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etiqueta: Cuento fecha: 25-10-2020


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El Misterio de Iniquidad

Miguel de Unamuno


Cuento


(o sea, los Pérez y los López)

Juan pertenecía a la familia Pérez, rica y liberal desde los tiempos de Álvarez Mendizábal. Desde muy niño había oído hablar de los carlistas con encono mal contenido. Se los imaginaba bichos raros, y tenía de ellos una idea del mismo género a que pertenece la vulgar del judío. Gente taciturna, de cara torcida, afeitada o con grandes barbas negras y alborotadas, largos chaquetones negros, parcos de palabras y tomadores de rapé. Se reunían de noche en las lonjas húmedas, entre los sacos fantásticos de un almacén lleno de ratas, para tramar allí cosas horribles.

Con los años cambiaron de forma en su magín estos fantasmas, y se los imaginó gente taimada, que en paz prepara a la sordina guerras y que sólo se surte de las tiendas de los suyos.

Cuando se hizo hombre se disiparon de su mente estas disparatadas brumas matinales, y vio en ellos gente de una opinión opinable, puesto que es opinada, fanáticos que, so capa de religión, etc. Es excusado enjaretar aquí la letanía de sandeces salpicada de epítetos podridos que es de rigor entre anticarlistas.

En la familia Pérez había vieja inquina contra la familia carlista López. Un Pérez y un López habían sido consocios en un tiempo; hubo entre ellos algo de eso, cuy o recuerdo se entierra en las familias; este algo engendró chismes, y la sucesión continua de pequeñas injurias diarias, saludos negados, murmuraciones, miradas procaces, chinchorrerías, en fin, engendraron un odio duro.

La familia Pérez, aunque liberal, era tan piadosa como la familia López. Oían misa al día, comulgaban al mes, figuraban en varias congregaciones, gastaban escapularios. Eran irreprochables.

Nuestro Juan Pérez se había nutrido de estos sentimientos, a los que añadía alguna instrucción, ni mucha ni muy variada. Su afición mayor eran las matemáticas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Poema Vivo del Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra acariciándola, y el aire consonaba con el compás de su respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo.

Apagose de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal.

Cuando se hubo empapado en la visión serena, indignose al ciego, e inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje.

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! —exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad.

Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Batracófilos y Batracófobos

Miguel de Unamuno


Cuento


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Lego Juan

Miguel de Unamuno


Cuento


Eran tan extrañas las penitencias que se contaban de aquel pobre lego, y tan penetrantes las palabras de mansedumbre que dirigía al pueblo cuando iba mendigando de puerta en puerta, que ardíamos en deseos de conocer algo de su vida pasada, sobre la que corrían mil consejas entre las comadres.

«No hay que irritar al colérico —repetía cuando, con frecuencia, se metía a apaciguar riñas-, no hay que irritarlo... Cuando el prójimo se encolerice contra nosotros, huir, huir, correr al templo y pedir a Dios por él».

Por fin llegamos a conocer lo sustancial de su vida.

El lego aquel había ansiado, desde muy niño, conquistar la gloria con una vida de austeridades y aun de martirio; mas azares de la suerte le llevaron a servir a un señor, de quien su padre había recibido sustanciosas mercedes. Era el tal señor, su amo, hombre de vida algo relajada, despreciador de toda piedad, y de natural colérico y fácilmente irritable, si bien le creyó siempre, su criado, dotado de buen fondo; y sin cesar pidió a Dios que le convirtiese. Apreciaba el señor, por su parte, la lealtad y diligente obediencia de su criado; pero irritándole la que llamaba su estúpida gazmoñería y sin poder resistir aquella inalterable mansedumbre, que le hería como un silencioso reproche.

—¿A que vienes de comerte los santos, Juan? Pero, hombre, ¿por qué has de ser tan bolonio?...

Juan bajaba los ojos, poniéndose a rezar por su amo, mientras se decía muy por lo bajito: «¡Vaya todo por ti, Señor, todo lo sufro por ti..., llévamelo en cuenta!».

—Vamos, vamos, levanta esa vista y no te me vengas mormojeando simplezas...


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Cuarta Septicemia

Horacio Quiroga


Cuento


(Memorias de un estreptococo)

Tuvimos que esperar más de dos meses. Nuestro hombre tenía una ridícula prolijidad aséptica que contrastaba cruelmente con nuestra decisión.

¡Eduardo Foxterrier! ¡Qué nombre! Esto fue causa de la vaga consideración que se le tuvo un momento. Nuestro sujeto no era en realidad peor que los otros; antes bien, honraba la medicina —en la cual debía recibirse— con su bella presunción apostólica.

