Textos más populares este mes etiquetados como Cuento publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 3

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etiqueta: Cuento fecha: 26-10-2020


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Por Ahí

Felipe Trigo


Cuento


¿Domingo?

Caramba, día de divertirse.

¡Cuánta gente! Todos suben, se alejan del centro. Yo me acerco, al revés.

Encontrarme desde mi casa en el Retiro, a los quince metros, no tiene lance de paseo.

Sol hermoso; coches y tranvías atestados; Espartero dominando la calle desde su caballo de bronce.

—¡Adiós, general!

Es muy amable este Espartero, con su sombrero en la mano, eternamente saludando a la acera derecha, desde donde nadie le responde. Líbreme Dios de pasar sin corresponder finamente al saludo, y los demás que hagan lo que gusten.

Y vengamos a cuentas, para no andar en balde: ¿adonde iré? Hay que pensarlo sobre la marcha, entre pisotón y codazo.

Dinero no falta, en buena hora lo diga, si no para comprar un reino, con el que quizás no sabría qué hacer, para comprar media docena de mujeres, que bien sabré qué hacer con ellas.

Pero tal vez lo sé demasiado.

La tarde es larga, la vida imposible. Reflexionando, principalmente. Algo, pues; necesito algo que me distraiga; y estoy en la corte, donde dicen que sobran las diversiones.

En la plaza gran atracción. Un toro y un elefante. Iría, pero luego no resulta ninguna de las barbaridades prometidas. ¿Fieras contra fieras? ¿Tigres, toros, leones y elefantes? Bah, para atrocidades los hombres, y ya los veo por la calle... y ya me ven.

¡La Cibeles!

Decididamente, me son simpáticos estos caballos de bronce y estas virtudes de mármol.

Allá, por las baldosas de Recoletos, desfila un cordón de gente. Sombreros monumentales, flores, niñas en situación, tal cual levita...; los de a pie, dándoselas de aristócratas desmontados, los de a caballo mirando a los landós, y los landós al trote. El éxito de la tarde es un cab tirado por once perros de Terranova.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Receta

Felipe Trigo


Cuento


Terminada la consulta, pude entrar en el despacho, donde mi buen amigo el doctor se ponía el abrigo y el sombrero, para nuestro habitual paseo; pero el criado entreabrió la puerta.

—¿Más enfermos? ¡Estoy harto! Que vuelvan mañana.

—Traen esta tarjeta—contestó el criado, entregándola.

Y debía ser decisiva, porque Leandro la tiró sobre la mesa, volvió a quitarse el gabán y gritó malhumorado:

—Que pasen.

Dirigiéndose a mí, que me disponía a dejarle solo, añadió:

—No; espera ahí, tras el biombo. Concluiré a escape.

El biombo ocultaba un ancho sillón de reconocimiento. Me senté y saqué un periódico, viendo que el concienzudo médico alargaba la visita, a pesar de su promesa.

Eran señoras.

Con ellas había inundado el despacho un fuerte olor a floramy que se sobrepuso al del ácido fénico. Sus voces bien timbradas me distraían, y no pudiendo leer, escuché.

—Doctor, mi hija está cada día más delgada, sin saber por qué. Come poco, duerme mal y va quedándose blanca como la cera. Se cansa, se cansa esta niña, que era antes infatigable. Reconózcala bien, y dígame con claridad lo que padece. Estoy dispuesta a seguir un plan con el rigor necesario...

—¿Qué edad tiene usted?

—Veintitrés años—replicó tímida la joven.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retiro de Madrid

Armando Palacio Valdés


Cuento


I. Mañanas de junio y julio

Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid durante el mes de Junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas según las edades y los países, mas en el fondo siempre es idéntico.

Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al restaurant del Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes palabras: «¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre, señorito!» Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo en los pantalones.

El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Lloviendo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Cuando salí de casa recibí la desagradable sorpresa de ver que estaba lloviendo. Había dejado al sol pavoneándose en el azul del cielo, envolviendo a la ciudad en una esplendorosa caricia de padre... ¡Quién había de sospechar!...

En un instante desgarraron mi alma muchedumbre de ideas extrañas; la duda se alojó en mi espíritu atormentado. ¿Subiría por el paraguas? En aquella sazón mi paraguas ocupaba una de las más altas posiciones de Madrid: se encontraba en un piso tercero, con entresuelo y primero. Arranquémosle la careta: era un piso quinto.

