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etiqueta: Cuento fecha: 26-10-2020


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La Bruja de Miramar

Carlos Gagini


Cuento


Ni aún los más guapos del pueblo se atrevían a aventurarse de noche por la calleja del río, temerosos de aquella lucecilla que parpadeaba en la sombra como un ojo felino; y si algún labrador era sorprendido por la oscuridad al volver del abrevadero con su yunta, pasaba de prisa y persignándose delante de la casucha sin atreverse a mirar, por el ventanillo siempre abierto, la humilde estancia alumbrada por una vela de sebo, la mesa llena de potingues, el baúl desvencijado, la camilla de lona y el fogón donde se calentaba la frugal cena.

Sentada en un banquillo al lado de la mesa, una mujer cincuentona, de nariz aguileña, ojillos penetrantes y tupidas cejas grises, removía sin cesar el contenido de un mortero.

Llamábanla en Miramar la Tía Mónica y pasaba por bruja. Vivía absolutamente sola en aquella choza sin vecindario, cultivando de día una huerta de media hectárea y confeccionando de noche jabón de hiel, jarabes para la tos y otros menjurjes que junto con sus hortalizas iba a vender al pueblo dos veces por semana. Comprábanle sus artículos más por miedo que por caridad; y fue sin duda por alejarla de la aldea por lo que don Alonso, el dueño de los terrenos colindantes, insistía en comprarle la exigua finca. ¿Venderla? Ni por pienso. ¿Cómo deshacerse de una propiedad que le proporcionaba la subsistencia y le permitía vivir sin mendigar favores de nadie?

Allí veía deslizarse los años, siempre atareada y silenciosa, cada día más flaca y huraña, gastada prematuramente por las penas del alma y los achaques del cuerpo.

Pero cuando rendida del ajetreo diurno se echaba sobre su pobre lecho, una sonrisa de inefable dicha entreabría sus marchitos labios y parecía iluminar como una aurora las paredes de la estancia. Y es que no hay nadie, por infeliz que sea, que no tenga un recuerdo o una ilusión que mitigue sus penas ... Y la Tía Monica tenía un hijo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Biblioteca Nacional

Armando Palacio Valdés


Cuento


Madrid posee una biblioteca nacional. Esta biblioteca se halla situada en la calle del mismo nombre que desemboca por un lado en la plaza de la Encarnación y por el otro en la de Isabel II. Es fácil reconocer el edificio. Además, posee en el barrio de Salamanca los cimientos de una nueva biblioteca construidos con todo lujo, perfectamente resguardados de la intemperie y rodeados de una bonita verja. Con tales elementos es fuerza convenir en que la capital de España no carece de medios de instrucción y que todo el que desee estudiar puede hacerlo. No obstante, una cosa me ha sorprendido siempre, y es que la biblioteca nacional no está tan concurrida como debiera suponerse, dado el número de habitantes y su reconocida afición a meterse en todos los sitios donde no cueste dinero. Quizá dependa de hallarse cerrada la mayor parte de las horas del día y de la noche. En cuanto a los cimientos, a pesar de ser tan bellos y sólidos, están siempre desiertos, lo cual les da un cierto aspecto de necrópolis pagana, no ciertamente en consonancia con los fines de su instituto, como dijo Pavía el del 3 de Enero hablando de la Guardia civil.

Pero dejando a un lado los cimientos, cuya importancia me complazco en reconocer y acerca de los que no será esta la última palabra que diga, y volviendo a la antigua biblioteca donde el gobierno de Su Majestad distribuye la ciencia por el sistema dosimétrico, esto es, en pequeñas dosis y repetidas, diré primeramente que tiene un portal muy análogo a una bodega, donde los sabios de mañana aguardan, tiritando y dando estériles patadas contra las losas para calentarse los pies, a que les abran la puerta. El frío es por naturaleza anti-científico, y desde los tiempos más remotos se ha ensañado siempre con los sabios. De aquí los sabañones que tanto caracterizan a los hombres de ciencia.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Aventura del Ángel

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de «caída», un ángel fue condenado a pena de destierro en el mundo. Tenía que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de perdida felicidad; un año de beatitud es un infinito de goces y bienes que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso de su yerro, no chistó; bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo pausado y seguro descendió a nuestro planeta.

