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etiqueta: Cuento fecha: 27-02-2021


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El Revólver

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En un acceso de confianza, de esos que provoca la familiaridad y convivencia de los balnearios, la enferma del corazón me refirió su mal, con todos los detalles de sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que se ve llegar la última hora… Mientras hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que hubiese algo más allá de lo físico en su ruina. Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien ha sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas de carmín por la mano artística del otoño, caían a tierra majestuosamente y quedaban extendidas cual manos cortadas, le hice observar, para arrancar confidencias, lo pasajero de todo, la melancolía del tránsito de las cosas…

—Nada es nada —me contestó, comprendiendo instantáneamente que, no una curiosidad, sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu—. Nada es nada…, a no ser que nosotros mismos convirtamos ese nada en algo. Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Delincuente Honrado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes —nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Tía Celesta

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿No la visteis al cruzar la esquina, a la viejecita del pelo más blanco que los copos de la nieve, detenidos en los aleros de los tejados, de tez rancia como el marfil, de dentadura cabal y firme todavía, sin postizo ni engañifa alguna? Las curtidas y arrugadas manos con que, manejaba la badila revolviendo las castañas en el tostador dicen a voces la vida de labor incesante; la venerable calma de la frente y la limpidez de los ojos, que debieron de ser hermosos a los veinte años; la tranquilidad de la conciencia… Sentada en la bocacalle, al margen de la acera, procurando no estorbar con su humilde comercio a los transeúntes, en primavera, vendía lilas, clavellinas y rosas «de olor»; pero apenas asomaba el frío, saliendo a relucir las primeras «pañosas», establecía su puesto de castañas asadas, y allí la tenían los chiquillos golosos de la escuela y los estudiantes que van a la Universidad y al Instituto, despachando la mercancía con una afabilidad y un desinterés señoril…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Argolla

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sola ya en la reducida habitación, Leocadia, con mano trémula, desgarró los papeles de seda que envolvían el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven, deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante las admiraba, con la admiración impregnada de tristeza de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos. Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del cielo), es que se lo representaba alrededor de su brazo propio, como irradiación triunfante de su belleza, como esplendor de su ser femenino.

¡Había pasado tantos años ambicionando algo semejante a lo que significaba aquel estuche! Siempre vestida de desechos laboriosamente refrescados (¡qué ironía en este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes innoblemente sucios, con la suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto cuello de la talma con una pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia repetía para sí con ira oculta: «¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!». No sabía de qué modo…, pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.

Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo… lo que adivina el lector.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Trueque

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al entrar en el bosque, el perro ladró de súbito con furia, y Raimundo, viendo que surgía de los matorrales una figura que le pareció siniestra, por instinto echó mano a la carabina cargada. Tranquilizóse, sin embargo, oyendo que el hombre que se aparecía así, murmuraba en ansiosa y suplicante voz:

—Señorito, por el alma de su madre…

Raimundo quiso registrar el bolsillo; pero el hombre, con movimiento que no carecía de dignidad, le contuvo. No era extraño que Raimundo tomáse a aquel individuo por un pordiosero. Vestía ropa, si no andrajosa, raída y remendada, y zuecos gastadísimos. Su rostro estaba curtido por la intemperie, rojizo y enjuto; y sus ojos llorosos, de párpado flojo, y su cara consumida y famélica, delataban no sólo la edad, sino la miseria profunda.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Raimundo en tono frío y perentorio.

—Se ofrece…, que no nos acaben de matar de hambre, señorito. ¡Por la salud de quien más quiera! ¡Por la salud de la señorita y del niño que acaba de nacer! Soy Juan, el tejero, que lleva una «barbaridá» de años haciendo teja ahí, en el monte del señorito…

Me ayudaba el yerno, pero me lo llevó Dios para sí, y me quedé con la hija preñada y yo anciano, sin fuerzas para amasar… Y porque me atrasé en pagar la renta, me quieren quitar la tejera, señorito…, ¡la tejera, que es nuestro pan y nuestro socorro…!

Raimundo se encogió de hombros. ¿Qué tenía que ver él con esas menudencias de pagos y de apremios? Cosas del mayordomo. ¡Que le dejasen en paz cazar y divertirse!… Lo único que se le ocurrió contestar al pobre diablo fue una objeción:

—Pero ¡si al fin no puedes trabajar! ¿De qué te sirve la tejera?


