Según avanzaban las
horas del fosco día de diciembre, tasada su mísera luz por los turbios
vidrios de la venta que pretendía iluminar la guardilla, aumentaba el
sufrimiento de la mujer. Había instantes en que pensaba morir —y aún lo
deseaba— con la fuerza del dolor que atarazaba sus fibras. El marido no
estaba allí; había desaparecido una mañana, no se sabía hacia dónde,
aunque se suponía que a América, no tanto en busca de trabajo, que aquí
no le faltaba, sino de libertad y vicios, dejando a su esposa como se
deja la copa agotada sobre el mostrador de la taberna. Y ella, la
mísera, que no sabía oficio alguno, que venía en derechura del campo
cuando se casó, allí se había quedado, sin más amparo que el de la
caridad; pues ni aun en el servicio doméstico más humilde la admitirían
en el estado en que se encontraba.
Y con todo esto, sola, pobre, abandonada, retorciéndose de
sufrimiento y de tortura, la mujer sentía por momentos que se estremecía
de esperanza y de gozo. Andrajo de humanidad tirado en un rincón,
olvidado, barrido, por decirlo así, de entre sus semejantes, la infeliz
iba a dar vida, a producir, por el desgarramiento de sus entrañas, un
nuevo ser. ¡Y sus pensamientos volaban, volaban hacia lo más alto, en un
vértigo de esperanza ambiciosa! Oía, según iba cayendo la noche, el
chirrido de las chicharras, el estridente himno de las cornetas, el
silbo de los pitos, el rasgueo de los guitarros, y pensaba,
enorgullecida, que todo aquel alborozo era por un Niño, por un Niño como
el que ella iba a traer al mundo. No calculaba la diferencia de
significación espiritual; de eso, ¿qué entendía ella, la cuitada? Veía
otro Niño regordete, colorado, con pelusa en el cráneo, con un
corpezuelo hecho a torno; otro Niño como el del pesebre, con una risa
tempranera y una gracia candorosa al buscar el seno de la madre…
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