Lo primero que sintió al poner en él los pies fue dolorosa impresión de soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía a él tampoco bajo la forma humana que se había visto precisado a adoptar. Y se le hacía pesado e intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria a Dios, para agruparse al pie de su trono y hasta para recorrer las amenidades del Paraíso; además están organizados en milicias y los une la estrecha solidaridad de los hermanos de armas.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Academia de Jurisprudencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

No todos los transeúntes de la calle de la Montera saben que en el número 22, cuarto bajo, se encuentra establecida, desde algunos años hace, la Academia de Jurisprudencia. La mayoría de los ciudadanos que van o vienen de la Puerta del Sol pasan por delante del largo portal de la casa sin sospechar que dentro de ella discútense los más caros intereses de su vida, la religión, la propiedad y la familia, todo lo que se halla bajo la salvaguardia vigilante del Sr. Perier, director propietario de La Defensa de la Sociedad. Si tuviesen el humor de entrar, vieran quizá colgado de la pared en dicho portal un cuadrito donde en letras gordas se dice: No hay sesión, o bien El miércoles continuará la discusión de la memoria del señor Martínez sobre el derecho de acrecer: tienen pedida la palabra en pro los Sres. Pérez, Fernández y Gutiérrez, y en contra los señores López, González y Rodríguez. El tema es por cierto asaz importante, y los nombres de los oradores demasiado conocidos del público para que cualquier ciudadano no entre en apetito de presenciar este debate. Restregándome, pues, las manos y gustando anticipadamente con la imaginación sus ruidosas peripecias, tengo salido muchas veces diciendo: No faltaré, no faltaré.


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Jugar con el Fuego

Felipe Trigo


Cuento


Pasaba por Madrid, donde veinticuatro horas debía detenerse, con dirección a Tánger, León Demarsay, un diplomático con quien yo había intimado en Manila, hombre de gran corazón y excelente tirador de armas. Por mí advertidos de esas prendas del joven, quisieron algunos amigos míos conocerle, y le invitamos a un almuerzo, para cuyo final teníamos preparadas las panoplias.

Servido el café en el salón, Pablo Mora, que presume de floretista, le brindó el azúcar con la mano izquierda y con la derecha un par de espadas.

—Gracias—contestó León sonriéndome con dulzura al comprender que defraudaba nuestras esperanzas—. Hace mucho que abandoné estas cosas. No sé. Completamente olvidadas.

Y luego, defendiéndose de nuestra insistencia, y para que no creyéramos falta de cortesía o fatuo desdén de maestro su negativa, añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:

—Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.

Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.

—¡Nada!—exclamó al fin Demarsay—. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida...! Pero los hombres—añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad—somos un poco más crueles que las mujeres.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Intermedio del Editor

Armando Palacio Valdés


Cuento


En los últimos tiempos de su vida, cuando ya se advertían en su rostro las huellas de la enfermedad que le llevó al sepulcro, solíamos pasear algunas tardes por las cercanías de su hotel, situado en la parte oriental de Madrid, cerca del barrio de la Prosperidad. No es un paisaje riente ni variado el que por allí se descubre; pero la vista se extiende sin obstáculo por la llanura, el pecho se dilata, hay un derroche de luz y de aire que infunde alegría. Allá a lo lejos se divisan las crestas azuladas del Guadarrama.

En una de estas tardes caminábamos silenciosos, el uno en pos del otro, por el sendero que bordeaba un campo de trigo. Habíamos hablado bastante, y este silencio forzado a que nos obligaba la angostura del camino, nos servía de descanso. De pronto, al pasar cerca de un grupo de casas, o, por mejor decir, chozas, donde se albergaban los que recogen por las mañanas la basura de la capital, escuchamos desgarradores lamentos. En el mismo instante, una criatura de seis o siete años salió de la casa corriendo, y vino a abrazarse a mis rodillas gritando:

—¡Perdón, perdón!