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Salón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El matrimonio Romeral se había dedicado a hacerse grata la existencia. Sin hijos, vivían con Celia, una hermana soltera de la esposa, ni fea ni guapa, muy deseosa de cambiar de estado. No teniendo quehaceres urgentes, y poseyendo una holgura más que regular, cultivaban los esposos el «conforte» y hasta un poco el arte. Entendían de estilos, distinguían un Velázquez de un Ribera, concurrían a las exposiciones primaverales, y el marido, Alfonso, huroneaba por tiendas de chamarileros y anticuarios, rebuscando objetitos con que honrar sus vitrinas, y cuadros finos y auténticos, escogidos previas reiteradas consultas a inteligentes, siempre en escrupulosa armonía con el gusto y tonalidad del salón.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Honor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Norberto tenía amor propio profesional. No era sólo la necesidad de ganarse la vida lo que le sujetaba su oficio de cocinero. Un elogio, la seguridad de haber estado a su altura, valían para él tanto o más que el sueldo, no escaso, que ganaba. Recreábase, con regodeo de artista, en los platos, en las salsas, en las combinaciones que a veces hasta tenía la gloria de inventar. Su pundonor llegaba al extremo de dormir mal el día en que pensaba haber echado a perder un guiso.

Especialmente cuando el señor marqués de Cuéllares convidaba a algunos amigos, preocupábase Norberto de que todo saliese al primor. Así le había sucedido aquella noche de Jueves Santo, en que lo más demostrativo de la superioridad de un jefe, una comida suntuosa de vigilia, afirmaría una vez más sus aptitudes.

Metido en faena, calado el limpio gorro blanco, ceñido el delantal sobre la panza, que empezaba a redondearse, daba vueltas Norberto, atendiendo a que el envío fuese perfecto, ya que los platos, sin duda, lo eran. La oportunidad en trinchar y mandar a la mesa bien presentado, competía en él con la ciencia de la preparación de los manjares. Estaba satisfecho de la sopa bisque, alta de sabor, propia para comida de solteros, que tienen el paladar refinado, y hasta quizás estragado; y creía haberse sobrepujado a sí mismo en la trucha a la Chambord, en que la guarnición era un prodigio de delicadeza, con las trufas lindamente torneadas, las quenefitas de puré de pescado, las ostras y las colas de cangrejo colocadas simétricamente. En esta tarea se enfrascaba, cuando uno de los pinches se le acercó con una especie de murmurio misterioso:

—Ahí está… Dice que quie pasar…

No debía ignorar Norberto a quién se refería el recado, porque no preguntó, y se limitó a encogerse de hombros, silabeando desdeñosamente:


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Eximente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El suicidio de Federico Molina fue uno de los que no se explica nadie. Se aventuraron hipótesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando sección en la Prensa; se habló, como siempre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de todo, en fin… Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma…

¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?

El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno.

Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico —ni aun lo que dudaba—, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del «acaso soñar…».


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El Paraguas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Estaba siempre allí, en el ángulo de la humilde salita, arrinconado, y todos los sábados lo desempolvaba Ángeles cuidadosamente. Era un magnífico paraguas, cuyo origen británico no podía ponerse en duda, y que tenía ese aspecto confortable que caracteriza a los productos de la industria inglesa; y lo elegante del puño, lo rico de la seda, lo recio y bien modelado de las bellotas que, pendientes de un cordón, decoraban el mango, producían una impresión de lujo.

Lo que rodeaba, en cambio, transcendía a pobreza vergonzante. Muebles marchitos y estropeados, que vanamente intentaban recomponer doña Máxima y Ángeles, vestidas también ellas, no diré de andrajos, pero de trapitos ala de mosca —vueltos, recosidos y rezurcidos—, y sujetas a régimen de patatas y sardinas, lo más barato que por entonces salía a la plaza.

Llevaban las señoritas de Broade, que tal era su apellido, con suma dignidad su triste situación. Las había reducido a ella un caso singular: la desaparición del padre y esposo, que tanto pábulo dio a las conversaciones; como que no se extinguió el alboroto en la ciudad hasta pasado un año. El señor Broade, el desaparecido, empleado en el escritorio de una importante casa de banca, era un hombre del cual nada malo se dijo nunca. Una tarde salió, como otras muchas, a dar su paseíto higiénico, y paseíto fue, que iban transcurridos largos años sin que el paseante hubiese vuelto a su domicilio.


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Instinto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el Nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde. Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el Belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua, y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas, y por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel, y vuelve a salir y a entrar a cada minuto…

Pero lo mejor, allá en lo alto, era el Portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro, y en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el Niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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