Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 13

Mostrando 121 a 129 de 129 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento fecha: 25-10-2020


910111213

Un Chantaje

Horacio Quiroga


Cuento


El diario iba tan mal que una mañana sus propietarios se reunieron en consejo, a fin de poner término a aquello. Los dueños eran también sus redactores, cosa bastante rara: cuatro muchachos sin rastros de escrúpulos, que habían obtenido a fuerza de elocuencia un capital de cien mil pesos, ahora en riesgo inminente de desaparecer.

La deuda —había pagarés de por medio— los inquietaba suficientemente. A pesar de esto no hallaron esa mañana nada que pudiera salvarlos, agotados ya como estaban los pequeños recursos lucrativos que ofrece un diario cuando sus redactores se deciden a ello. Resolvieron, sin embargo, sostenerse quince días más, mientras se buscaba desesperadamente de dónde asirse. Y de este modo, una mañana de ésas se presentó a la dirección un hombrecito cetrino, muy flaco, lentes con guarnición de acero y ropa negra, bastante sucia; pero muy consciente de sí todo él.

—Tengo una idea para levantar un diario; deseo venderla.

Los muchachos, muy sorprendidos, miraron atentamente al sujeto.

—¿Una idea?

—Sí, señor; una idea.

—¿Utilizable enseguida?

—Hoy mismo; mañana se obtendrá el resultado.

—¿Qué resultado?

—Cien mil pesos, fácilmente.

Esta vez los ocho ojos se clavaron en el hombrecito. Éste, después de mirarlos a su vez tranquilamente, púsose a observar los mapas que colgaban de las paredes, como si se tratara de todo el mundo menos de él.

—En fin, si nos quisiera indicar…

—Con mucho gusto. Solamente desearía antes un pequeño contrato.

—¿Contrato?…

—Sí, señor. Ustedes se comprometerían a no utilizar mi idea, si no les conviniera.

—¿Y si nos conviene?

—Mil pesos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 65 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Nerón Tiple o el Calvario de un Inglés

Miguel de Unamuno


Cuento


El pobre primo había pasado una noche horrorosa; se encontraba mal, muy mal, no tenía con qué responder a ciertas cuentecillas; es decir, como tener, sí, tenía; pero repartido entre deudores.

El pobre cordero se armó de valor, se encasquetó el sombrero, soltó un terno y salió a por lo suyo.

Iba componiendo la tremenda filípica que endilgaría a cada deudor, cuando vio a lo lejos a uno de los más mansos. Lo mismo que el viento al humo, esta visión disipó sus ímpetus, hizo latir su corazón, le puso rojo y le desvió por una calleja murmurando: «Pero, señor, ¿por qué soy así?».

Entonces se acordó de sus hijos y de su esposa venerable, de sus menos cien duros derramados, y lleno de valor subió a casa de otro de sus deudores. Subía despacito, contando las escaleras, en cada tramo las palpitaciones le obligaban a descansar, miró tres o cuatro veces al reloj, llegó a la puerta, oyó pasos hacia adentro, y sin llamar, pálido, bajó la escalera más que de prisa.

Iba midiendo el santo suelo, y diciéndose: «Nada, está visto, yo soy así», cuando le heló una voz que decía a sus espaldas: «¡Hola, José!».

El más manso de sus deudores le alargaba la mano vacía, que José estrechó enternecido de vergüenza. Hablaron de mil cosas indiferentes, de la plenitud de los tiempos y de la proximidad del cataclismo, habló el manso de aquella dichosa letra, que siempre que él topaba a José estaba ella por llegar, preguntó al primo si por casualidad llevaba encima cinco duros, contestó éste que por providencia no los tenía a mano, se la alargó el otro vacía y le despidió diciéndole:

—De lo otro no me olvido.

—¡Que no se olvida! ¡Habrase visto!


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 62 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Siete y Medio

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando el año pasado debí ir a Córdoba, Alberto Patronímico, muchacho médico, me dijo:

—Anda a ver a Funes, Novillo y Rodríguez del Busto. Se les ha ocurrido instalar un sanatorio; debe de ser maravilloso eso. Entre todos juntos no reunieron, cuando los dejé el año pasado, mucho más de 15 ó 20 pesos. No me explico cómo han hecho.

—Pero siendo médicos… —argüí.

