Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 26-10-2020


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Desquite

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la mala ventura de no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una palabra cariñosa; en cambio, había aguantado innumerables torniscones, sufrido continuas burlas y desprecios y recibido el apodo de Fenómeno; a los diecisiete se escapaba de su casa y, aprovechando lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó llegar a ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, aplaudido, olvidaba su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de balsámicos laureles. La edad viril —¿pueden llamarse así a los treinta años de un escuerzo?— disipó estas quimeras de la juventud. Trifón Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no escogidos; de los que ven tan cercana la tierra de promisión, pero no llegan nunca a pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó a no pasar nunca de maestro de música a domicilio, tuvo un ataque de ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A París

Carlos Gagini


Cuento


Toda familia en la que el marido se complace con su mujer y la mujer con el marido, tiene asegurada para siempre su felicidad.
(Código de Manú, libro v).
 

Los contornos de árboles y edificios se esfumaban en la niebla de aquella melancólica tarde de Octubre. Los coches parados en frente del andén parecían restos informes de embarcaciones sumergidas en un mar de almidón. Bajo la ahumada galería de la Estación del Atlántico conversaban varias personas, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el Este, cual, si quisiesen traspasar con sus impacientes miradas la vaporosa cortina que interceptaba la vía.

—Las cinco y cuarto, y todavía no se oye el tren— dijo un joven moreno y simpático, retorciéndose el bigotillo negro con esa vivacidad peculiar de los hombres de negocios.

¿Habrá ocurrido otro derrumbamiento en las Lomas?

—No, respondió un caballero de patillas grises, pulcramente vestido: acaba de decirme el telegrafista que el tren salió ya de Cartago. No debe tardar.

Y como si estas palabras hubieran sido una evocación, resonó ya cercano el prolongado silbido de la locomotora, y un minuto después la panzuda y negra máquina hacía trepidar el suelo, atronando la galería con sus resoplidos y con el rechinar de sus potentes miembros de acero. El tren se detuvo. Un torrente de viajeros se precipitó de los vagones: excursionistas con morrales y escopetas; negros y negras con cestas llenas de pifias o bananos; jornaleros flacos y amarillentos que volvían a sus casas, carcomidos por las fiebres de Matina; turistas recién llegados, en cuyas valijas habían pegado sus marbetes azules, blancos o rosados todas las compañías de vapores o de ferrocarriles; marineros que venían a la capital a olvidar siquiera por un día el penoso servicio de a bordo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Tesoro de Coco

Carlos Gagini


Cuento


(Publicado en el n.° 1983 de El Pacifico, del 26 de agosto de 1911).
 

Señor Redactor de El Pacífico:

Al retiro en donde vivo hace más de un año, olvidado de Dios y de los hombres, ha llegado el rumor de que se proyecta una expedición a la Isla del Coco para buscar el tesoro enterrado por los piratas. Ésta noticia me obliga a revelar un secreto que había pensado llevar conmigo al sepulcro. Helo aquí, señor Redactor: el tesoro fué encontrado el 3 de mayo de 1910 por dos individuos: uno de ellos es el que esto escribe; en cuanto al nombre del otro me lo reservo por razones que expondré más adelante. En Marzo de ese año me encontraba yo en la vega del río Jesús María excavando sepulturas de indios, y ya había recogido buena cantidad de cacharros, hachuelas e ídolos de piedra, cuando una mañana mis dos peones desenterraron un esqueleto que por su tamaño y por la forma del cráneo no parecía pertenecer a la raza indígena. Sorprendido por el hallazgo hice remover cuidadosamente la tierra de la sepultura y apareció una daga muy oxidada y luego un tubito de hojalata bien conservado.

Dentro de él encontré un pedazo de pergamino amarillento, como de dos decímetros cuadrados, sobre el cual estaba dibujado un mapa. Era el contorno de una isla, trazado con tinta azul, sin detalles ni más nombre que el de Wafer en la parte inferior y una calavera en el ángulo superior izquierdo. Debajo del mapa estaba escrito en tinta roja: h. boulder, 150 y N. 10 y E.; y luego estos tres nombres en columna: Wilson, Danbury, Mortimer.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Viajero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.

Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:

—¿Quién llama?

Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:

—Un viajero.

Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sirena

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre atendió a su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres y vivarachos, y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo; y no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó a sus vástagos avisos morales, sabios y rectos, y los puso en guardia contra las asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuan atentamente la oían y cómo fruncían plácidamente el hociquillo en señal de gustosa aprobación.

Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban tan formales porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la madriguera, los cobijaba a maravilla, y era abrigada en invierno y fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil.

Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba a desear sacar el hocico, a soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado que al pie del árbol se extendía alegre e incitante, esmaltado de varias flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse a decirlo en voz alta, de puro miedo, a su madre. Un día que se le escapó alguna señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas a hablar de salir al prado».


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Muerte de un Vertebrado

Armando Palacio Valdés


Cuento


Más de una vez me acaeció despertar, tras un corto sueño durante el día, tan sorprendido de mi existencia como si realmente naciese en aquel instante.

«¿Qué es esto, qué es esto? ¿Qué soy yo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué es el mundo?», me preguntaba estremecido. Tan grande era mi estupefacción, que me costaba trabajo el no romper en gritos de terror y admiración. El velo de lo infinito temblaba delante de mí como si fuera a descorrerse. Un relámpago iluminaba el misterio. Mi alma en aquel instante no creía más que en sí misma; pensaba vivir en el seno del Todo; no se daba cuenta de que ya estaba desprendida, y rodaba como una hoja que el huracán arrastra. «Estas formas que veo—me decía—son extrañas a mi ser; yo no pertenezco a ellas, ni ellas a mí. ¿Será verdad que mi alma sueña los cuerpos?» La muerte me parecía tan inconcebible como la nada. El relámpago descubría un horizonte indeciso, inmenso, azulado. En los confines lucía una aurora. «Mi sitio está allí: allí quiero ir. ¿Pero mis ojos podrán recibir los rayos de ese sol cuando se levante?»

Aquel despertar antojábaseme un sueño, y apetecía dormir para despertar realmente. Sí; quería despertar para comprender, para vivir; quería romper los muros de mi propio ser y asomarme a lo eterno. ¡Cómo reía el espíritu en aquel momento del protoplasma, la generatio spontanea, la teoría celular, la evolución, y de todas las demás explicaciones que se han dado de lo inexplicable!

Vivimos sobre una pequeña hoja como el gusano, la recorremos lentamente, descubrimos sus pequeñas vetas, que nos parecen caminos maravillosos; pensamos conocer los secretos del Universo porque conocemos sus partes blandas y duras. Llega el relámpago, y los ojos, aterrados, descubren la miseria de nuestra ciencia. ¡Oh pequeña hoja del saber humano, cuán pequeña eres!


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Atenea

Ignacio Manuel Altamirano


Cuento


I

…Tas! Esto es lo que siento en torno mío, y también es lo que siento dentro de mí. Ningún asilo podría convenir más a mi espíritu en el que ha cerrado ya la noche de la desesperación. Si hubiese ido para ocultar mis penas y apurar el amargo cáliz de mi dolor, a buscar un abrigo en la soledad de mis bosques americanos, allí no habría encontrado el reflejo de mi alma, porque en ellos rebosa la vida de la virgen naturaleza, porque sobre ellos se mece la Fortuna con las promesas del porvenir, porque el seno de esa tierra parece estremecerse con los ruidos tumultuosos del trabajo y de la lucha, mientras que aquí en Venecia, sólo se siente el aliento de la agonía, y el Destino se ha alejado, hace tiempo, con fatigado vuelo, de la predilecta de sus amores. No: la América no es el desierto en que deseo vivir los negros días de marasmo y de tedio que no me atrevo a abreviar todavía, porque lo creo inútil, convencido de que son ya pocos.

¡Venecia! ¡Venecia es la ruina y el sepulcro! Aquí encuentro los vastos palacios con las apariencias de la vida y que no son más que mausoleos; en ellos puedo meditar y agonizar, reclinando mi frente enferma, en cualquiera de esas ojivas de mármol en las que parece reinar el genio del silencio y de la muerte.

II

Venecia, mayo 16.

…Y sin embargo, ¡cuán hermosa es todavía esta antigua señora del mar! Paréceme una reina destronada, envejecida, triste y pobre, pero que conserva en su desamparo y en su miseria todos los caracteres de su majestad nativa y todos los reflejos de su belleza inmortal.


