Textos mejor valorados etiquetados como Cuento publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 27-02-2021


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Implacable Kronos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Sin una hora de descanso y recreo, sin un minuto que perteneciese al gusto y al solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra —al fin, la ostra no trabaja—, sino como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz, calor solar y entreabiertas flores.

Resuelto a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los años. Sólo cuando se encontró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no había disfrutado miaja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la existencia. «He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de melancolía. «Esto no puede quedar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un racional. Es preciso que yo me case, que tenga familia y pruebe sus alegrías y sus expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho…, tanto como me gusta Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Rival

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—La única mujer que me ha trastornado inspirándome algo espiritual, algo dominador —dijo Tresmes evocando uno de sus recuerdos de galanteador incorregible—, ni era bonita, ni elegante, ni descendía del Cid… Por no ser nada, tengo para mí que ni aun era «virtuosa», en el sentido usual de la palabra. Para mí, virtuosa fue, o dígase inexpugnable; y acaso sea ésa la verdadera razón de mi sinrazón, porque, créanlo ustedes, estuve loco.

Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el caso que otra mujer, Marcela Fuentehonda… ¿No os acordáis? ¡Fue tan público aquello! Sí, Celita, mi prima, a la sazón mi «doña Perpetua» (ya íbamos cansándonos de constancia, preciso es decirlo en elogio de los dos), un día en que nos aburríamos más de la cuenta y temblábamos ante la perspectiva de pasarnos la tarde entera poniendo bostezos de a cuarta entre un «paloma» y un «mía», me propuso lo que acepté inmediatamente: ir a consultar a una adivina, sonámbula o qué sé yo, recién llegada a París. Dicho y hecho; nos embutimos en un simón —a esas cosas no se suele ir en coche propio—, llegamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatídico que recuerda la Inquisición, subimos una escalera destartalada y entramos en una salita con muebles antiguos, de empalidecido damasco carmesí…

—¿Y cómo es que una hechicera parisiense se había metido en tal tugurio? —preguntamos al vizconde.

—¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero, para mayor misterio, consultaba en aquella casa, que desde tiempo inmemorial habitaban las brujas de Madrid. Sí, es una morada —lo averigüé entonces— donde nunca falta quien eche las cartas y practique los ritos quirománticos.

Soltamos la carcajada, sin que Tresmes uniese su risa a la nuestra, de un superficial escepticismo.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Buen Callar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No tenían más hijo que aquél los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.

—Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma —advertía a su hijo el duque—. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe —solía añadir.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Tetrarca en la Aldea

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hay conversaciones que desde que el mundo es mundo se suscitaron y se suscitarán, y que tiene un desarrollo ya previsto, pudiéndose vaticinar de antemano las vulgaridades que han de decirse sobre la materia, porque de tiempo inmemorial vienen repitiéndose y rebatiéndose los mismos argumentos.

Posee este género de conversaciones la propiedad de inspirar frases enfáticas, de falsear la naturaleza, imponiendo la ostentación de sentimientos convencionales; y de aquí su eterna monotonía, porque si el hombre verdadero siente con infinita variedad y riqueza de matices, el hombre artificial, modelado por las preocupaciones, marcha en línea recta, con movimiento automático.

Una de estas pláticas a que aludo es la línea de conducta del marido con la mujer infiel… ¡Qué de resoluciones trágicas, qué de energías, qué de majestuosa altivez muestran entonces los hombres! Cada quisque puede dar lecciones de dignidad a Otelo: el médico aquel de la sangría suelta se queda tamañito. Sin embargo —así como la observación positiva del desafío demuestra la gran superioridad numérica de los prudentes, la observación, también positiva, del conflicto conyugal revela que esas vengativas terriblezas son un derroche de voluntad al alcance de muy contadas fortunas. La resignación es la nota más común, sobre todo la resignación teñida de color de indiferencia o ignorancia.

