Textos más descargados etiquetados como Cuento publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 5

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etiqueta: Cuento fecha: 26-10-2020


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El Cura Nuevo

Antonio de Trueba


Cuento


I

Esto debió suceder hace más de un siglo, pues fue en tiempo de mi bisabuelo materno Agustín de Garay, quien lo contaba a mi abuela, que a su vez lo contaba a mi madre, como ésta me lo contaba a mí, bien distantes todos por cierto de que en letras de molde se lo había de contar yo al público.

Era hacia fines del mes de Julio; por más señas, un sábado al anochecer. Los vecinos de Montellano, conforme dejaban las heredades donde andaban en la siega del trigo y la resalla de la borona, se iban reuniendo en el campo de Acabajo, uno de los cuatro barrios en que se divide aquella aldea de veinticinco vecinos.

Aquel campo, donde hoy existe una ermita dedicada a San Antonio Abad, abogado de los animales, era entonces mucho más espacioso que ahora, porque después le han ido invadiendo y estrechando las codiciosas heredades hasta el punto de faltar poco para que digan a la ermita, la era y los nogales que aún quedan en él: «a ver si os quitáis de ahí, para que nosotras nos ensanchemos un poquito más;» como que llegaba hasta la Fuente fría que hoy está separada de él por una estradita que corre entre heredades.

No era sólo el deseo de refrescar en la fuente lo que reunía allí entonces a los vecinos de Montellano, sino una novedad de las más grandes de la aldea: subía ya por el castañar de Traslacueva, acompañado de un hermoso perro de caza y montado en el caballito de San Francisco, el cura nuevo, y los vecinos, ansiosos de conocerle y saludarle, se reunían y le esperaban en el campo de Acabajo, donde sin duda se detendría un rato a descansar antes de subir por la llosa del Portal al barrio de las Casas, en el que mi bisabuela Magdalena de Umaran le tenía preparado provisional hospedaje, que consistía en el mejor cuarto de la casa, lindamente blanqueado la víspera por mi bisabuelo, con una caldera de lechada de cal distribuida hasta en el techo con ayuda de una brocha de brezo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Tengo un amo, tengo un tirano que, a su capricho, me inspira pensamientos tristes o alegres, me hace confiado o receloso, sopla sobre mí huracanes de cólera o suaves brisas de benevolencia, me dicta unas veces palabras humildes, otras, bien soberbias. ¡Oh, qué bien agarrado me tiene con sus manos poderosas! Pero no me someto, y ésa es mi dicha. Le odio, y le persigo sin tregua noche y día. Él lo sabe, y me vigila. ¡Si algún día se descuidase!... ¡Con qué placer cortaría esta funesta comunicación que mi alma, que mi yo esencial mantiene con la oficina donde el déspota dicta sus órdenes! Quisiera ser libre, quisiera escapar a esos serviles emisarios suyos que se llaman nervios. Mientras ese momento llega, me esfuerzo en dominarlos. Los azoto con agua fría todas las mañanas, les envío oleadas de sangre roja por ver si los asfixio, y me desespero observando su increíble resistencia. Cuantos proyectos hermosos me trazo en la vida, tantos me desbaratan los indignos. He querido ser manso y humilde de corazón, y hasta pienso que empecé la carrera con buenos auspicios. Me pisaban los callos de los pies, y, en vez de soltar una fea interjección, sonreía dulcemente a mis verdugos; cuando alguno ensalzaba mis escritos, me confundía de rubor; sufría sin pestañear la lectura de un drama, si algún poeta era servido en propinármela; leía sin reirme las reseñas de las sesiones del Senado; ejecutaba, en fin, tales actos de abnegación y sacrificio, que me creía en el pináculo de la santidad. Mis ojos debían de brillar con el suave fulgor de los bienaventurados. Me sorprendía que tardara tanto en bajar un ángel a ponerme un nimbo sobre la cabeza y una vara de nardo en la mano.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuento de Pascua

Ángel de Estrada


Cuento


Después de muchos años, le veía en la Iglesia, de pie, á mi lado, y del fondo de mis recuerdos le evocaba cuidando á sus cabras entre los cercos del camino. Sus interjecciones violentas y sus dichos pintorescos, han quedado entre moreras y cinacinas con nuestros gritos de colegiales en libertad.