—Es que no son médicos —me respondió—, apenas estudiantes de quinto o sexto año. Se hicieron, sí, de cierta reputación como enfermeros. Habían fundado una como especie de sociedad, que ponían a disposición de la gente de fortuna. Claro es que entre pagar diez pesos por noche a un gallego de hospital que recorre el termómetro tres veces de abajo arriba para leer la temperatura, y pagar cincuenta a un estudiante de medicina, no es difícil la adopción. Cobraban cincuenta pesos por noche. Además, su apellido, de linaje allá en Córdoba, daba cierto matiz de aristocrático sacrificio a esta jugarreta de la enfermería. Lo que no me hubiera pasado a mí.

En efecto, llamarse Patronímico y tener el valor de dar el nombre en voz alta, son cosas que comprometen bastante una vida tranquila. Cuantos tienen un apellido perturbador del reposo psíquico, conocen esto. Patronímico, siendo ya hombre, perdió muchas ocasiones de adquirir buenas cosas en remate, por no dar el nombre. Sus vecinos de los costados, de delante, se volvían enseguida y lo miraban. Y ser mirado así, sin tener derecho de considerarse insultado, fatiga mucho.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 61 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Secreto de un Sino

Miguel de Unamuno


Cuento


(Apólogo)

Difícil es que haya nacido hombre más bueno que nació Noguera. Pero, desde muy joven, una al parecer misteriosa fatalidad empezó a envenenarle el corazón. De nada servía que él se mostrase confiado, abierto, cariñoso; todos le rechazaban, todos huían de su lado. Observó que, con uno u otro pretexto, evitaban todos su trato. Y como él no tenía conciencia de faltar en nada a los demás, empezó a cavilar en ello y a ver en la sociedad humana un poder pavoroso que, cuando da en perseguir a uno sin motivo, no reconoce piedad ni tregua. Enfermó Noguera de manía persecutoria y acabó en misántropo y pesimista.

Tan sólo una compañía y un consuelo fraternales halló en su soledad, ¡pero qué compañía y qué consuelo! Y fue que topó con un tal Perálvarez, escéptico y nihilista casi de profesión. Para Perálvarez nada valía nada; era inútil todo esfuerzo; lo mismo daba hacer una cosa que dejar de hacerla; todo se convertía en comedia, farándula y farsa; los hombres eran, en sí y para sí, irremediables y necesariamente egoístas y cómicos; la cuestión es aparentar que se es más bien que ser, y todo ello fatalmente y sin que pueda ser de otro modo. Y Noguera encontró un amargo consuelo en esta filosofía desoladora, que siendo la explicación de su desgracia en sociedad, era a la vez el medio de justificarse, condenando a los otros.

Pero ¿por qué la sociedad me persigue a mí y no a otros, buscando y festejando y aplaudiendo a éstos, mientras a mí me rechaza y me condena?», preguntaba Noguera. Y Perálvarez le respondía: «Precisamente, porque tú eres bueno, sencillo, sincero, sin doblez, una oveja en un mundo de lobos y de raposos. Y porque otros, aun siendo así rechazados, saben ocultarlo».


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 60 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Robleda, el Actor

Miguel de Unamuno


Cuento


Aquel actor, Octavio Robleda, desconcertaba al público. No había podido aprendérselo. En cada nuevo papel se esperaba una sorpresa de su parte. «Llena la escena —había escrito un crítico-. Y, sin embargo, parece que está ausente de ella, que está fuera del teatro». Veíasele —en efecto— profundamente absorto en los personajes que representaba y se adivinaba, sin embargo, que allí quedaba otro, que él, Octavio Robleda, representa entre tanto otra tragedia más profunda. Cuando hacía La vida es sueño, de Calderón, sentíase que la iba creando y que él, Octavio Robleda, soñaba a Segismundo.

Los autores gustaban poco de Octavio. Decían, y no les faltaba razón en ello, que sin quitar ni poner una palabra de lo que ellos, los autores, habían escrito, Octavio les cambiaba el personaje y le hacía ser otro que el por ellos concebido. Y que luego de creado un sujeto así, de escena, por Octavio, no había ningún otro actor que se atreviese a representarlo. Porque Octavio hacía llorar con personajes que el autor concibió cómicos y hacía reír con los que concibió trágicos.

