Las recientes ejecuciones me recuerdan esta extraordinaria historia:
Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las siete, el doctor
Edmond-Désiré Couty de la Pommerais, recientemente trasladado de la Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de una camisa de fuerza, en la celda de los condenados a muerte.
Taciturno, fija la mirada, apoyaba los codos en el respaldo de la
silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez de su rostro frío. A
dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, lo observaba, cruzados
los brazos.
Casi todos los detenidos están obligados a un trabajo cotidiano, de
cuyo salario la administración deduce, en caso de fallecimiento, el
precio de la mortaja, que nunca proporciona. Sólo los condenados a
muerte no tienen que realizar tarea alguna.
El prisionero era de esos que no juegan a los naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza.
Treinta y cuatro años; moreno; de talla mediana; bien proporcionado
en verdad; las sienes grises desde hacía poco; la mirada nerviosa,
semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las manos
saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces;
modales de estudiada distinción: tal aparecía.
(Se recordará que en las audiencias del Sena, no habiendo podido
Me. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no obstante lo
riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido por
los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de M.
Oscar de Vallée, M. de la Pommerais, convicto de haber administrado
dosis mortales de digitalina a una dama amiga suya, con premeditación y
propósitos de lucro, oyó pronunciar contra él, en aplicación de los
artículos 301 y 302 del Código Penal, la sentencia de muerte).
Información texto 'El Secreto del Cadalso'