inquina contra la familia carlista López. Un Pérez y un López habían sido consocios en un tiempo; hubo entre ellos algo de eso, cuy o recuerdo se entierra en las familias; este algo engendró chismes, y la sucesión continua de pequeñas injurias diarias, saludos negados, murmuraciones, miradas procaces, chinchorrerías, en fin, engendraron un odio duro.

La familia Pérez, aunque liberal, era tan piadosa como la familia López. Oían misa al día, comulgaban al mes, figuraban en varias congregaciones, gastaban escapularios. Eran irreprochables.

Nuestro Juan Pérez se había nutrido de estos sentimientos, a los que añadía alguna instrucción, ni mucha ni muy variada. Su afición mayor eran las matemáticas.


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El Poema Vivo del Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra acariciándola, y el aire consonaba con el compás de su respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo.

Apagose de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal.

Cuando se hubo empapado en la visión serena, indignose al ciego, e inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje.

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! —exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad.

Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla.


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El que se Enterró

Miguel de Unamuno


Cuento


Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven oficial, dicharachero y descuidado habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para averiguar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.

Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: «Bueno vas a saber lo que me ha pasado, pero te exijo, por lo que te sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio donde nos encerramos.

Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:

—Ahí sucedió la cosa.

Le miré sin comprenderle.

Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.


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El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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