Cuando se rasgó la mano en la vértebra de nuestro muerto en disección —¡qué pleuresía justa!— no se dio cuenta. Al rato, al retirar la mano, vio la erosión y quedó un momento mirándola. Tuvo la idea fugitiva de continuar, y aun hizo un movimiento para hundirla de nuevo; pero toda la Academia de Medicina y Bacteriología se impuso, y dejó el bisturí. Se lavó copiosamente. De tarde volvió a la Facultad; hízose cauterizar la erosión, aunque era ya un poco tarde, cosa que él vio bastante claro. A las 22 horas, minuto por minuto, tuvo el primer escalofrío.

Ahora bien; apenas desgarrada la epidermis —en el incidente de la vértebra— nos lanzamos dentro con una precipitación que aceleraba el terror del bicloruro inminente, seguros de las cobardías de Foxterrier.

A los dos minutos se lavó. La corriente arrastró, inutilizó y abrasó la tercera parte de la colonia. El termocauterio, de tarde, con el sacrificio de los que quedaron, selló su propia tumba, encerrándonos.

Al anochecer comenzó la lucha. En las primeras horas nos reprodujimos silenciosamente. Éramos muchos, sin duda; pero, como a los 20 minutos, éramos el doble (¿cómo han subido éstos, los otros?) y a los 40 minutos el cuádruple, a las 6 horas éramos 180.000 veces más, y esto trajo el primer ataque.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Idilio

Horacio Quiroga


Cuento


I

«… En fin, como no podré volver allí hasta fines de junio y no querría de ningún modo perder aquello, necesito que te cases con ella. He escrito hoy mismo a la familia y te esperan. Por lo que respecta al encargo… etcétera».

Nicholson concluyó la carta con fuerte sorpresa y la inquietud inherente al soltero que se ve lanzado de golpe en un matrimonio con el cual jamás soñó. Su esposa sería ficticia, sin duda; pero no por eso debía dejar de casarse.

—¡Estoy divertido! —se dijo con decidido mal humor—. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Olmos confiar la misión a cualquier otro?

Pero enseguida se arrepintió de su mal pensamiento, recordando a su amigo.

—De todos modos —concluyó Nicholson—, no deja de inquietarme este matrimonio artificial. Y siquiera fuera linda la chica… Olmos tenía antes un gusto detestable. Atravesar el atrio bajo la carpa, con una mujer ajena y horrible…

En verdad, si el matrimonio que debía efectuar fuera legítimo, esto es, de usufructo personal, posiblemente Nicholson no hubiera hallado tan ridícula la ceremonia aquella, a que estaba de sobra acostumbrado. Pero el caso era algo distinto, debiendo lucir del brazo de una mujer que nadie ignoraba era para otro.

Nicholson, hombre de mundo, sabía bien que la gracia de esa vida reside en la ligereza con que se toman las cosas; y si hay una cosa ridícula, es cruzar a las tres de la tarde por entre una compacta muchedumbre, llevando dignamente del brazo a una novia que acaba de jurar será fiel a otro.

Éste era el punto fastidioso de su desgano: aquella exhibición ajena. Ni soñar un momento con una ceremonia íntima; la familia en cuestión era sobrado distinguida para no abonar diez mil pesos por interrupción de tráfico a tal hora. Resignose, pues, a casarse, y al día siguiente emprendía camino a la casa de su futura mujer.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Reina Italiana

Horacio Quiroga


Cuento


I

Una sociedad exclusiva de abejas y de gallinas concluirá forzosamente mal; pero si el hombre interviene en aquélla como parte, es posible que su habilidad mercantil concilie a los societarios.

Tal aconteció con la sociedad Abejas-Kean-Gallinas. Tengo idea, muy vaga por otro lado, de que aquello fue una cooperativa. De todos modos, la figuración activa de Kean llevó la paz a aquel final de invierno, desistiendo con ella las abejas de beber el agua de las gallinas, y evitando éstas incluir demasiado el pico en la puerta de la colmena, donde yacían las abejas muertas.

Kean, que desde hacía tiempo veía esa guerra inacabable, meditó juiciosamente que no había allí sino un malentendido. En efecto, la cordialidad surgió al proveer a las abejas de un bebedero particular, y teniendo Kean la paciencia todas las mañanas, de limpiar el fondo de la colmena, y arrastrar afuera las larvas de zánganos que una prematura producción de machos había forzado a sacrificar.

En consecuencia, las gallinas no tuvieron motivo para picotear a las abejas que bebían su agua, y éstas no sintieron más picos de gallinas en la puerta de la colmena.

