¡El hombre retorna al hombre!
Corred la voz por la selva;
se marcha el que era nuestro hermano.
Escucha, pues, ahora, y juzga,
pueblo de la selva.
Responde: ¿quién detenerlo puede,
o quién tras él irá?
¡El hombre retorna al hombre!
Está llorando en la selva:
el que era nuestro hermano, llora su dolor.
¡El hombre retorna al hombre!
(¡Oh, y cuánto se le amaba en la selva!)
Allí seguirle, imposible es ya.
Dos años después de la gran lucha contra los perros rojizos y de la
muerte de Akela, Mowgli andaba por los diecisiete años. Parecía mayor,
pues el rudo ejercicio, los buenos alimentos y los baños siempre que el
calor o el polvo lo molestaban, habían hecho que sus fuerzas y su
desarrollo fueran superiores a su edad. Podía balancearse de un modo
continuo durante media hora sosteniéndose de una rama con una sola mano,
cuando quería curiosear entre los árboles. Podía detener a un gamo en
su carrera y tirarlo por tierra asiéndolo de la cabeza. Podía incluso
voltear hasta a los enormes y feroces jabalíes azulados que viven en los
pantanos del norte. El pueblo de la selva, que antes lo temía por su
ingenio, lo temía ahora por su fuerza, y cuando procedía él a sus
correrías silenciosas, el mero rumor de que se acercaba hacía que se
despejaran todos los senderos del bosque. Sin embargo, su mirada siempre
era bondadosa. Inclusive cuando luchaba, sus ojos nunca llameaban como
los de Bagheera. Tan sólo se habían vuelto más atentos y mostraban mayor
excitación, y era esto una de las cosas que la misma Bagheera nunca
llegó a entender.
Preguntóle a Mowgli acerca de ello, y el muchacho se rió y dijo:
—Cuando yerro un golpe, me incomodo. Cuando tengo que estar dos días
sin comer, me esfuerzo. ¿No se nota entonces en mis ojos el mal humor?
—Tu boca puede tener hambre —respondió Bagheera—, pero tus ojos no lo demuestran.
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