Mi
pobre alma, con una alegría de convaleciente, se despierta este día,
domingo, sonríe a la luz del sol de Dios, se sacude como un ave húmeda
del rocío de la aurora, y, a pesar de que quiero contenerla: «¡Mira que
estás muy débil! ¡mira que casi no tienes alientos! animula, blandula,
vagula, ¿a dónde vas?» no me hace caso, ríe como una locuela de catorce
años, se va, bajo el esplendor matinal, al jardín de mi fantasía, al
huerto de mi mente, y vuelve con dos verdes y frescos ramos de palma,
alzando los brazos al cielo, en un divino ímpetu, como si quisiera
volar.
—Animula, blandula, vagula, ¿a dónde vas?
—¡Voy a Jerusalén!—me dice mi pobre alma.
Y allá se va, camino de Jerusalén, sin bordón de peregrino, sin alforja
de caminante, sin sandalias de romero. Ella va a la fiesta, arrastrada
por su deseo, sin temor de las asperezas del viaje, sin miedo a los
abismos, a las fieras y a las víboras.
Tal parece que fuese llevada por una ráfaga milagrosa, o sostenida por
el amoroso cuidado de cuatro alas angélicas. Ella no sabe hoy de las
tristezas, de las maldades y de las tinieblas de la vida. Deja la ciudad
de los infames publicanos, de los odiosos fariseos, de las pintadas y
ponzoñosas prostitutas. Ha sentido como el llamamiento de una sagrada
primavera, y se ha abierto fresca y virginal como una blanca rosa. Un
perfume celeste la baña, y ella a su vez exhala su perfume íntimo, su
ungüento de fe y de amor. Un sol de vida le pone en su debilidad,
fortaleza; en sus mejillas pálidas, una llama de niñez; en su frente,
tan combatida por el dolor, una refrescante guirnalda florida. ¿Que
vendrán las espinas después?...
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