Iban en columna por la carretera blanca, llenando el
camino de una a otra cuneta. El frío, ya vivo, había echado sobre los
fugitivos todos los capotes y mantas posibles. Muchos iban en carros,
algunos en carritos tirados por perros; pero la gran mayoría caminaba a
pie.
Marchaban, sin embargo, por la admirable alfombra de paz que había
sido Bélgica. Ahora, delante, atrás, a diestra y siniestra, no quedaba
nada. Nada alcanzaba a dos metros de altura: aldeas, chimeneas, árboles,
todo yacía aplanado en negro derrumbe. Los fugitivos huían desde la
tarde anterior, sintiendo sobre sus espaldas el tronar de la artillería,
que avanzaba a la par de ellos.
Las provisiones recogidas con terrible urgencia no alcanzaban a
alimentar suficientemente a la densa columna. Los pequeños recién
salidos del pecho materno, y sin poder tomar una sola gota de leche,
sufrían de enteritis desde el primer día.
A las diez de la noche el alucinante tronar de los cañones se aproximó más aún, y los fugitivos aceleraron la marcha.
Como la noche anterior, la negra columna iba envuelta en el llanto de
chicos que no habían comido ni dormido suficientemente, y en los
gemidos de criaturas de pecho que sentían dolores de vientre por la
leche materna aterrorizada.
El día llegó, sin embargo, y con la lívida madrugada comenzó a
llover. Los hombres se calaron la capucha de los capotes, y las madres,
tras una larga mirada de desesperación a sus vecinos masculinos más
próximos, alzaron sobre sus criaturas ateridas el borde chorreante de
sus mantos.
La columna se detuvo, y reuniendo los últimos alimentos —los últimos;
no quedaba nada ya—, las mujeres y las criaturas pudieron mitigar el
hambre. Sobró algo asimismo, pues muchas mujeres, muertas de fatiga y
sueño, prefirieron continuar durmiendo en los carritos. Los viejos y
enfermos tuvieron así un mínimo suplemento.
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