De su vida privada no se sabía casi nada. Vivía solo y solitario, sin amigos, y en las horas que no pasaba en el teatro era casi imposible el poderle ver. En sus temporadas de descanso, de vacaciones, íbase a una casita de un pueblecillo de sierra y se pasaba casi todo el día en un bosque, lejos de toda sociedad humana, estudiando las costumbres de los insectos. Y cuando le preguntaban por qué no estudiaba a los hombres, respondía: «¿Y para qué? No somos nosotros, los actores, los que imitamos y representamos sus gestos, sus acciones y sus palabras, sino que son ellos los que nos imitan. Es el teatro el que hace la vida. ¡Y estoy harto de teatro!».

—¿Y de vida por lo tanto? —le dije una vez que se lo oí.

—¡Y de vida, sí! —me respondió Octavio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 59 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Su Chauffeur

Horacio Quiroga


Cuento


Lo encontré en la barranca de Pino, haciendo eses con su automóvil ante la Comisión Examinadora de tráfico.

—Aquí me tiene —me dijo alegremente, a pesar del sudor que lo cubría—, enredado en estos engranajes del infierno. Un momento, y concluyo. ¡Vamos! ¡Arre!

Yo no le conocía veleidades automovilísticas, ni tampoco otras, fuera de una cultura general que disimulaba risueñamente bajo su blanca dentadura de joven lobo.

—Ya concluimos. ¡Uf! Debo de haber roto uno o dos dientes… ¿No le interesa el auto?… A mí tampoco, hasta hace una semana. Ahora… ¡Buen día, compañero! Voy a limpiarme los oídos del ruido de los engranajes.

Y cuando se iba con su automóvil, volvió la cabeza y me gritó sin parar el motor:

—¡Una sola pregunta! ¿Qué autor está en este momento de moda entre las damas de mundo?

Mis veleidades particulares no alcanzan hasta ese conocimiento. Le di al azar un par de nombres conocidos.

—… ¿Y Tagore? Perfectamente.

—Agregue Proust —agregué después de un momento de reflexión—. Bien mirado, quédese con éste. ¿Para qué quiere a Proust?

Se rió otra vez, echando mano a sus palancas por toda despedida, y enfiló a la Avenida Vertiz.

Dos meses después hallábame yo en el centro esperando filosóficamente un claro en la cerrada fila de coches, cuando en un automóvil de familia tuve la sorpresa de ver a mi chauffeur, de librea, hierático y digno en su volante como un chauffeur de gran casa.

Creí que no me hubiera visto; pero al pasar el coche, y sin alterar la línea de su semblante, me lanzó de reojo una guiñada de reconocimiento, y siguió imperturbable su camino.

Yo hubiera concluido por hacer lo mismo con el mío, si un instante después no me saludan con la mano en la visera, y me cogen del brazo. Era mi chauffeur.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 54 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En un Litoral Remoto

Horacio Quiroga


Cuento


Llamamos en la vida diaria literatura a una serie de estados y aspiraciones que tienen por base la belleza, y farsa consigo mismo.

Así, el hombre indeciso, irresoluto, que se plantea día a día acciones enérgicas de las cuales sabe bien no es capaz, aspira en literatura.

El derrochador impenitente que simula confiar al futuro matrimonio su apremiante necesidad de economía, aunque no ignora que derrochará siempre, piensa en literatura.

El enfermo por la ciudad y su propia alma urbana, que jura comenzar su régimen de vida cuando vaya al campo, donde se levantará a las cuatro de la mañana, sabiendo a conciencia que no pasará así, sueña en literatura.

El hombre estrictamente honrado que, no obstante su vital inutilidad para la compraventa, delira con empresas comerciales acrecentadoras de su exiguo haber; ese hombre que ignora la diferencia que hay entre treinta y treinta y cinco centavos, especula en literatura.

El escritor que atribuye a sus personajes, no las acciones y sentimientos lógicos en éstos, sino los que él cree sería bello tuvieran, escribe en literatura.

Los histéricos de todo orden, los lectores de novelas irreales, los que aspiran a otra vida distinta de aquella para la cual han nacido, y fingen estar seguros de poder afrontarla: los farsantes, todos los que por falta de sinceridad se engañan a sí mismos en pro de un estado de mayor belleza, viven en literatura.