Las escaleras me fatigan casi tanto como los dramas históricos: a veces prefiero escuchar una producción de Catalina o Sánchez de Castro, con reyes visigodos y todo, a subir a un cuarto segundo. Me hallaba en una de estas ocasiones. La verdad es que llovía sin gran aparato, pero de un modo respetable. Los transeúntes pasaban ligeros por delante de mí, bien guarecidos debajo de sus paraguas. Alguno que no le llevaba, vino a buscar techo a mi lado. Todavía aguardé unos instantes presa de horrible incertidumbre. Dí algunos paseos en el portal y eché todos los cálculos que un hombre serio tiene el deber de echar en tales ocasiones. De un lado, del lado de la calle, la consiguiente mojadura; del lado de la escalera, la fatiga consiguiente. Por otra parte, los amigos estarían ya reunidos en el café despellejando a alguno, ¡tal vez a mí! Además, el café, según los datos que me ha suministrado una persona muy versada en estas cosas, debe tomarse inmediatamente (cuidado con ello) inmediatamente después de las comidas. Al fin adopté una resolución violentísima. Me remangué los pantalones y salí a la calle.


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Los Amores de Clotilde

Armando Palacio Valdés


Cuento


En el cuarto de Clotilde, primera actriz de uno de los teatros más importantes de la capital, se reúnen todas las noches hasta media docena de amigos. La tertulia dura casi siempre tanto como la representación; pero tiene algunos paréntesis. Cuando la actriz necesita cambiar de traje se dirige a sus tertulios con sonrisa graciosa y ojos suplicantes:

—Señores, ¿me dejan ustedes un momentito?... un momentito nada más.

Todos se van al saloncillo y aguardan con paciencia: me he equivocado, no todos, porque el más joven de ellos, que estudia hace tres años el doctorado de medicina, aprovecha la ocasión y va a dar una vuelta por los bastidores a estirar un poco las piernas y a pescar algún beso descarriado. Pero en fin, la mayoría espera paseando o sentada a que Clotilde entreabra la puerta y asomando su cabeza de reina o de villana, según el papel que va a representar, les grite:

—Adelante, caballeros... ¿He tardado mucho?

Para D. Jerónimo siempre. Es el último que sale refunfuñando y el primero que entra en el cuarto. No acaba de transigir con esta púdica costumbre: y aunque no se atreva a expresarlo, allá en el fondo de su pensamiento encuentra poco cortés que se le eche de su asiento para que aquella mocosita se vista: ¡a él que hace treinta años pasa la vida entre bastidores y ha sido el íntimo de todas las actrices y actores antiguos y modernos!


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Arte Arcaico

Armando Palacio Valdés


Cuento


¿Por qué hablaban los espíritus libres del Arte? ¿Hay arte posible arrancando al artista la noción del bien y del mal? Si se exceptúan tal vez la escultura, las artes todas tienen por base esas telas de araña que se llaman Dios, alma, bien, verdad. La arquitectura sin religión no sería arte bella, sino de pura utilidad, una arquitectura de castor. La música, si quedase plenamente demostrado que no existe más mundo que el de los fenómenos, si no despertase en nuestra alma dulces y vagos presentimientos de otra patria, ¿ejercería encanto alguno? Una vez persuadidos, absolutamente persuadidos de que su influencia es puramente fisiológica, que no tiene otra finalidad que la de activar las funciones vitales por medio del ritmo, acelerando la digestión o la circulación de la sangre, huiríamos como de un veneno de la música de Beethoven. Buscaríamos algún wals de Strauss o un pasodoble de Chueca a título solamente de licor estomacal.

Y si consideramos el arte por excelencia, el arte de la poesía, no hallaremos en todas sus manifestaciones más que esa lucha profunda, desesperada, trágica y cómica a la vez, entre los ciegos apetitos de nuestra naturaleza animal y las aspiraciones elevadas de nuestro ser espiritual.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Parecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la entablamos en aquella especie de senadillo de gentes al par desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas a un tiempo atractivos e insolubles; y siempre —aunque no escaseaban las disertaciones— quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire, chiste y garabato, o el arte del tocador, o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia… Y el original de Donato Abréu, que solía escuchar callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:

—La belleza no es nada.

Acostumbrados a sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y fue así:

—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca a los presentes una oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, adorno… Todo eso estaba en nuestra retina… , y en ninguna parte más.

—¡Vaya una gracia! —exclamamos—. Si empieza usted por dejarnos ciegos…

—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, ¿supongo que se trata de la belleza femenil?

—¡Ah pícaro! —protestó el escultor—. ¡Se refugia usted ahí… , porque es donde menor refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale cegarnos. Acuérdese usted de aquel que, privado de la vista, admiraba con las yemas de los dedos el torso de una estatua griega…


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El Recuerdo

Felipe Trigo


Cuento


No había andado Juana la mitad del camino hacia la viña, con un cesto de mimbres al cuadril, cuando entre las encinas de la sierra se presentó Chuco de sopetón, diciendo:

—Mía tú, Reina, vengo escapao porque te vide llegar desde las pizarreras donde tengo la cabrá. Te quió decir una cosa. Mañana ya sabes que me voy a la ziudá, a la melicia; pues, vélaqui lo que traigo.