Casi en el mismo instante que ella salió un hombre en su seguimiento con un manojo de cuerdas en la mano. Rugía como un tigre hambriento, y soltaba por la boca palabras más nauseabundas que la basura que apilaba cerca de su vivienda. Al acercarse a nosotros la niña, presa de indescriptible terror, y volviendo hacia él sus ojos extraviados, gritaba:

—¡Perdón, padre, perdón! ¡Es que me he caído, padre! ¡Es que me he caído!

El bárbaro, sin aplacarse, trató de apoderarse de la criatura, que seguía cogida a mis rodillas. Entonces Jiménez se interpuso, poniéndole las manos sobre el pecho.

—¿Quién es usted—vociferó aquel salvaje—para impedir que castigue a mi hija?


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Inteligencia y Amor

Armando Palacio Valdés


Cuento


Si mi amigo Aldama no me hubiese animado con empeño, y al cabo no se hubiese brindado a acompañarme, nunca me atrevería a visitar al poeta Rojas, estoy seguro de ello. Envidio la osadía de esos mancebos que, apenas llegados a Madrid, llaman a la puerta de un grande hombre, le interrumpen cuando está tomando su chocolate, le dan la mano con toda franqueza y le asan con preguntas impertinentes. No era yo de ésos, no, aunque ardía en deseos de conocer a algunos.

En Madrid existían entonces, como ahora, muchos grandes hombres, pero yo no sentía curiosidad de conocerlos a todos, sino a tres o cuatro solamente. Y entre éstos, el poeta Rojas era el que más me fascinaba. Sus leyendas incomparables, sus versos fragantes y armoniosos me habían enloquecido. Sabía muchos de ellos de memoria, y me placía recitarlos a la cocinera cuando mi madre, aburrida, se marchaba a la cama... Es más, en las horas de estudio, cuando mi padre me veía absorto delante del libro de texto, yo estaba muy lejos con el pensamiento del libro de texto, porque componía versos imitando los de Rojas, y los apuntaba con lápiz en un papel que tenía para el caso oculto entre sus hojas.

Por eso cuando mi amigo Aldama tiró de la campanilla con la misma negligencia que si tirase de la de su casa, yo pensé desfallecer de emoción.

Salió a abrirnos una criada vieja que saludó a mi amigo como a antiguo conocido y nos pasó sin ceremonia al despacho del gran hombre. Era una pieza pequeña, triste, amueblada con refinada vulgaridad.

Paseé atónito la mirada por ella, y creí encontrarme en el escritorio de algún honrado almacenista de la calle de Toledo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Gloria y Obscuridad

Armando Palacio Valdés


Cuento


Acaece a los hombres que han gustado las dulzuras de la gloria lo mismo que a los que frecuentan las salas de juego. Éstos ya no encuentran en el mundo nada que les complazca, sino las fuertes emociones de ganar o perder dinero. Aquéllos ya no pueden vivir sino siendo a todas horas y por todos lisonjeados. Cuando las lisonjas no llegan, se va a buscarlas con mil artificios y violencias. Se adula a los seres más despreciables para obtenerlas; se urden intrigas; se hacen favores a aquellos a quienes se odia; se escuchan dramas soporíferos y se leen libros indigestos; se sube a las buhardillas y se baja a los sótanos; se practican todas las obras de misericordia sin misericordia. Se vive, últimamente, en un estado de perpetua inquietud y vigilancia. ¡Todo para cazar la gacetilla arrulladora!

Esta es la vida feliz que disfrutan la mayoría de los llamados grandes hombres. Voltaire, Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Castelar, no han llevado otra.

Y es que el manjar de la gloria tiene un sabor tan pronunciado, que quita el gusto a todos los demás platos.

* * *

Siempre y en todas partes la envidia se ha cebado en los hombres de verdadero mérito. Por lo cual ocurre preguntar: «¿Cómo es posible que los necios hayan visto tan claro, siendo necios, el mérito de los hombres superiores?» Solamente porque la envidia es una pasión que en vez de turbar el cerebro, como las otras, lo esclarece. Gracias a ella, cualquiera puede sin esfuerzo separar el oro del similor en los dominios de la inteligencia.