Los desencantos suelen ser fuertes, en razón de la propia ilegitimidad del miraje. Véase si no lo que ocurrió a Tezanos, un amigo mío de Montevideo, a quien quiero mucho. Las anteriores consideraciones fuéronme enviadas por él, dos días después de su veraneo en las costas del este, y preciso es creer que el muchacho ha adquirido dura experiencia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 47 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Lucila Strinberg

Horacio Quiroga


Cuento


Yo pretendí durante tres años consecutivos, antes y después de su matrimonio, a Lucila Strinberg. Yo no le desagradaba, evidentemente; pero como mi posición estaba a una legua de ofrecerle el tren de vida a que estaba acostumbrada, no quiso nunca tomarme en serio. Coqueteó conmigo hasta cansarse, y se casó con Buchenthal.

Era linda, y se pintaba sin pudor, las mejillas sobre todo. En cualquier otra mujer, aquella exageración rotunda y perversa habría chocado; en ella, no. Tenía aún muy viva la herencia judía que la llevaba a ese pintarrajeo de sábado galitziano, y que tras dos generaciones argentinas subía del fondo de la raza, como una cofia de fiesta, a sus mejillas. Fantasía inconsciente en ella, y que su círculo mundano soportaba de buen grado. Y como en resumidas cuentas la chica, aunque habilísima en el flirteo, no ultrapasaba la medida de un arriesgado buen tono, todo quedaba en paz.

Yo no conocía bastante al marido; era de origen hebreo, como ella, y tenía, en punto a vigilancia sobre su mujer, el desenfado de buen tono de su alta esfera social. No me era, pues, difícil acercarme a Lucila, cuanto me lo permitía ella.

Mi apellido no es ofensivo; pero Lucila hallaba modo de sentirlo así.

—Cuando uno se llama Ca-sa-cu-ber-ta —deletreaba— no se tiene el tupé de pretender a una mujer.

—¿Ni aun casada? —le respondía en su mismo tono.

—Ni aun casada.

—No es culpa mía; usted no me quiso antes.

—¿Y para qué?

Inútil observar que al decirme esto me miraba y proseguía mirándome un buen rato más.

Otras veces:

—Usted no es el hombre que me va a hacer dar un mal paso, señor Casa-cuberta.

—Pruebe.

—Gracias.

—Hace mal. Cuando se tiene un marido como el señor Buchenthal, un señor Casacuberta puede hacer su felicidad. ¡Vamos, anímese!

—No; desanímese usted. —Y añadía—: Con usted, por lo menos, no.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 43 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En el Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento


El cazador que tuvo el chucho y fue conmigo al barrero de Yabebirí se llamaba Leoncio Cubilla. Desde días atrás presentía una recidiva, y como éstas eran prolongadas, esperamos una semana, sin novedad alguna, por suerte.

Partimos por fin una mañana después de almorzar. No llevábamos perros; dos estaban lastimados y los otros no trabajaban bien solos. Abandonamos la picada maestra tres horas antes de llegar al barrero. De allí un pique de descubierta nos aproximó legua y media; y la última etapa —hecha a machete de una a cuatro de la tarde más caliente de enero— acabó con mi amor al calor.

El barrero consistía en una laguna virtual del tamaño de un patio, entre un mar de barro. Acampamos allí, en el pajonal de la orilla, para dominar el monte, a cien metros nuestro. El crepúsculo pasó sin llevarnos un animal, no obstante parecer habitual la rastrillada de tapires que subían al monte.

Por sobriedad —o esperanzas de carne fresca, si se quiere— no llevábamos sino unas cuantas galletas que comí solo; Cubilla no tenía ganas. Nos acostamos. Mi compañero se durmió enseguida, la respiración bastante agitada. Por mi parte estaba un poco desvelado. Miraba el cielo, que ya al anochecer había empezado a cargarse. Hacia el este, en la bruma ahumada que entonces subía apenas sobre el horizonte, tres o cuatro relámpagos habían cruzado en zig-zag. Ahora la mitad del cielo estaba cubierta. El calor pesaba más aún en el silencio tormentoso.

Por fin me dormí. Presumo que sería la una cuando me despertó la voz de Cubilla:

—¡El aguará guazú, patrón!

Se había incorporado y me miraba de hito en hito. Salté sobre la escopeta:

—¿Dónde?

Volvió cautelosamente la cabeza, mirando a todos lados, y repitió conteniendo la voz:

—¡El aguará!


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

910111213