La sociedad, de hecho, estaba formada, y sus virtudes fueron las siguientes:

Las abejas tenían agua a su alcance, agua clara, particular de ellas; no había, pues, por qué robarla. Kean tenía derecho al exceso de miel, sin poner las manos, claro está, en los panales de otoño. Las gallinas eran dueñas de la mitad del maíz que Kean producía, así como de toda larva que cayera ostensiblemente de la piquera. Y aún más, por una especie de tolerancia de tarifa, era lícito a las gallinas comer a las abejas enfermas y a los zánganos retardados que se enfriaban al pie de la colmena.


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Los Hombres Hambrientos

Horacio Quiroga


Cuento


—Esta situación —dijo el hombre hambriento enseñando sus costillas— proviene de mis grandes riquezas. Tal cual. No es paradoja. Ni antes ni después. En el instante mismo, con lo que me sobra para vivir —¿entienden ustedes bien?— podría arrancar de la tumba al millón y medio de individuos suicidados por hambre en 1933. Con lo que me sobra para vivir, a mí. Y me muero de hambre.

Miramos con mayor atención a quien hablaba. Hallábase, en efecto, en estado atroz de flacura. Por debajo de la camiseta nos enseñaba sus costillas, mientras nos observaba con desvarío. Un gran fuego de exasperación lucía en sus ojos de hambriento, y las palabras lanzábanse precipitadamente de su boca.

Nos llegaba, no sabemos de dónde, acaso del fondo del bosque, donde él y algunos compañeros habían ido a trabajar la tierra. Durante largo tiempo nada habíamos sabido de ellos; suponíamoslos prósperos. Y he aquí que se hallaba de nuevo ante nosotros, él solo, sin más ropa que un pantalón y una camiseta que alzaba con mano temblante.

—Tal cual —prosiguió tras una larga pausa con la que parecía habernos ofrecido tiempo suficiente para juzgar hasta las heces su situación.

»Con lo que me sobra para vivir, he dicho, yo y mis compañeros podríamos hacer la felicidad de otros tantos miserables. ¡Comer, comer! ¿Entienden? Allá están ellos, vigilándose unos a otros desde lo alto de sus riquezas, mientras se mueren de inanición, y cada cual sentado sobre pirámides de mandioca que se pudren con la humedad, y abrazados a cachos de bananas que se deshacen entre sus dedos.

»Bien. Esto no significa nada: avaricia, roña y todo lo demás. ¡Pero es que tampoco es esto! ¡Es vanidad, envidia y rencor lo que les impide comer! ¡No tienen ojos sino para atisbar las crecientes necesidades del vecino, y enloquecidos por la suficiencia y los celos, se están muriendo de hambre en el seno de la superproducción!


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La Locura del Doctor Montarco

Miguel de Unamuno


Cuento


Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y me repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».

Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contra las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En eso denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.


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Artemio, Heautontimoroumenos

Miguel de Unamuno


Cuento


El veneno de la víbora, ¿lo es para ella misma? Es decir, si una víbora se picase a sí misma, ¿se envenenaría? Es indudable que hay secreciones externas que si se vierten en el organismo mismo que las segrega, le dañan y hasta le envenenan. Y basta sólo para que le emponzoñen el que no puedan ser vertidas afuera. Hay humores que, retenidos, atosigan a quien los retiene. ¿No ocurrirá algo así con la envidia? ¿No cabrá que un hombre llegue a envidiarse a sí mismo, o una parte de él, uno de sus yos, a otra de sus partes, o a su otro yo? ¿No podrá un hombre emponzoñarse mordiéndose a sí mismo, en un ataque de rabia, a falta de otro hombre a mano en quien poder ensañarse desahogando su mordaz rabia?

Estas terribles cuestiones nos planteábamos escarbando en los más bajos fondo del alma, debajo de su légamo, cuando conocimos, en las lóbregas postrimerías de su vida, al pobre Artemio A. Silva, un vencido. Decíannos que era un fracasado, un raté, y acabamos por descubrir que era un auto-envidioso.

Artemio A. Silva se lanzó a su vida pública, a su carrera social, llevando en sí, como todo hijo de hombre y mujer, por lo menos dos yos, acaso más, pero reunidos en torno de estos dos que los acaudillaban. Llevaba su ángel bueno y su ángel malo, o, como habría dicho Pascal, su ángel y su bestia. Eran como el doctor Jekyll y el Mr. Hyde del maravilloso relato de Stevenson, relato que nadie que quiera saber algo de los abismos del alma humana, debe ignorar.

El un yo de Artemio A. Silva, el que podríamos llamar más externo o público, el más cínico, era un yo sin escrúpulos, arribista o eficacista; su mira, lo que en el siglo se llama medrar y triunfar y fuera como fuese. Su divisa, la del eficacismo, esto es, que el fin justifica los medios. Y su fin, gozar de la vida, lo que se llama así.


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