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Tragaldabas

Antonio de Trueba


Cuento


I

Lesmes era pastor, aunque su nombre no lo haría sospechar a nadie, pues todo el que haya leido algo de pastores en los autores más clásicos y autorizados, sabe que se llamaban todos Nemorosos, Silvanos, Batilos, etc.

Si el nombre de Lesmes nada tiene de pastoril, menos aún tiene la persona; pues es sabido que todos los pastores como Dios manda, son guapos, limpios, discretos, músicos, cantores, poetas y enamorados, y Lesmes podía apostárselas al más pintado a feo, puerco, tonto, torpejón para la música, el canto y la poesía, y el amor estomacal era el único que le desvelaba.

Lesmes tenía, sin embargo, algo de pastor, aparte, por supuesto, de lo de guardar ganado: era curandero. Nadie ignora que la flor y nata de los curanderos sale del gremio pastoril.

La voz del pueblo, que dicen es voz de Dios, aseguraba que Lesmes triunfaba de todas las enfermedades; pero yo tengo una razón muy poderosa para creer que la voz del pueblo mentía como una bellaca, y, por consiguiente, no es tal voz de Dios ni tal calabaza. Lesmes padecía una terrible hambre canina, a la que debía el apodo de Tragaldabas con que era conocido, y toda su ciencia no había logrado triunfar de aquella enfermedad.

Un invierno atacó no sé qué enfermedad al rebalo de Lesmes, y en poco tiempo no le quedó una res. Esta desgracia fue doble para el pobre Tragaldabas, porque al perder el ganado perdió la numerosa clientela de enfermos, que le daba, sino para matar el hambre, al menos para debilitarla. El pueblo, que acudía a él en sus dolencias, dijo con muchísima razón: «si Tragaldabas no entiende la enfermedad de las bestias, es inútil que acudamos a él». Y dicho y hecho: ya ningún enfermo acudió a consultar a Tragaldabas desde que se supo que éste no acertaba con el mal de las bestias.


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La Madrastra

Antonio de Trueba


Cuento


I

— ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! ¡Que he de acabar contigo!

— ¡Ay, ay, ay, yo mío! ¡Perdón, mamá, yo teré bueno!

— ¿Qué tienes, amor mío? Tus dulces ojos se llenan de lágrimas, y tus mejillas de azucena y rosa toman el tinto carmesí de los claveles.

— ¡Cómo no sentir el rostro encendido de indignación y los ojos arrasados en lágrimas al ver tratar tan cruelmente a ese inocente niño!

— Tienes razón, purísimo numen de mis cuentos.

— Esa mujer tiene entrañas de fiera y no de madre.

— ¡Madre! No profanemos este santo nombre, suponiendo que esa mujer le lleva. La que así maltrata a un ángel de Dios, no puede ser madre: las que lo son, pueden maltratar a sus hijos de palabras, pero de obra no los maltratan jamás. Oye, amor mío, oye.

— Mis hermanos y yo nos llegábamos muchas veces a mi padre haciendo pucheritos.

— ¿Qué es eso? — nos preguntaba mi padre.

— ¡Gem!, ¡Gem! ¡Que madre nos ha pegado! — le contestábamos.

¡Pobrecitos! — nos decía mi padre sonriendo— ¿A ver, a ver cuantos huesos os ha roto?

Mi madre, que lo oía desde allá dentro, exclamaba:

— ¡Los he de matar! ¡Los he de matar!

— Sí, sí — decía mi padre por lo bajo— , latigazo de madre, que ni hueso quebranta ni saca sangre.

Estos recuerdos me hacen pensar muchas veces en las madres matonas, que son todas las que tienen hijos.

¡Ah, sí! Las madres matan... la mejor gallina del gallinero para hacer un buen caldo a sus hijos en cuanto a éstos duele un poco la cabeza.

¡Pobres madres! ¡Santas madres, que para el mal no tenéis más que lengua, y para el bien tenéis manos, y alma, y corazón, y vida, y aun esto os parece poco!

Verás hasta dónde llega la maldad de las madres.

— ¡Pícaro, bribón, que tú me has de quitar la vida!

— Déjele usted vecina, que ya sabemos lo que son niños.


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Delincuente Honrado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes —nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.


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