—Lo que escasea —me decía un amigo aficionado a indagar historias— es la resignación envuelta en ingeniosa ironía, y voy a contarle a usted un caso característico, por haber ocurrido entre gente aldeana, pero gente aldeana de aquella terra nuestra, donde cada labriego es un sutil diplomático en ciernes.


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El Pinar del Tío Ambrosio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al volver de examinar la diminuta heredad que le daban en garantía de un préstamo al 60 por 100, se le ocurrió al tío Ambrosio de Sabuñedo echar un ojo a su pinar de Magonde, a ver qué testos y guapos estaban los pinos viejos y cómo crecían los nuevos. Aquel pinar era el quitapesares del tío Ambrosio. Dentro de un par de años contaba sacar de él una buena porrada de dinero; para entonces estaría afirmada la carretera a Marineda, y el acarreo sería fácil y los licitadores numerosos y francos en proponer. Si el tío Ambrosio pudiese, bajo un fanal de vidrio resguardaría sus gallardos pinos de Magonde.

Apenas hubo traspasado el lindero, el viejo profirió una imprecación. A su derecha, y sangrando aún densa resina, se veía el cabezo de un pino recién cortado. Pocos pasos más allá, otro cepo delataba un atentado semejante. Ni rastro del tronco. Y el tío Ambrosio, espumando de rabia, contó hasta cinco pinos soberbios, cercenados y sustraídos… ¿Por quién? Al punto, el pensamiento del tío Ambrosio se fijó en Pedro de Furoca, alias el Grilo, el más vagabundo y ladrón de la parroquia. Sólo él sería capaz de un golpe de mano tan atrevido: sacar el carro de noche, cortar y cargar los pinos con ayuda de algún bribón de su misma laya, y venderlos baratos en Marineda, ¡porque para lo que le costaban!… ¡Mal rayo!


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El Delincuente Honrado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes —nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.


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El Mundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron un beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor, Germana, de la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras graciosas, donde esplendía, antes, fresca y atractiva, la «belleza del diablo».

—¿Cómo queda ahora? —preguntó Dionisia.

—Me parece que peor… Con mucha fatiga, ¿sabes?

—¿Recado al médico?

—No quiere.

—¡Aunque no quiera…!

Suplicantes, momentos después balbuceaban al oído de la paciente… Era necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel acceso pasaría…

Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como podían; dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la ventana de par en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo hablar:

—Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.

Ante el gesto de desinterés de indiferencia de las muchachas, la señora añadió, no sin esfuerzo doloroso, terrible:


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Heno

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Paulino Montes, muchacho de posición excelente —lo que se dice una conveniencia—, se enamoró de una artista. Al menos así la calificaban los periódicos al publicar su retrato. Artista lírica, de zarzuela, Candelaria —la Candela, como la llamaban generalmente—, poseía una voz de grillo acatarrado; pero su cuerpo tenía líneas seductoras. Ni gruesa ni flaca; de carnes dulcemente repartidas sobre armazón de menudos, bien formados y delicados huesos; de cabellera naturalmente rubia, y tan rica y sedosa que era un regio manto; de cara inocente y picaresca, en mezcla original, sugestiva, la Candela triunfaba siempre que el papel requiriese sólo belleza y donaire. Es preciso reconocer que Paulino no se engañó a sí mismo; al sentirse ciegamente prendado de la Candela, ni un instante atribuyó su inclinación a los méritos artísticos de la muchacha, a su canto ni a sus danzas. Comprendió que el señuelo era otro, y que si encuentra a Candela de mantón en la calle, o escoltada de mamá y hermanos en una tertulia, el efecto es exactamente el mismo. Sin embargo, las tablas fueron cómplices, y aquellos brazos torneados y aquella admirable mata rubia, y aquellas canillas elegantes, no se ostentarían en otro lugar como allí, a las luces de bengala y con el atavío verde claro de «Canal de Isabel II», en una revista hidráulica que embelesó a todo Madrid.