Chuco entregó un papel a su novia.

—¡Calla! ¿Y quién este santo...? ¡Eres tú!—exclamó ella admirada.

—Y toas qu’es verdá... Y que ma retratao el señorito ese, amigo del amo, ca venío de temporá al cortijo. Le trompecé ayer tarde en la ermita, pintando toa la fachá y toos los árboles y too... Liamos un cigarro, y aluego dijo que quería retratarme; yo le dije que bueno; me puso el garrote asina, como estás viendo ahí, y en menos de na, que toma, que deja, que raya p’arriba que raya p’abajo, ya tenía too el muñeco formao. Iba a largarse, después de parlar un rato, cuando, sin saber por qué, me acordé de ti. ¿Por qué no me había de hacer otro retrato pa ti...? Se lo dije lo mesmo que lo pensaba, y él, que debe ser mu largo, se echó a reir y lo hizo en seguía. Ese es, Reina, pa que lo guardes mientras ando yo por esos mundos... Pues, bueno; yo no he dormío ni migaja en toa la noche pensando al respetive qu’es menester que tú me des tamíen un retrato.

—Y yo... ¿cómo?—preguntó Juana dejando de mirar el de Chuco.

—Escucha, asina: vete en cuatro brincos a la alamea de la Tabla Grande del río, que allí se paró don Luis hace un poco, al salir el sol, y apreparó los chismes como pa pintar el molinillo, y amáñate pa ve cómo pué retratate. Anda, Reina; no me voy a se sordao si al llevaros esta noche la jarra de leche no me le tienes... ¿Lo oyes? ¡Que se me ha metió en la chola, y no me voy aunque sepa dar en un presillo!


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Luzbel

Felipe Trigo


Cuento


Entre los invitados al estudio de Rangel con motivo de su última obra, estaban Jacinta Júver, una arrogante dama de ojos garzos, muy aficionada a la pintura, casi una artista, y su esposo, el señor La Riva, hombre que, según decía, desde hortera con sabañones, supo caer en marqués con gabán de pieles, sin más que saltarse limpia y oportunamente el mostrador de un comercio.

Habían desfilado los demás visitantes y quedaban estos dos; intranquilo él porque se le hacía tarde para el Senado, y la bella marquesa ante el lienzo absorta cada vez más, examinándolo a través de sus impertinentes y celebrando los detalles con el pintor en voluble charla. Era un panneau decorativo: el arcángel maldito, caído bajo un cielo de tempestad sobre una roca; Luzbel, con la túnica y el cabello rubio azotados por el vendaval, con el codo en la rodilla y la sien en el dorso de la mano, resplandecía aún de divinidad, en la hierática rigidez de su soberbia, como el ascua que en su propia ceniza se va apagando.

Hubo necesidad de explicarle este simbolismo al banquero, que se acercaba nuevamente, después de entretener su impaciencia con estatuas y desnudos. Y como su mujer, con cierta coquetería intelectual delante del artista, le señalaba los grandes aciertos de color y de dibujo, aquellas líneas onduladas de visión de ensueño, y aquellos tonos suaves que velaban la figura con neblinas de lo fantástico, harto La Riva de escuchar, exclamó:

—¡Hermoso! ¡Magnífico!

Añadió con franqueza mientras limpiaba los lentes:

—De todos modos... ¡yo no entiendo!, pero si es ángel, ¿por qué no ponerle alas?


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Jugar con el Fuego

Felipe Trigo


Cuento


Pasaba por Madrid, donde veinticuatro horas debía detenerse, con dirección a Tánger, León Demarsay, un diplomático con quien yo había intimado en Manila, hombre de gran corazón y excelente tirador de armas. Por mí advertidos de esas prendas del joven, quisieron algunos amigos míos conocerle, y le invitamos a un almuerzo, para cuyo final teníamos preparadas las panoplias.

Servido el café en el salón, Pablo Mora, que presume de floretista, le brindó el azúcar con la mano izquierda y con la derecha un par de espadas.

—Gracias—contestó León sonriéndome con dulzura al comprender que defraudaba nuestras esperanzas—. Hace mucho que abandoné estas cosas. No sé. Completamente olvidadas.

Y luego, defendiéndose de nuestra insistencia, y para que no creyéramos falta de cortesía o fatuo desdén de maestro su negativa, añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:

—Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.

Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.

—¡Nada!—exclamó al fin Demarsay—. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida...! Pero los hombres—añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad—somos un poco más crueles que las mujeres.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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