Me miraba sin conocerme, y estaba ya por hablarle, cuando empezaron los oficios. La Iglesia iba á bendecir el fuego y el incienso.

Las naves misteriosas con sus ventanas cerradas se poblaban poco á poco. Las sillas movidas con los reclinatorios encadenados; los vestidos con sus roces de sedas y percales; las oraciones y los semi-tonos del canto llano, llenaban de vida singular la media luz del ambiente.

Una voz de bajo profundo, entonó: In principio creavit Deus Cœlum et terram. El pueblo asistía al poema bíblico, animado por el espíritu de Díos, en la majestad del verbo profético.

Después las mujeres empezaron á revolverse para dar paso á la procesión. Los ministros adelantaban con la nueva luz, hacia la copa de mármol, fuente del agua de vida.

Brillaba el poder y la hermosura del amor infinito. El pozo de Jacob puede extinguirse, la suave Samaritana abandonarle, y si hay quien niegue el odre á los hijos de Nazaret: ¡qué importa!

Mas mi cabrero, ajeno á todo, se agitaba en un limbo. ¡Bella gracia para él, que los ángeles celebrasen en el cielo como los fieles, los misterios santos! Se hincaba, se ponía de pie y volvía á hincarse, rabioso por lo largo de todo, luciendo su alma de bruto en el rostro impasible.

Como un clamor vibrante estalló el ruego de las letanías; desfilaron los nombres seráficos capaces de volver los ojos á la miseria, y espiró el coro con el grito de una suprema esperanza.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bienaventuranza

Armando Palacio Valdés


Cuento


En la plaza de la villa se celebraba el mercado semanal los lunes. Allí se congregaban las campesinas de los contornos con sus cestas repletas de huevos y frutas y manteca. Gritaban las aldeanas ofreciendo sus mercancías, gritaban más alto aún las obreras y domésticas de la villa ofreciendo por ellas precios irrisorios, piaban las gallinas, gruñían los cerdos, mugían los terneros, relinchaban los potros. Todos estos ruidos envueltos llegaban hasta mí como un sordo rumor que me producía somnolencia.

Los lunes por la tarde no teníamos escuela a causa del mercado. El Municipio dejaba generosamente al maestro todo este tiempo para proveerse de comestibles. No necesitaba tanto.

En casa no querían que saliese a la calle, por miedo a los coches, a los borrachos, a las brujas, etc. Tampoco querían retenerme dentro de ella, porque molestaba con mis juegos ruidosos. Adoptábase un justo medio; me enviaban al almacén.

Era éste una vasta pieza vacía y polvorienta, con ventana abierta al soportal, pues la calle era de arcos, como otras muchas de la villa en que habitábamos. Prohibición absoluta de saltar por esta ventana al soportal. Llevaba, pues, mi pelota, mi peonza, mi escopeta de muelles, y me entretenía lo mejor posible en aquellas largas horas vespertinas. De vez en cuando me acercaba a la ventana, apoyaba los codos en el alféizar, y miraba cruzar a los transeuntes.

El único que me interesaba entre ellos era Nabor, mi amigo Nabor, un niño rechoncho y mofletudo que pasaba tristemente hacia su clase de latín con los libros bajo el brazo. Sólo tenía un año más que yo, y había asistido conmigo a la escuela hasta hacía poco tiempo; pero, debiendo partir en breve al Colegio de Artillería, sus padres le habían sacado de ella para que aprendiese latín, convencidos tal vez de que sin entender a Virgilio no dispararía jamás bien un cañón.


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Arturo Trailles

Ángel de Estrada


Cuento


Boceto

Desde el islote del lago, arborecido por un seto de palmeras, divisábase la inmensa mata de vegetación, que de los altos bordes parecía despeñarse sobre las hondas aguas.