Paulino era hasta inteligente en música; no dudó de que el arte nada perdía cuando, arrastrado por estímulos superiores a su voluntad, propuso a Candela el matrimonio, tres meses después de gustar con ella conversación entre bastidores. Los informes adquiridos por el enamorado establecían que la artista era «una chica decente». En todas partes las hay, y acaso en la escena escasean menos de lo que supone la malicia.


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El Tapiz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El viejo poeta dejó caer la fragante cartita de su desconocida admiradora lejana, indicando un gesto de melancolía. «Me pregunta si soy joven aún…». Y no sabiendo qué contestar a aquel fogoso himno, escribió con cansada mano, en estrofas, sin embargo, brillantes, la especie de apólogo que transformo en cuento.

* * *

Fue en una tienda de anticuario parisiense donde encontró Rafael el tapiz persa y dio por él cuanto le pidieron: el resto de sus ahorros. Al pronto, no le preocupó más el tapiz que otros objetos de arte que poseía. Poco a poco, sin embargo, el tapiz se destacaba. Cuando inteligentes lo veían, o se deshacían en elogios o —actitud más significativa— afectaban frialdad y secura y, previos circunloquios de chalán, preguntaban, como al descuido, si no pensaba Rafael «cambiar el tapicito». Ante la negativa, venían las proposiciones insinuantes:

—Vamos, hasta los dos mil me correría…

Una semana después, el de los dos mil llegaba con la cartera bien abultada de billetes.

—¿No le tientan a usted los cinco mil? Cójame la palabra, que soy un encaprichado…

Y Rafael rehusaba; pero el tapiz, actuando ya sobre su fantasía, empezaba a ser base de la inconsciente labor con que creamos lo maravilloso.

A fin de averiguar en qué consistía el mérito de su tapiz, pensó que lo viese un eminente orientalista, explorador de Persia y la Bactriana. Y el orientalista, después de minucioso examen, abrazó a Rafael y exclamó extáticamente:


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El Gusanillo

Emilia Pardo Bazán


Teatro, cuento


Antesala que precede a la capilla ardiente. Por la puerta entreabierta se divisa, allá en el fondo, la gran cama imperial, y a la luz amarillenta de los blandones fúnebres, entre el hacinamiento de las coronas y ramas de lila profusamente desparramadas, destellan las condecoraciones que honran el pecho del difunto. Los amigos y parientes, que han de formar el duelo, esperan conferenciando a media voz.

AMIGO 1º.— (Persona conspicua y machucha). ¡Quién lo dijera! ¡Si parecía tan fuerte, tan sanito!… ¡Más que todos nosotros! No ha guardado un día de cama.

AMIGO 2º.— (Semijoven, gomoso, atildado). Conmigo paseó a caballo el jueves, y hoy es lunes… Si soy yo quien maneja este cotarro, no permito que le entierren todavía. Está tan natural… Parece vivo.

AMIGO 1º.— ¿Vivo? ¡Pues si le han hecho la autopsia!

AMIGO 2º.—¡La autopsia! Y ¿a santo de qué?

MÉDICO.— Por eso justamente… Por ignorarse de qué enfermedad ha sucumbido. Como que no padecía ninguna, no se le conocían achaques, y se hallaba en lo mejor de la edad. Crea usted que antes de proceder a dar el primer corte de escalpelo, buen cuidado tuvimos de cerciorarnos de si la muerte era real y no se trataba de una catalepsia o cosa por el estilo. ¡Muerto estaba… y bien muerto!

AMIGO 1º.— Y al fin, ¿se ha averiguado de qué…?

MÉDICO.— (Llevándoselos a un rincón, lo más lejos posible de la puerta de la capilla ardiente). ¡Ah! Una cosa muy curiosa. Verán ustedes… (Cuchichean).

EL MARQUÉS DE LA GALIANA.— (Tío del difunto; señor vanidoso, quisquilloso, presumido, locuaz). Padre, ¿y Matildita? ¿Ha repetido la convulsión?


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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