* * *

Sucede a los escritores muy agasajados de la prensa lo que a los niños mimados. Cuando se les deja solos o no se les hace caso, se afligen horriblemente. Éstos chillan como desesperados. Aquéllos se lanzan de nuevo a la publicidad, con la esperanza de llamar nuevamente la atención, y escriben la serie de fruslerías que todos conocemos.

* * *


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Experiencias y Efusiones

Armando Palacio Valdés


Aforismos, cuento


Los niños escuchan con prevención y hostilidad los consejos de los maestros. En cambio, una palabra sensata, vertida por un compañero en medio de sus juegos, suele hallar eco en su alma.

¿Serán distintos los hombres? No lo sé; pero yo, cuando quiero insinuar una verdad, lo hago poniéndoles familiarmente la mano sobre el hombro y diciéndosela al oído.

* * *

Nuestra sociedad está hecha de una materia tan fluida, que los cerebros llenos se van al fondo. Sólo pueden flotar los huecos.

* * *

Si con sinceridad se observa uno a sí mismo, conviene fácilmente en que el móvil interesado es el más poderoso, el más absorbente, el que unas veces presentándose con la cara descubierta, otras ocultándose detrás de velos espesos, decide de casi todas nuestras acciones. Pero en este casi se encuentra la llave que nos abre el santuario de la verdad. Por dicha, hay actos que, como valerosos pajaritos, se escapan y burlan algunas veces las garras del buitre y vuelan al cielo. Y cuando uno de estos pajaritos logra burlar al ladrón, los genios invisibles que guardan y presiden nuestra vida estallan en aplausos. Todo hombre los escucha y su corazón late alegre y triunfante.

* * *

El pasado no nos pertenece; el porvenir, tampoco. Agarrémonos al presente, que es nuestra propiedad. Si gozamos, pensando que es por algo; si sufrimos, pensando que es para algo.

* * *

Hay que respetar en todo hombre la posibilidad, no la realidad, que en la mayoría de los casos no existe.

* * *

Cuando nos hayamos elevado a nosotros mismos, podremos elevar a los demás. Cuando nos hayamos hecho felices a nosotros mismos, podremos hacer felices a los demás. Y todavía es condición precisa que nuestra acción sobre ellos no sea violenta y afanosa.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Esteticismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era yo en otro tiempo un furioso esteticista. La belleza fué mi guía, mi sostén, el único objetivo de mi vida; el mundo, una gran obra de arte en la cual el Alma Suprema se conoce y se goza. Nuestras almas, órganos de Ella, existen únicamente para la felicidad de esta contemplación. Goethe estaba en lo cierto. Nada hay en la existencia digno sino el culto de la belleza: nuestra educación debe ser esencialmente estética.

Así, juraba yo con fervor, como Heine, por Nuestra Señora de Milo, me descubría al pasar por delante de Las hilanderas de Velázquez, y recorría doscientas leguas para ver unos retratos de Franz Hals. Los campos y las montañas hacían mis delicias. ¡Oh felices excursiones a las más altas cimas cantábricas! Los ojos no se saciaban jamás ante aquellos panoramas espléndidos. El espectáculo de la mar me embriagaba, y el del cielo estrellado me causaba vértigos. Las horas se deslizaban divinas espiando el vaivén de las olas, los vivos cambiantes de sus volutas verdes, los destellos de sus crestas rumorosas. «¿Será posible—me decía—hartarse de contemplar el mar, de escuchar el canto del ruiseñor, de ver los cuadros de Velázquez y los mármoles helénicos?»

Pues bien, sí, me he hartado, me he hartado. En vano hago supremos esfuerzos de imaginación para representarme con toda su intensidad la belleza de los objetos, que tan viva emoción me causaba. Esta emoción no viene. Me coloco frente al mar, y me distraigo mirando el quitasol rojo de una inglesa que recorre descalza la playa: voy al Museo del Prado, y más que las madonnas de Rafael me interesan las niñas flacas que las están copiando: me siento a la orilla del arroyo, bajo los castaños frondosos, y me sorprendo al cabo de unos instantes limpiándome cuidadosamente el polvo de los pantalones: hace pocos días sentí náuseas escuchando un nocturno de Chopin que en tiempos lejanos me producía espasmos de placer.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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