El verde oscuro de magnolias y eucaliptus, alternaba con el claro y risueño de otras plantas y otros árboles. Así espesaban el aire aquí y le sutilizaban allá; y á una nube bogadora se la creía ya cerca del verde oscuro, como alejándose serena del verde claro.

Arturo Trailles, con la agilidad que infunde el baño, después de la noche, con el placer del cuerpo que se siente dueño de sí mismo, observaba esos efectos, distraido y alegre.

Encendió un cigarrillo; desvió los ojos y se entretuvo en agradables vagabundeos... La columna de agua de la gruta, lanzada con ímpetu, cayó con estruendo sobre las rocas.... Estrofas del Enoch Arden salieron de unos labios á confundirse con los insectos, que iban y venían entre las palmeras. Las plantas acuáticas, como para escuchar, erguían sus fibrosas conchas sobre los flexibles pedúnculos; los seibos se inclinaban con cierto pesar silencioso, esmaltados por sus flores de sangre.

Interrumpiendo la recitación, se preguntó Arturo: — ¿porqué digo estrofas de Tennyson? ¿Hay por ventura olas que evoquen el navío náufrago?

Entre las emanaciones del agua de la gruta, cruzaron reminiscencias de unas páginas de Taine. Así, Arturo, en vez de evocar al poeta, por el recuerdo de los parques que el maestro francés describe, le evocaba, al parecer, espontáneamente, como si una fuerza antigua no le hubiera puesto en su alma, fundido con esas perspectivas. Y pensó: — Oh! poder que descubres las más sutiles y secretas relaciones: ¿porqué naciste también en mí, si habías de morir sin forma?

Pero estaba alegre: no quería reflexiones, y se puso á observar los bordes del lago. ¿Con qué podía aún embellecerle?


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Arte Arcaico

Armando Palacio Valdés


Cuento


¿Por qué hablaban los espíritus libres del Arte? ¿Hay arte posible arrancando al artista la noción del bien y del mal? Si se exceptúan tal vez la escultura, las artes todas tienen por base esas telas de araña que se llaman Dios, alma, bien, verdad. La arquitectura sin religión no sería arte bella, sino de pura utilidad, una arquitectura de castor. La música, si quedase plenamente demostrado que no existe más mundo que el de los fenómenos, si no despertase en nuestra alma dulces y vagos presentimientos de otra patria, ¿ejercería encanto alguno? Una vez persuadidos, absolutamente persuadidos de que su influencia es puramente fisiológica, que no tiene otra finalidad que la de activar las funciones vitales por medio del ritmo, acelerando la digestión o la circulación de la sangre, huiríamos como de un veneno de la música de Beethoven. Buscaríamos algún wals de Strauss o un pasodoble de Chueca a título solamente de licor estomacal.

Y si consideramos el arte por excelencia, el arte de la poesía, no hallaremos en todas sus manifestaciones más que esa lucha profunda, desesperada, trágica y cómica a la vez, entre los ciegos apetitos de nuestra naturaleza animal y las aspiraciones elevadas de nuestro ser espiritual.


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La Mascarada de Howe

Nathaniel Hawthorne


Cuento


Vagando por la calle de Wáshington una tarde del verano pasado, atrajo mis miradas una muestra de hotel que asomaba de un estrecho zaguán abovedado casi en frente de la antigua iglesia del Sur. La muestra representaba la fachada de un soberbio edificio designado con el nombre de “Antigua Casa Provincial, al cuidado de Thomas Waite.” Me sentí satisfecho de recordar así el propósito, que abrigaba largo tiempo, de visitar y recorrer la mansión de los antiguos gobernadores reales de Massachusetts; y penetrando en el pasillo abovedado que se extendía en medio de una hilera de tiendas de ladrillo, unos cuantos pasos me transportaron desde el bullicioso centro del moderno Boston hasta un patiocillo pequeño y silencioso. Un lado de este espacio estaba ocupado por la fachada cuadrada de la casa provincial, de tres pisos, y coronada de una cúpula en cuya cima podía distinguirse un indio dorado, con su arco tendido y una flecha en la cuerda, apuntando al gallo de la veleta colocada en el chapitel de la Iglesia del Sur. Esta figura conservaba la misma actitud hacía setenta años o quizá más, desde el tiempo en que el buen decano Drowne, un diestro escultor en maderas, la colocó por primera vez en su larga vigilia de centinela sobre la ciudad.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Abeja

Armando Palacio Valdés


Cuento


Periódico científico y literario

No muchos días después de haber llegado a Madrid con el fin de seguir la carrera de leyes, fui invitado por uno de mis condiscípulos para entrar en cierta Academia o Ateneo escolar, donde algunos jóvenes estudiosos se adiestraban en el arte de la elocuencia. Acepté con gusto la oferta; asistí algunos jueves a la sesión, y vencida la timidez natural del provinciano, llegué a intervenir en algún debate, si no con éxito lisonjero, por lo menos con la tolerancia benévola de mis consocios.

A los tres o cuatro meses de instituida aquella sabia y nobilísima Sociedad, comprendimos la urgencia de tener un órgano en la prensa, y resolvimos incontinenti fundarlo. Había de ser semanal y titularse La Abeja. Al efecto, vaciamos los bolsillos en manos del presidente (director nato del periódico) y nos pusimos de todo en todo a sus órdenes. La redacción se constituyó en el mismo local del Ateneo, que era el cuarto de estudio de uno de nuestros compañeros; una habitación aguardillada, donde los sábados se aplanchaba la ropa de la casa, no pudiendo por lo mismo reunirnos en este día.

Discutiose ampliamente el reglamento y se nombró administrador y redactor en jefe. Yo quedé de simple redactor, pero encargado además de entenderme con el impresor y corregir las segundas pruebas.

Al cabo de un mes de idas y venidas y no pocos trabajos, salió a luz La Abeja, que llevaba entre otros un artículo mío histórico acerca de Felipe II. Este artículo en que se defendía la política del monarca español y se vindicaba su nombre, consiguió llamar la atención de las familias de los redactores y me valió no pocas enhorabuenas.


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La Guerra Civil

Antonio de Trueba


Cuento


I

Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.

—¿Qué es guerra?— había preguntado a mi madre.

Y ésta me había contestado:

—Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es matarse los hombres unos a otros.

—Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie, y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra.

Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.

Este proceder de mi madre, que al parecer no podía influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de fieras.

Los chicos de la aldea me acusaban de collón, viendo, por ejemplo, que cuando se mataba el cerdo en casa, en vez de hacer lo que en tal caso hacían ellos, que era ayudar a sujetar las patas del pobre animal sobre el banco en que se le tendía para meterle el cuchillo, o encargarse de la faena de revolver con un palo la sangre que iba cayendo en la caldera, yo me escapaba de casa al castañar inmediato y allí me estaba llorando y tapándome los oídos para no oír los dolorosos gruñidos del cerdo, y no volvía hasta que éste había dejado de padecer, fausta nueva que me daba el humo del helecho o de la paja con que se le chamuscaba en la portalada.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Genio y Figura

Felipe Trigo


Cuento


El triunfo del autor iba siendo evidente. Pero un triunfo de sumisión, que tenía algo de espantoso, como el del domador en la jaula de las fieras. El teatro parecía contener una sola alma anhelosa y vencida, que quitaba a los cuerpos la sensación de ahogo en aquel aire de polvillo de luz, impregnado de sudor y esencias, a cuyo través, y contrastando con la obscura e informe aglomeración de cabezas en el patio y los anfiteatros, se veían los escotes y los trajes claros en las explosiones brillantes de las cornucopias eléctricas, llenos de flores y destellos, con abanicos que los brazos desnudos movían en silencio, como guirnalda de mariposas.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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